jueves, 27 de noviembre de 2014
SINDO, MEMORIAS DE UN CABALLO (III)
Todo el mundo sabe que hacer caminar a un cerdo cuando no
quiere, es de las tareas rayanas en lo imposible. Es preferible llevar una vaca
en brazos varios kilómetros que hacer caminar a un cerdo veinte metros. Cuando
al fin se aproximó al carro, Ramón que oyó el estrépito del cerdo, no
comprendía que hay muchas clases de tontos. Existe el tonto de la baba, el
tonto del balcón, el tonto del culo, el tonto municipal, el tonto de la plaza,
el tonto de los niños, el tonto del capirote y el tonto del regalo. Esta última
subespecie está en peligro de extinción, pero algunos quedan, Perico era uno de
ellos. Tienen la manía de regalar algo a alguien que consideran importante y
disfrutan mucho cuando ese alguien les nombra grandes mandatarios de lo que
sea. Perico ya tenía varios títulos pero estaba muy lejos del record
establecido por un tonto gallego que llegó a regalar el mismo ternero al mismo
señor, dieciocho veces. Esto ocurrió en un pueblo de Coruña. El tonto se
presentaba cada poco ante el señor del pazo cercano y le entregaba el ternero.
El señor aceptaba muy ceremonioso y le nombraba algún título rimbombante. Llegó
un momento, en que se le acabaron los títulos y terminó nombrándole Mariscal
del Sistema Métrico Decimal.
Ramón, tuvo la intuición de que lo que le procedía era
aceptar el regalo y halagar al donante. Así tras agradecer a Perico el untuoso
regalo, le comunicó que quedaba nombrado Arzobispo de Tineo y que haría
gestiones al volver a casa para nombrarle Mariscal de los Picos de Europa. Allí
quedaron las ocho arrobas de cerdo que Ramón tuvo que devolver a sus legítimos
dueños, no sin gran esfuerzo para hacer al cerdo volver a recorrer el camino.
Al día siguiente se dirigió ya hacia La Alberca, que estaba
a pocos kilómetros. A la entrada del pueblo vio una finca cercada con piedra
que era un sitio ideal para pasar la noche. Preguntó en la primera casa
habitada quien era el propietario de la finca, pues pretendía dejar al caballo
allí. Los de la casa le dijeron que podría entrar sin problema alguno, pues era
propiedad municipal. Así lo hizo y entró a recorrer las callejuelas del pueblo
sintiendo la extraña sensación de que había entrado en un recinto del siglo
XII, efectivamente, el pueblo conserva las hechuras medievales, el estilo
inconfundible que se conservó en el pueblo durante cientos de años y que
comenzó a tomar forma hacia mediados de la edad media. Por las calles apenas se
veía gente. Preguntó por el alcalde y le dijeron que tal cargo lo ostentaba Don
Catalino Dupont. El tal Catalino tenía una carnicería en la plaza mayor y allá
fue Ramón a presentarse, le entregó una carta de recomendación del cura de
Carisia y Don Catalino, tras quitarse el mandil, le invitó en el bar cercano, a
un vino típico de la zona. Le documentó sobre la historia del pueblo y cómo
allí dejaron sus huellas los visigodos, musulmanes, cristianos, judíos y
franceses. De estos últimos procedía él personalmente. Parece ser que avanzada
La Reconquista llegaron de Francia unos miles de personas al objeto de repoblar
aquella zona de la sierra de Salamanca. Esta es la razón por la que existen en
aquellos pueblos, mucha gente con apellido francés.
Ramón le comunicó que había aparcado en el terreno municipal
a la entrada del pueblo, y el alcalde le indicó que era correcto. Luego le
llevo a dar una vuelta por el pueblo. En una de las callejuelas se encontraron
un cerdo como de sesenta kilos que andaba por ahí hozando. Le informó que aquel
cerdo era de todo el pueblo y todos le daban de comer y llegado el momento,
todos tenían derecho a una tajada del animal. Desde la plaza mayor se veía en
lo alto de una montaña cercana lo que parecía una ermita o monasterio. El
alcalde le explicó que allí arriba, a 1735 metros de altura había un monasterio
dedicado a la virgen, llamada Virgen de la Peña de Francia.
-
Tu ¿A dónde vas?
Ramón le explicó que no iba a ninguna parte en concreto que
rodaba por rodar, por ver.
- Y ¿Por qué no te quedas aquí un par de
días? Continuó el alcalde.
- ¿Con qué fin? Preguntó Ramón.
- Podrías subir al monasterio y ver el
gracioso espectáculo que desde allí se divisa.
- Creo
que seguiré su consejo, dijo Ramón.
Al día siguiente por la mañana, muy temprano, inició la
subida que una carretera en espiral le conducía hasta lo alto de la Peña de
Francia. Sindo quedó el pobre extenuado pues, después de tantos kilómetros por carreteras llanas, tuvo que hacer un esfuerzo terrible para subir los doce
kilómetros de ascenso al monasterio. Aquello estaba aparentemente solitario,
pero cuando estaba en la balconada sobre el abismo, preguntándose cuales serían
cada uno de los infinitos pueblos que veía, oyó la voz de alguien que le decía
“Bienvenido a la peña”. Ramón se volvió a un monje dominico vestido con su
hábito blanco.
-
¿Cómo por aquí? Preguntó el fraile.
-
Pues me han recomendado que suba aquí. Dijo
Ramón.
-
Y tú ¿Qué haces por esta zona? Siguió
preguntando el monje.
-
Pues ando por aquí de turista, contestó Ramón.
El monje, un hombre joven, alto, moreno y elegante, creyó
captar por la manera de hablar, cual era la procedencia del turista.
-
Yo creo que sé de dónde vienes. Le dijo a Ramón.
-
¿De dónde? Inquirió éste con curiosidad.
De Asturias. Creo que los dos somos asturianos, dijo el
monje y se presentó.
-
Padre Lasta, de Trubia, estoy a tu disposición,
dijo.
Ramón le dio las gracias y quedó impresionado por la pose y
la elegancia del monje. Este le dijo que sería buena idea que esperase ahí
hasta la hora de comer, que la comida la podía hacer con él allí y luego por la tarde
bajar hacia La Alberca.
El padre Lastra, le explicó que desde aquella altura se ve
tierra de seis provincias españolas y de Portugal. Le explicó que de noche
cuando abajo en la llanura infinita empiezan a encender las luces de los
pueblos, cree uno estar en una alucinación pues el cielo y la tierra parecen
cuajados de luces.
Ramón pasó unas horas muy agradables con aquel fraile y
paisano suyo. Volvió a La Alberca, casi ya anochecido y buscó al alcalde para
él, a su vez invitarle a un vino. Como de costumbre, lió una tertulia muy
sabrosa en uno de los tres bares del pueblo.
Bien de mañana inició el camino hacia el sur y, en La
Alberca le dijeron que en dos días
alcanzaría a cruzar el río Alagón. Atravesó varios pueblos e hizo noche en uno
de ellos. Durante la siguiente etapa ya cerca del susodicho río observó que en
numerosas ocasiones atravesaban la carretera conejos o liebres en fugaz huida.
Ramón llevaba incrustado en un falso techo del carro una escopeta y decidió
cazar alguno de aquellos animales. En una recta de varios kilómetros organizó
la caza sin prever la reacción de Sindo. Disparó sobre un conejo, un cartucho del doce y el
pobre bicho rodó por la carretera malherido hasta caer en la cuneta, Sindo, que
jamás había dado un paso más largo que otro en su vida, se sobresaltó e inició
algo parecido a un trote ¡Quieto, Sindo, quieto! Exclamó Ramón tirando de las
riendas. Logró detenerlo a cien metros más allá del punto donde estaba el
conejo. Se bajó, fue andando a recogerlo y lo echó en la trasera del carro.
Cuando llegó al último pueblo antes del río Alagón, entró en un tienducho del
Villorio y compró un litro de vino blanco, sal ajos y algo de pimienta. La
tiendecita se llamaba “El Maíllo”, comestibles y ultramarinos.
El río, con un estimable caudal de agua limpia era un lugar
muy sensato para hacer ciertas labores de higiene, metió el carro hasta la
orilla del río, soltó al caballo y se dispuso a hacer la primera colada del
viaje.
Lo primero que hizo fue desollar al conejo y colgarlo de un
árbol para que se orease, luego exploró el terreno y llegó a la conclusión de
que era un sitio ideal para pasar un par de días. Así que tras enganchar de
nuevo a Sindo al carro, se internó en el vecino bosque de pinos, hasta quedar
completamente oculto a cualquier mirada indiscreta. Luego hizo un ungüento a
base del vino, sal, ajo machacado y orégano para asar el conejo. Se bañaron él
y el Jass hasta quedar extenuados, Ramón, lavó la ropa y la tendió, creyéndose
un personaje de novela de Zane Grey cuando describe a sus héroes deambulando
por las montañas de Nevada. La tarde la pasó leyendo y por la noche decidió
dormir a la intemperie como los héroes de sus novelas y caminar hacia el sueño
arrullado por el hondo soplo serrano y el monótono ruido del río.
Admitió que pocas veces en su vida había sido tan feliz como
a orillas de aquel río. Sindo, con ese indescifrable instinto de los caballos
pasó una noche sobresaltado previniendo no sabía qué futuros y trágicos sucesos
podían suceder.
El día siguiente lo pasaron entero a orillas del río y allí
durmieron de nuevo. Tras el descanso higiénico y relajante siguieron rodando en
los días sucesivos por la provincia de Cáceres, lo primero que llamó la
atención de Ramón fue la exuberancia de la flora. Por doquier, pero más
abundantes, descubrió en el haz de los otrora, riachuelos, la presencia de la
más inimaginable colección de flores silvestres y de arbustos olorosos.
Distinguió calicantos, celindas, coronillas, damas de noche, jaras, lentiscos,
rosas, claveles y mil otras flores, sobre todo amapolas, muchas amapolas,
todavía la flora de Extremadura era exuberante y de infinitos colores en aquel
final de Mayo.
Pronto, el sol brutal aparece en el cielo y empieza a
agostar todo ese mundo de verdor y colores.
Cuando quiso darse cuenta había entrado ya en el parque del
Monfragüe junto al río Tajo, en unos parajes, donde, haciendo honor a su
nombre, el río discurre entre dos murallas verticales donde anidan los buitres.
Ramón estaba extasiado con tanta belleza. Encontró a unos labriegos que
faenaban cerca de la carretera y se informó de que allí cerca había un pueblo
de unos seis mil habitantes llamado Torrecilla, allá se fue Ramón y vio que a
la entrada del pueblo había el cierre de una finca, muy adecuada, para meter
allí el carro. Se acercó al pueblo y preguntó quién era el propietario de la finca.
La respuesta fue muy típica de la zona “Los Señores”. Pero le indicaron que si
quería algo podía hablar con el mayoral, que vivía en el pueblo. Ramón lo buscó
y habló con él, le explicó quien era y lo que hacía y le pidió permiso para
entrar en las fincas a lo que el mayoral accedió de buen grado. Así que
introdujo el carro en la finca y quedó impresionado del rojizo color del campo,
inclinándose un poco para verlo desde la altura de las rodillas, todo simulaba
ser unánimemente rojo. Tal era la abundancia
de amapolas.
Tras permanecer allí un par de horas se fue al pueblo como
tenía por costumbre, quiso comprar un periódico, pero, para su sorpresa le
dijeron que allí no llegaba si no un solo ejemplar, para el casino. A Ramón le
extrañó, pues en Carisia todo el mundo leía alguno de los tres periódicos
provinciales, La voz de Asturias, La Nueva España y La Región. Además del
Marca, claro.
Evidentemente aquello también era España. Pero una España
muy diferente de lo que él conocía.
No tardó en enterarse de que el pueblo estaba inmerso en una
crisis de difícil solución. Resulta que por cada chico joven que había en el
pueblo, había no menos de siete muchachas. Los chicos se habían ido a la mili,
a trabajar a Madrid, a Vascongadas, a Salamanca… las chicas estaban al borde de
un ataque de nervios, pues la competencia era excesiva. A tal extremo había
llegado esta situación que, un soltero de cuarenta años, hombre honrado y
pacífico, fue víctima de los odios que generaba su estado. Todos consideraban
que no había derecho a semejante soltería. Le levantaron diecisiete calumnias,
y el pobre tuvo que irse a vivir a la cercana Plasencia, para escapar de las
iras mujeriles.
La llegada de un forastero, joven, alto, agraciado y soltero
tuvo el efecto de un disparo en una plaza abarrotada de palomas. Todos estaban
interesados en verle, en saber quién era, en contactar con él y en hacerse ver.
Fue patético. Pero la abstinencia de aquellas chicas era terrible. Hubo alguna
que exigía al alcalde que declarara el pueblo zona catastrófica. E incluso dos
o tres de ellas empezaron a insinuar que tampoco era absurda la poligamia.
[Continuará…]
Pepe Morán. Dominico ex
sábado, 22 de noviembre de 2014
VISITAS A LOS ALEDAÑOS DEL MONTE DE EL PARDO
Al leer la precisa y documentada exposición con la que
nos ha obsequiado una vez más Ulpiano,
sobre la visita que ha hecho al palacio de El Pardo y sus dependencias,
voy a contar yo una pequeña anécdota personal
sin importancia, que no pasa de
eso, de ser una simple anécdota, pero
creo que viene al caso. A finales de los años setenta nosotros vivíamos en Madrid y recuerdo que por
aquellos años también hubo una crisis
laboral importante en este país en el ramo de la construcción; no de la
envergadura de la de ahora, pero muy de tener en cuenta. Ya lo creo. Con la diferencia que aquella vez solo duró unos
tres años, aproximadamente. De ahí que las grandes empresas constructoras comenzaran
a verle las orejas al lobo y ya decidieran ir buscándose los garbanzos fuera de España. A mí en 1979 me tocó ir a Libia por
primera vez para un proyecto de autopista de unos ciento diez kilómetros de
longitud que iba a construir Ferrovial entre las poblaciones de Jadut y Nalut
en el interior del país. Aquella primera estancia tuvo lugar durante los meses de mayo y junio y hacía un calor tan
exagerado en aquel desierto libio, que más que desierto bien parecía que estuviese
uno en el mismísimo infierno. En los años
sucesivos también tuve que volver pero ya
fue en otra época; concretamente, en los
meses de noviembre y diciembre y la cosa cambió como de lo blanco a lo negro.
Al poco tiempo de regresar del primer viaje, ya comencé a notar ciertas molestias respiratorias y bronquiales
las cuales me provocaban tos, pero al principio no les di mayor importancia, pero luego más
adelante desembocaron en una preocupante
lesión pulmonar. Una vez puesto en manos de expertos en este tipo de lesiones
y hecho el diagnóstico correspondiente, los doctores que me vieron concluyeron
que tales daños se habían producido por
la excesiva exposición que había tenido al polvo del desierto, el cual, al contener partículas de sílice en
abundancia, de tamaño micrométrico, son tan dañinas como las de las minas que
producen la neumoconiosis (silicosis). Y
también había influido mucho cierta predisposición natural por mi parte y que estas exposiciones al polvo se hicieran coincidiendo
con estados de acaloramiento y sofoco debido a las altas temperaturas reinantes
pues, hubo días de junio que a medio día
el termómetro llegó a marcar los 55
grados centígrados. Durante el resto del
día disminuían algo, pero la mayoría de los días a las ocho de la noche, aún había que soportar los 42 grados.
Con semejantes sofoquinas diarias y el tener que viajar en coche durante dos y tres horas, a la mañana y otras tantas a
la tarde por pistas polvorientas en pleno desierto, fueron la principal causa de
la lesión sufrida. Tal que, el
especialista en enfermedades del tórax, optó por ingresarme durante 22 días en el Hospital del Rey hasta que
me curara y después para recuperarme del todo me hizo estar de baja laboral como mínimo un mes. Durante este tiempo me
recomendó que procurase alejarme a menudo de la ciudad y que me trasladase a zonas de sierra para que
respirara aire más puro y limpio.
Estando totalmente de acuerdo con
esta sensata y saludable recomendación por
parte del médico, mi mujer y yo todas los fines
de semana nos íbamos a la zona del Goloso, en el norte de la capital, que son las estribaciones del monte de El
Pardo y allí permanecíamos varias horas en una extensa zona arbolada a la
que no se permitía la entrada de coches y en la que nosotros nos
encontrábamos muy a gusto, paseando por el campo entre encinas y robles y
viendo pastar rebaños de gamos y ciervos muy cercanos a la gente. Un día
durante el paseo por la zona libre y
coincidiendo al lado del cerramiento con
la zona restringida a los visitantes, nos sorprendió ver en el suelo un cuerno
muy grande en forma de pala dentada, el cual
supusimos que habría pertenecido a alguno de aquellos animales y lo más seguro a un gamo; lo que no nos imaginábamos era cómo lo había
perdido pues, se notaba que se acababa de desprender de la cabeza del astado
pues aún estaba un poco manchado de sangre en su parte inferior. En un
principio no supimos qué hacer con el
dichoso cuerno y lo camuflamos un poco
con unas ramas secas que había por el suelo y seguimos paseando. Al llegar la
hora de irnos, viendo que no había mucha concurrencia por allí, decidimos
llevarnos aquella cornadura pues nos pareció que podría resultar un objeto singular
y hasta decorativo. Lo peor era que había que sacarlo del parque
a la vista pues el coche estaba a cierta distancia. Por miedo a que nos
pudieran echar el alto lo cubrimos con una de nuestras chaquetas y el cuerno
llegó al maletón del Seat 127 sin mayores problemas. Una vez en casa lo
limpiamos bien y lo dejamos guardado en
la terraza. Acto seguido busqué información sobre el tema pues no sabíamos cómo
había podido el animal perder semejante parte de la cabeza. Nada más consultar
una enciclopedia, aún no había Google, pude saber que los gamos mudan anualmente la
cornamenta y que nadie se la había quitado de forma violenta, sino todo lo contrario, el mismo animal había tenido
a bien el desprenderse de aquel estorbo, simplemente, para quitarse “cosas“ de la cabeza.
Pasado el tiempo, ya casi nos habíamos olvidado del cuerno y un día rebuscando algo que le habíamos
perdido la pista, apareció de nuevo el asta. Entonces, ya hubo que plantearse
qué hacer con semejante objeto, y
después de barajar varias posibilidades, pues el apéndice era muy curioso, decidimos
que debiéramos guardarlo y al año siguiente por esas mismas fechas, volveríamos
al sitio a ver si con un poco de suerte encontrábamos otro similar para
completar la pareja. Lo difícil era que el que teníamos con nosotros era el
derecho y claro, para que hiciera juego, el otro tendría que ser izquierdo. Nos
pareció bien la decisión tomada y nos olvidamos del cuerno hasta el
siguiente año que llegadas las mismas fechas del anterior, volvimos a frecuentar el Parque del Goloso.
Con tan buena suerte que a la segunda o tercera visita que hicimos, un sábado a
primera hora, volvimos a encontrar otro
cuerno y para mayor coincidencia era el izquierdo. Ahora bien, esta vez ya íbamos
mejor preparados por si sonaba la flauta y nos acompañaba una prenda amplia con la que se podía
esconder perfectamente el segundo cuerno por grande que éste fuera. Una vez completada la pareja los hemos ido trasladando
de casa en casa y es el día de hoy que aún los conservamos. Algunas visitas cuando los ven expuestos en
la pared del garaje se sorprenden bastante de momento, pues saben que yo siempre fui enemigo de la
caza como deporte cinegético. Entonces, para evitar interpretaciones falsas les explico
que dichas astas no han sido
arrebatadas de mala manera, sino que el propio animal las suelta de forma voluntaria
y anualmente, sin intervención violenta alguna del hombre. En ese momento, los
visitantes ya respiran más aliviados y
dicen: menos mal, porque en un primer
momento ya nos tenías preocupados y hasta hemos llegado a pensar
que si ahora habías adquirido los
mismos gustos que el Blesa o el destronado emérito. La de andar
asesinando vilmente y por puro gusto, a
los animales indefensos.
En su momento, cuando comenté esta aventura con los compañeros de la
oficina, me dijeron que habíamos tenido
mucha suerte con los hallazgos, y por dos veces nada menos pues, en aquellos tiempos estos cuernos
estaban requetebuscados por personas que
se dedicaban a eso precisamente, y que correteaban
a diario el parque durante la época de muda, incluida la zona vallada no
visitable, al encuentro de posibles cuernas para
luego vendérselas a las tiendas
de artículos de caza, con la finalidad de
fabricar con ellos sillas y
percheros, o como simples objetos de adorno.
Bueno, si habéis sido capaces de llegar hasta aquí y
aguantar toda esta tabarra, sois merecedores de un premio porque, entretener,
lo que se dice entretener, no os habrá entretenido mucho, pero al menos si un
día los llegáis a ver, ya contáis con
información veraz y de primera mano, sobre la procedencia de los “cuernos del Prior”.
B. G. G. bloguero “Prior”
viernes, 21 de noviembre de 2014
UNA VUELTA POR EL PARDO II (continuación)
Una vez concluida la visita al
Palacio nos dirigimos a la Casita del Príncipe. ( En este caso a la de El Pardo
pues famosas también son otras,
Aranjuez, El Escorial…) Ésta está separada de Palacio por un buen
trecho. En medio se encuentra el acuartelamiento de la antigua Guardia de
Franco, ahora Guardia Real, que es preciso rodear. Estas instalaciones ocupan
un vasto espacio, la parte posterior sobrepasa la carretera que conduce a
Mingorrubio, dividido en tres sectores o cuarteles; Cuartel del Rey, Cuartel de
la Reina y Cuartel del Príncipe. Su magnitud en espacio y personal lleva a
dudar de su necesidad en la época actual. No parece que la austeridad impuesta
a los ciudadanos se aplique con igual rigor en todos los ámbitos del Estado.
La Casita del Príncipe es un
palacete neoclásico de granito y ladrillo construido en el siglo XVIII bajo la
dirección de Juan de Villanueva. Un encargo de Carlos III para disfrute de su
hijo, entonces Príncipe de Asturias y después rey con el nombre de Carlos IV.
Uno más de los no pocos nefastos reyes que reinaron en España, o simularon
reinar dejando las riendas del gobierno a personajes tan funestos como ellos.
Pérez Galdós, en La corte de Carlos IV de los Episodios Nacionales, recrea de forma
aguda, certera y amena la vida en la corte durante aquel reinado.
La visita aquí también es guiada y
sirve la misma entrada adquirida para entrar en Palacio. El interior,
recientemente restaurado, es luminoso y guarda valiosas obras de arte. En las
paredes se muestran pinturas de Lucas Jordan, Mengs, Balleu y otros.
Recuerdo haber leído que durante la dictadura
ésta era la vivienda del Jefe de la Casa Civil de Franco. El último de éstos,
Fuertes de Villavicencio, un asturiano nacido en Trubia, era tenido, y temido,
en El Pardo como una especie de virrey. Al cargo en la Casa Civil unía otro muy
anterior, el de consejero-delegado de Patrimonio Nacional, y El Pardo entraba
de lleno en sus dominios. Según me contaba alguien de allí hace tiempo, “ni las
moscas osaban emprender vuelo sin la autorización de Villavicencio”.
Al durar poco esta visita apetecía
demorarse por los jardines que rodean el edificio. En la zona inferior asomada
al Manzanares, entre cuidados y laberínticos setos de boj crecían, formando
altivos y perfectos conos, varios acebos cuajados de bayas rojas. Tempranos
anuncios navideños
Restando un poco de tiempo al ya
apremiante aperitivo buscamos un lugar desde el cual otear y adivinar la
riqueza animal y vegetal atesorada en las lomas
que se pierden en el horizonte hasta alcanzar las faldas de la Sierra de
Guadarrama. Todo lo que se puede divisar, y mucho más, fue y es un inmenso coto
de caza. En él se solazaron reyes, dictadores y sus respectivas cohortes,
también un Presidente de la República. Dicen que Manuel Azaña era un enamorado
del lugar aunque no fuera a cazar. Ahora la impresión es que tras el desalojo
de la familia Franco los animales llevan
una vida más relajada y se reproducen más.
En la época del rey Juan Carlos parece
ser que lo utilizaba más de campo de entrenamiento para participar después
en cacerías de elefantes, y demás piezas
atractivas, en Botswana y otros países. De las aficiones cinegéticas de Felipe VI no
parece haber mucha constancia. Según se dice la reina Leticia ha contribuido a
que dejara de lado alguna de sus aficiones.
El Monte de El Pardo tiene una
extensión de unas 16.000 ha., de las cuales menos de 1000 están abiertas al
público. Aunque la comparación les sirva de poco a quienes no conozcan Madrid su dimensión equivale a diez veces la de la
Casa de Campo y unas ciento cincuenta la del Parque del Retiro.
Durante esta estación otoñal se podría decir,
utilizando términos taurinos, que está vestido de verde y oro. Verde por las
agujas que pueblan las frondosas copas de los pinos y oro por la mullida
alfombra dorada tejida por las mismas agujas caídas y la hierba reseca y
quebradiza. Aunque ya a través de la aúrea alfombra comenzaban a brotar hilos verdes. Renacer vegetal fruto de las
más tempranas lluvias.
Si se detiene la mirada el Monte de
El Pardo nos enseña mucho más. El río
Manzanares lo recorre escoltado por fresnos, sauces llorones y chopos que lucen
en otoño sus más vistosos uniformes. Este pequeño río, nadie lo tomaría en
serio si no pasara por Madrid, es, como tantos otros ríos, una melancólica
metáfora de la vida. Discurre entre el recuerdo de las inocentes y cristalinas
aguas de su nacimiento a los pies de La Bola del Mundo, más allá de La Pedriza,
y el ineludible destino final; el de
entregar sus aguas muertas junto a todo el detritus acumulado a lo largo del
recorrido en las proximidades de Vaciamadrid.
Pero el Manzanares por El Pardo aún conserva
cierta prestancia, no la senectud de su no lejano final. Todavía acoge en sus
aguas barbos, lucios o carpas una vez dejadas
atrás las irisadas, esquivas y sabrosas truchas- no importa que de
repoblación- de la alegre y turbulenta
juventud en las pozas que manan por los riscos de La Pedriza. Disfruta del
paisaje que le rodea, un bosque mediterráneo con rasgos de continental en el
que infinitos pinares se alternan con alcornoques, quejigos, enebros y jaras.
Ofrece sus aguas para que en ella abreven millares de ciervos, gamos o
jabalíes, también otras colonias más minoritarias; zorros,tejones, garduñas,
ginetas…hasta brinda el espejo de sus aguas para que en él, desde las alturas,
contemplen su vuelo cigüeñas negras, grullas o bandadas de palomas torcaces.
Incluso algún búho real o águila imperial suele asomarse a su espejo. A las
incontables perdices rojas las ve poco, éstas suelen andar más a peón y
esconderse tras los zarzales. Más a la vista tiene las miríadas de liebres y conejos. Algunos
hasta tienen la osadía de horadar las madrigueras en la misma orilla de
su cauce.
Cuando escribo esto me viene a la
memoria una ocasión en la que estuve merodeando por éstas vallas. Era la época
de la Transición, cuando las verbenas populares se desbordaban por cada
esquina. En una tómbola de esas fiestas nos tocó un conejo y el problema se
planteó al llegar a casa ¿ qué hacer con el animal en un piso de Madrid?
Matarlo, despellejarlo y echarlo a la cazuela era impensable, tanto por
problemas logísticos como por herir profundamente algunas sensibilidades. Lo
mantuvimos, o soportamos, como buenamente pudimos durante unos días hasta
alcanzar una solución de consenso: darle libertad en el Monte de El Pardo. Así
hicimos pacificando alguna conciencia aún a sabiendas de que dejábamos al pobre
bicho a merced del primer depredador. Eso sí, tranquilos por saber que al menos
desde el Valle de los Caídos no lo iban a cazar.
Si esta acción supuso algún riesgo
para el ecosistema espero que, después de casi cuarenta años, haya prescrito.
Una vez atisbados esos horizontes,
vetados a los ciudadanos de a pie, regresamos a la plaza del pueblo. A pesar de
lo avanzado del mediodía, en El Pardo, como corresponde a una de esas mañanas
alejadas del fin de semana, el tiempo continuaba detenido. Eran escasos los
vecinos, la mayoría jubilados, y menos los visitantes que paseaban por allí.
El pueblo de El Pardo, englobado en
el Distrito Fuencarral-El Pardo, es el único núcleo urbano de las afueras de
Madrid que ha permanecido a salvo de la
especulación urbanística que asoló el país durante muchos años. Las
construcciones más recientes, bastante feas, deben datar de los años 60 del
pasado siglo y ninguna alcanza más de tres plantas. La explicación es que todo el entorno
continúa perteneciendo al Patrimonio Nacional. Sin embargo en el recorrido por
el pueblo pudimos apreciar casas
anteriores de aspecto muy acogedor, adosadas de dos plantas con pequeño patio o
jardín. Recuerdan a las que existen en
algunas zonas residenciales de Londres. Lamentablemente muchas de estas casas
están vacías. Se supone que sus anteriores inquilinos funcionarios del
Patrimonio o Palacio ya han desaparecido. Todas ellas pertenecen a Patrimonio
Nacional y produce pena verlas desaprovechadas, incluso con riesgo de ruina.
Cerca, por Mingorrubio, está el
cementerio de El Pardo. En él, entre otros, están enterrados los ex-presidentes
Carrero Blanco, Arias Navarro y la esposa de Franco. Pero nuestro morbo o
curiosidad no era suficiente para llevarnos a visitar ese lugar. Además el
tiempo apremiaba para tomar el aperitivo en las tentadoras terrazas, entonces prácticamente
vacías, instaladas en la plaza bajo el arbolado. Un buen sitio para descansar y
tomar algo al resguardo del aún picajoso sol.
En El Pardo abundan los
restaurantes, también ellos anclados estéticamente en los pasados sesenta o setenta. La oferta que más abunda
son platos de caza, nada extraño teniendo como tienen la reserva a la puerta de
casa. Tal vez resultaría interesante saber quién efectúa la caza y los canales
de comercialización. También curiosidad
despierta la elevada proporción de bares y restaurantes que anuncian sidra en
sus toldos. ¿ Tendrá algo que ver con la ascendencia asturiana de
Villavicencio?
La vuelta por El Pardo tocaba a su
fin. Faltaba buscar un sitio para comer y en la toma de esa decisión logré
llevar el agua a mi molino.
Desde algún tiempo atrás tenía interés en ir a
un restaurante del que había leído y oído elogiosos comentarios. Filandón
abierto hace pocos años está en la Carretera Fuencarral- El Pardo. Al
principio, por el nombre, pensé que tenía raíces asturianas hasta descubrir que
la raíz provenía de León - también en zonas de León se celebran, o celebraban,
esas festivas reuniones -.
Este restaurante pertenece a
Pescaderías Coruñesas, la mejor o una de las mejores pescaderías de Madrid que
ya tiene otros restaurantes famosos, O`Pazo entre ellos. A pesar del nombre de
las pescaderías el propietario actual, Evaristo García, es leonés. Este hombre
llegó, recién terminada la guerra, con nueve años a Madrid para trabajar de
repartidor en las antiguas Pescaderías Coruñesas y pronto, en los años
cincuenta, se hizo con el negocio. Del espíritu trabajador de esta persona
puedo apuntar un pequeño detalle; un día de las últimas navidades me pasé por
la tienda, ahora en Juan Montalvo al lado de Reina Victoria, a comprar algo de
pescado y allí estaba él, ya
octogenario, colaborando con la cajera y felicitando las Pascuas a cada
uno de los clientes.
A este restaurante, como decía, se
accede por la carretera que conduce a Fuencarral después de dejar atrás las
tapias del Monte de El Pardo y atravesar los eriales de aquella parte de
Madrid. En una vaguada de ese inhóspito paraje cruzado por vías rápidas que
circunvalan la ciudad se encuentra un
pequeño oasis vegetal, antigua alquería, que ahora acoge al restaurante. Da la
impresión de un vergel en medio del desierto. Está acondicionado con gusto y
conserva detalles de las antiguas construcciones. Una de ellas tiene techo
vegetal, un guiño a las pallozas de las que se habló aquí recientemente. Lo
rústico y lo vanguardista conviven en acertada fusión. Los salones son
espaciosos y las terrazas, bajo el arbolado que tamiza los rayos de sol,
resultan muy agradables. Dispone, muy oportuno, de un recinto para juegos
infantiles. Éstos, al saciarse antes y ser más inquietos, pueden retozar allí
permitiendo terminar de comer tranquilos a los mayores.
Dejaré de hacer loas a éste lugar.
Puedo asegurar que no me ofrecieron descuentos por hacerle propaganda.
Solo pretendo aportar alguna información
por si alguien recala en esa zona. Para concluir; se come muy bien y la
relación precio-calidad es más que aceptable
Cuando terminamos de comer era hora
de regresar a Madrid. También ahora, unos cuantos días después, ha llegado el
momento de poner punto final a éste ya interminable largo relato.
Ulpiano
Rodríguez Calvo
miércoles, 19 de noviembre de 2014
Aquel monasterio de Corias, hoy parador nacional
Pocos días después de inaugurarse el
Parador de Corias, Gonzalo Suárez Calvo, publicó en La Opinión de Zamora
(02.08.2013) un artículo con el título "Aquel monasterio de Corias, hoy
parador nacional..." Gonzalo Suárez Calvo, fue alumno de
Corias entre 1954 y 1957. Es periodista y escritor, especialista en los
problemas sociales del continente africano, con abundante obra publicada y
redactor jefe que fue de la revista Mundo Negro.
Este es un artículo que considero
interesante y entretenido por alguna anécdota que relata. Si Benjamín lo
considera interesante, que lo publique.
Inocencio Fdez. Mdez.
***
GERARDO GONZÁLEZ CALVO Casi siempre
tengo que repetirlo dos veces: «Corias de Asturias, cerca de Cangas del Narcea,
no Coria de Cáceres». En Corias hay un vetusto monasterio que acaba de
convertirse en parador nacional; se encuentra a escasos kilómetros de Cangas
del Narcea y a muy pocos metros del río Narcea. En él estuve entre 1954 y 1957
cursando los tres primeros años de latín, cuando era una escuela apostólica o
seminario regentado por los dominicos de la provincia de España. Volví a
visitarlo a principios de los años ochenta con dos compañeros de seminario, el
vallisoletano Jesús Alcalde, profesor en la madrileña facultad de Ciencias de
la Información, y Jesús Torbado, periodista leonés y novelista, que había sido
galardonado con el premio Planeta en 1976.
El monasterio estaba entonces
prácticamente deshabitado; solo había en él tres frailes dominicos; uno de
ellos, el padre Felipe Lanz Yoldi, nos había puesto clases de francés y de literatura.
Evocamos el barullo de los más de 300 seminaristas alborotando por los
claustros y los tres campos de fútbol. Y, sobre todo, el guirigay que se
formaba al bajar unas escaleras de madera añeja con los pasamanos bruñidos por
miles de manos como las nuestras. Hubo un momento embarazoso con el padre
Felipe Lanz. Me preguntó al lado de una de las arcadas de los claustros a qué
me dedicaba y le dije que era periodista y redactor-jefe de la revista «Mundo
Negro». «Supongo, me dijo, que no serás como ese ingrato de Torbado, que ha
puesto a los dominicos a caer de un burro después de que le ayudaran tanto,
después de abandonar el convento». Torbado estaba a mi lado, pero el padre
Felipe no lo reconoció; el novelista se limitó a dar una calada más honda a un
cigarrillo.
Visitamos la iglesia con su majestuoso
altar barroco, con bajorrelieves que cuentan la historia del monasterio,
levantado en el siglo XI y ocupado por monjes benedictinos. Dicen las crónicas
que entre los siglos XII y XIII alcanzó su máximo esplendor con inmensas
posesiones de los monjes en la mayor parte del occidente de Asturias e incluso
de la vecina provincia de León. Nosotros entonces no teníamos más que algunas
nociones vagas del castillo de Piñolo. Aún se encontraba en la iglesia un antiguo
órgano de tubos, donde dos de los hermanos Castaño -Pepe Domingo y otro, de
cuyo nombre no logro acordarme- aprendieron a tocar alguna cantata de Bach.
Corias era entonces un pequeño pueblo con
escasa actividad. Los domingos iba mucha gente de Cangas del Narcea a oír misa
en la iglesia del monasterio. Los seminaristas salíamos juntos de tanto en
tanto a dar un paseo junto al río Narcea, festoneado de castaños y avellanos.
Una vez al año, íbamos durante el verano en varios camiones al puerto de Leitariegos,
ya en el municipio leonés de Villablino. Durante el trayecto animábamos al
conductor a acelerar y le recordábamos chillonamente que con el vino se
engrasan las bielas, según la canción de marras. Había en Leitariegos una gran
laguna, en la que nos bañábamos antes de comer al aire libre y de la que muchos
salíamos con las piernas peladas de insaciables sanguijuelas.
El paraje de Corias era magnífico y
espectacular para un chico de la llanura zamorana como yo. Allí vi por primera
vez arar a una mujer con unas vacas rojizas y menudas. Los carros eran pequeños
y tenían ruedas de madera, como los sanabreses. En los prados abundaban los
almiares de heno. Había entonces muchos en los montes adyacentes cerezos y
manzanos y algunas viñas con cepas raquíticas, en comparación con las que había
visto en Pajares de la Lampreana.
Supongo que ahora el antiguo monasterio
de Corias atraerá a muchos asturianos y leoneses. Quienes vayan, podrán
disfrutar, sobre todo en la época estival, de las aguas frescas del río Narcea,
donde abundan las truchas, los salmones y las anguilas. Había en este río un
remanso que llamaban El Chandeu. Jesús Alcalde y Jesús Torbado se bañaron en
él. Después nos dirigimos a Tineo. Degustamos en Villanueva de Sorribas unas
truchas exquisitas recién pescadas en el mismo río Narcea, que discurre por
allí más angosto y turbulento, pero con aguas limpísimas.
¡Quién nos iba a decir que nuestra vieja
escuela apostólica se iba a convertir en un parador nacional! Primero fueron
los castillos semiderruidos, como el castillo de la Mota en Benavente, cuando
Manuel Fraga Iribarne fue ministro de Información y Turismo. Ahora le toca el
turno a los seminarios,
conventos y monasterios, que se convierten en hoteles,
como pasó hace años con el seminario verbita de Coreses, o en parador nacional,
como el monasterio de Corias. Quienes puedan y quieran, que lo saboreen.
lunes, 17 de noviembre de 2014
SINDO, MEMORIAS DE UN CABALLO (II)
A
hora tan temprana se evitaba tener que responder a la pregunta de “¿A dónde
vas?” No era fácil explicar a nadie que tu plan era ir a ninguna parte
concreta, que tu plan era tan atípico que no tenía destino para un viaje, solo
iba a caminar y ver. Nadie podría entenderlo en la España de aquella época.
A
los tres días de rodar por la vertiente de la carretera leonesa hacia el sur,
llegaron a las proximidades de León. Según habían convenido, no entrarían a
visitar las ciudades grandes, las bordearía y se detendría solamente en pueblos
medianos y pequeños donde sería más factible dejar durante algún tiempo a Sindo
y al perro, solos. Así pues, tomó la carretera que conduce de León a Benavente.
Pronto se percató Ramón de que estaba ante una diferencia fundamental de
aquella con su tierra. En su tierra, la mirada choca a poco de salir contra la
ladera de la montaña próxima y no tiene apenas recorrido. Aquí, en Castilla y
León la mirada salía de sus ojos y sin
obstáculo se iba al infinito, se iba hasta la lejanía, llegando a caer en una
parte de la tierra que era ya casi una parte del cielo.
Pronto,
se percató también, de que al contrario que en su tierra, las gentes, no vivían
en el campo, sino reunidos en grandes poblachones. Por lo visto, aquí, el campo
es sitio para el trabajo, pero no para el descanso ni para el ocio.
En
Asturias, el campo acoge amorosamente a toda la vida del hombre. El campo es
para trabajar, para vivir, para soñar, para todo. Aparece el campo totalmente
salpicado de aldeítas y casas solitarias donde el hombre vive y sueña.
En
Asturias el campo atrae, en Castilla el campo repele y el hombre, tras
trabajar, regresa a su pueblo a descansar. Es así como se generan en Castilla
esos grandes espacios que median entre pueblo y pueblo, esa enorme soledad que
hay en el campo castellano. Sería interesante buscar una causa histórica que
provocó siglos atrás, este tipo de habitáculo humano. Por lo pronto, quizás
tendríamos que retrotraernos a los duros tiempos de la Reconquista, a los
setecientos años de pelea contra el invasor musulmán al amparo de un castillo o
de una iglesia con el fin de salvar su vida.
Según
Ortega, el español medieval, vivía con una mano en el arado y la otra en la
espada, tan presto al trabajo como a la lucha. Esas iglesias enormes, con una
torre cuadrangular descomunal que se elevaban sobre los pueblos, por toda
Castilla son el retrato exacto de una manera de vivir.
La
Reconquista no supuso dos únicos movimientos, uno, el avance musulmán hacía el
norte y otro, el avance cristiano hacia el sur, en los setecientos años que
duró, muchas poblaciones pasaron sucesivamente a poder de unos y otros según
avanzaban los siglos, una misma población fue varias veces propiedad de
musulmanes y de cristianos. Esto significaba que la vida era un sin vivir, una
perpetua vigilia estando siempre prestos a recibir un contraataque del enemigo,
viajando por Castilla quedan señales de este fenómeno. Las torres de las
iglesias, las pequeñas fortificaciones de los que aún quedan restos en alguno
de los oteros, eran las atalayas desde las que se vigilaba constantemente para
prevenir un ataque por sorpresa, era por otra parte necesario que nada
obstaculizara la visualización de grandes distancias y, en ese sentido convenía
despejar el campo de árboles a efectos de que el enemigo pudiera ser detectado
cuando aún estaba muy lejos.
Los
encargados, tenían que, ellos a su vez alertar al pueblo con la consigna que
todos conocían y avisar a otras localidades lejanas por el mismo procedimiento
por el que ellos habían recibido la noticia. Esto es, encendiendo una hoguera
en la sumidad de la torre o en lo alto de la atalaya del otero. Así, la noticia
del ataque enemigo podía recorrer toda Castilla en menos de media hora:
de torre en torre, de otero en otero, de hoguera en hoguera. La contraseña
convenida para alertar a los vecinos era gritar “VIVA LA VIRGEN”, esta consigna
gritada por todo el pueblo alertaba incluso a los que estaban fuera del recinto
de las murallas y todo se pondría a buen recaudo dentro de ellas.
No
se lo crean, me refiero a que no se crean ustedes que la Reconquista fue una
larga serie de batallas sangrientas, de resistencias heroicas, y de episodios
épicos, en realidad, lo épico ocupó una mínima parte de los 700 años, la verdad
es muy otra.
Cuando
el pueblo estaba instalado en la paz y prosperidad de cien años, era poco
proclive a ofrecer una resistencia ante el enemigo, que acababa destruyendo su
vida y sus bienes. Lo más normal era que llegado el caso de no poder hacer
frente al enemigo, casi se le invitaba a pasar. A fin de cuentas la ocupación
tenía mucho de simbólico, porque las pruebas que pasaban a poder del enemigo,
sabían de sobra que este les iba a permitir seguir en sus casas, oficios e
iglesias o en sus campos, con la única salvedad de que tenían que pagar una
cuota anual al ocupante. Este pacto que se establecía con el enemigo dio origen
al dicho “Hay que pagar el pato”, no hace referencia a ningún palmípedo sino
que es una palabra deformada de “PACTO”.
No
quiero escandalizar, ni desilusionar a los que creen que nuestra historia está jalonada por un sinfín
de heroicidades. Una cosa es lo que nos contaban de pequeños y otra la
realidad, aunque tengo que reconocer que el pueblo español, ha sido durante su
historia más proclive a lo heroico que a lo lírico.
Francia,
por el contrario es un país, que ha tenido mucho más sentido práctico que
nosotros. Cuando el ejército nazi, llegó a sus fronteras, los franceses le
hicieron una reverencia como la que se hace a alguien para que pase antes de
nosotros. Prácticamente les dijeron “Pasen, pasen”, no destruyan nada y no
hagan demasiado ruido y los alemanes cruzaron desde la Alsacia hasta los
Pirineos en poco más de una semana ¿Qué es irónico y cobarde?, en efecto, lo
es, pero tenemos que reconocer que también es enormemente práctico. Los
invadidos siempre parten de la convicción de que el invasor estará en el
domicilio del invadido por un tiempo corto. Mejor que no destruya nada y, así
la reconstrucción será muy barata. Cuando los vascos se pusieron de parte de
los republicanos en la guerra civil española hicieron algo muy parecido a lo
francés. Cuando vieron que podían evitar la entrada del ejército de Franco que
estaba en sus fronteras mandaron secretos emisarios, para indicarle al ejército
invasor por donde entrar con más facilidad y sin daño alguno.
Los
heroicos gudaris o soldados vascos, no movieron un dedo para evitar la invasión
y quedaron a salvo toda la infraestructura industrial, viaria y arquitectónica
del País Vasco, como compensación hay que inventar hechos heroicos contra un
enemigo que nunca tuvieron. Los franceses cobardes y cínicos, pero prácticos,
tuvieron que inventar después cuando se vieron libres, los hechos heroicos de
una RESISTENCIA prácticamente inexistente y ficticia.
No
es de temer un pueblo instalado en la comodidad y la hartura, la buena vida, es
de temer un pueblo que no tiene nada que perder y que está dispuesto a morir,
precisamente porque nada tiene que perder.
De
camino hacia Benavente, se paró Ramón en un pueblo llamado Villaquejida, tenía
por norma parar en la entrada o la salida de los pueblos y debidamente
aparcados dejar que descansase Sindo y que aprovechase para comer algo. Es
entonces cuando se iniciaba el turno del perro, Jass, el cual tenía asumido que
nadie podía acercarse ni al carro ni al caballo, propiedad de su amo, en
Villaquejida quiso comprar pan, le recomendaron una panadería concreta. Allí
adquirió una hogaza enorme y redonda que fue su primer contacto con un tipo de
pan que él desconocía, un pan que era un gozo para la vista y el paladar. Tanto
disfrutó comiéndolo que quiso hacer partícipe de ello a Sindo, que para sus
adentros juró por todos sus antepasados equinos, que no había probado algo tan
rico en toda su vida. Aún hoy, pasados tantos años, es posible degustar un pan
igual en este pueblo leonés.
Las
rectas infinitas por la que circulaba sin apenas tráfico, le permitieron
centrarse en la lectura de aquellas novelas, que bajo pseudónimos, tenían todas
un mismo padre, Marcial Lafuente
Estefanía. En todas ellas reiteraba el protagonismo de un tipo joven, agraciado
y tan rápido con el arma, que en la página quince, ya había liquidado a media
docena de contrincantes y a todos de un certero disparo entre ceja y ceja.
También, en todos aparecía el Saloon, la mocina cantante, el sheriff de dudosa
reputación etc…
Benavente
le pareció un pueblo excesivamente grande para entrar y bordeándolo se dirigió
hacia el sur por una carretera de infinitas rectas que en aquella época siempre
estaba flanqueada por dos hileras de chopos. El chopo es siempre el árbol fiel
a toda la meseta castellana y leonesa.
Al
atardecer del sexto día de viaje, se detuvo en un pueblo llamado Villafáfila
que da nombre también a unas lagunas.
En
esta localidad tuvo Ramón una experiencia que le fue muy valiosa para el resto
del viaje. En el bar del pueblo y, a la hora de despedirse, preguntó al dueño
del bar, en voz alta: “Oiga ¿A qué distancia
queda el próximo pueblo?”.
-
Depende
de hacia donde vaya. Dijo el interpelado.
-
Bueno,
yo no voy a ninguna parte concreta.
Esta
respuesta sonó tan sin sentido, tan rara, que todos los clientes del bar se
quedaron mirándole, asombrados ¿Cómo es que aquel individuo no iba a ninguna
parte?
Los
que estaban jugando al tute cerraron el abanico de naipes y lo depositaron
sobre la mesa, pues aquel asunto prometía.
-
Bueno,
es que yo voy de turista a conocer cosas que nunca he visto. Solo pretendo
encaminarme hacia el Sur.
Entonces
le indicaron que tomase la carretera hacia Zamora y que podría parar en Cebrián
de Castro. Tuvo que detenerse otra larga hora en el bar, pues todos querían
saber de dónde venía, a qué se dedicaba, y el por qué de su viaje.
Cuando dijo
que estaba retirado de la mina, la curiosidad se encendió todavía más. Ramón contestó
complacido a todas sus preguntas.
A la
mañana siguiente cuando se disponía a reemprender el viaje, llegó un chiquillo
con un buen trozo de queso en la mano y se lo entregó a Ramón de parte de su
padre.
Ramón,
que había prometido una dieta de jamón, pan y vino, durante todo el viaje, tuvo
que aceptarlo y rendirse a lo inevitable. Aquel queso de oveja tenía que estar
buenísimo y estaba dispuesto a delinquir faltando a la dieta prometida. El
truco de preguntar en los bares cuál era el siguiente pueblo, le reportaba un
plus inesperado. Atraía sobre sí, la atención de todo el mundo y, como pudo
comprobar en etapas sucesivas, le servía para que alguno más arrogante que los
demás le proveyera de algún suplemento alimenticio. Hubo pueblos en los que
aparecía por el carro algún chiquillo con alguna tartera conteniendo algo de
comer. “Le traigo esto de parte de mi padre” decía el chicuelo, “que se lo dejó
usted olvidado en el bar, y que me devuelva la tartera”, era una sopa, una
ración de liebre guisada y mil otras cosas. Decididamente el viaje, en lo que
respecta a la dieta fue un fracaso, pero una bendición para nuestro turista.
Mientras
circulaba por la provincia de Salamanca, releyó las notas del programa de viaje
y vio que el cura había indicado que no dejase de visitar un pueblo de
Salamanca llamado La Alberca.
Dejando
a un lado la ciudad de Salamanca se encaminó un poco hacia el oeste para
orientarse en dirección a la Sierra de Salamanca. Por una carretera bordeada
por grandes dehesas pudo ver cientos de toros bravos pastando pacíficamente.
Como a 30 kilómetros de Salamanca decidió hacer noche en las afueras de
Tamames. Normalmente solía recorrer entre 35 y 30 kilómetros cada día,
empezando a las 10 de la mañana, para a partir de las cuatro elegir el pueblo más
adecuado para pasar la noche.
En
las afueras de Tamames había un soto muy adecuado para acampar. Las varas del
carro quedaban apoyadas en unas horquillas que, una en cada vara, mantenían el
carro en posición horizontal. Soltó a Sindo para que pastara algo y se adentró
en el pueblo para encontrar a alguien con quien charlar hasta el anochecer.
Como
en todos los pueblos, entró en un bar donde en seguida puso en marcha su buen
hacer y pasó unas horas de amena tertulia. Cuando quiso volver al soto donde
estaban Sindo y Jass estaba ya anochecido y le sorprendió al llegar que
allí había ocurrido algo raro. Por lo pronto, Sindo estaba aculado contra el
carro y el Jass a unos metros miraba fijamente a lo que parecía otro carro y un
fuego. La compenetración que tenían los tres protagonistas de esta historia era
tal que, todos sus movimientos y reacciones eran siempre iguales y provisionales.
Si acaso uno modificaba en algo su conducta habitual los otros dos lo
detectaban en el acto.
No era normal que el caballo estuviera en aquella
posición, pegado al carro. Y tampoco era normal que el Jass no corriera a
recibir a su dueño y festejar su llegada.
Es más, el perro con la vista clavada en el otro carro y su gente no
hizo caso de Ramón y siguió mirando para el otro carro en actitud, claramente
tensa. Evidentemente Ramón se percató de que allí había ocurrido algo anormal y
tras tranquilizar al Jass se dirigió a donde parecía haber varias personas en
torno a un fuego.
- Hola, buenas noches.
- Buenas. Contestaron todos.
- ¿Qué es lo que ha pasado aquí? Preguntó.
- Ná, no pasó ná. Contestaron.
- Hombre, mi perro tiene algún problema
con vosotros. Eso está claro.
Argumentó Ramón ¿Vosotros sois gitanos? Preguntó.
- Zí Zeñó.
- Bueno pues vamos a tener la fiesta en paz. Este
perro es un bendito,
pero como alguien trate de tocar algo de lo mío,
se transforma en una
fiera peligrosa ¿Buscabais algo en el carro?
- No, no Zeñó.
- Bueno, más vale. Venga a dormir en paz.
- Hola, buenas noches.
- Buenas. Contestaron todos.
- ¿Qué es lo que ha pasado aquí? Preguntó.
- Ná, no pasó ná. Contestaron.
- Hombre, mi perro tiene algún problema
con vosotros. Eso está claro.
Argumentó Ramón ¿Vosotros sois gitanos? Preguntó.
- Zí Zeñó.
- Bueno pues vamos a tener la fiesta en paz. Este
perro es un bendito,
pero como alguien trate de tocar algo de lo mío,
se transforma en una
fiera peligrosa ¿Buscabais algo en el carro?
- No, no Zeñó.
- Bueno, más vale. Venga a dormir en paz.
Lo
del Jass era otro asunto digno de mención. El Jass había venido al mundo ya
programado, como todo perro, con una única misión: amar a su dueño y defender
sus cosas. El perro adora a su dueño, le ama y siempre fiel, no espera otra
retribución que una pizca de cariño. El perro no es como el gato que no ama al
dueño, sino a la casa. El gato ama el confort, el rincón grato pero no le
importa quién se lo proporciona. Sin ninguna incomodidad cambia un dueño por
otro dueño y una casa por otra casa. Si caza ratones no es para limpiar de
roedores la propiedad de su amo, es, simplemente que por instinto le divierte
hacerlo. El gato considera que bastante regalo nos hace con su presencia. El
perro se ignora a sí mismo y todo él viene referido a un solo fin, admirar a su
dueño y amarle.
Este
trío de personajes, deambulando día tras día, sin sentido, creaban una sinergia
perfecta. Cada uno sabía perfectamente lo que tenía que aportar al grupo y en
este sentido todo era fácil, previsible y eficaz.
Dejaron
Tamames, dirección oeste, hacía las diez de la mañana. Los gitanos ya habían
desaparecido, Ramón, consultó su mapa y decidió hacer una escala antes de La
Alberca.
Fue
dejando atrás varios pueblos de poca entidad y a eso de la tres de la tarde
llegó a Villanueva del Conde que consideró más adecuado a sus propósitos.
Aparcó, como de costumbre, esta vez a la salida del pueblo y retrocedió para
comprar algo de pan bregado típico de la zona que era una delicia al paladar.
Lo compró, rellenó la bota de vino en un bar y volvió al campamento donde le
esperaban Sindo y Jass. Allí dio cumplida cuenta de unas estupendas lonchas de
jamón y un gran trozo de oloroso queso de oveja. Se sentía feliz. Nunca había
imaginado que la vida pudiera ser tan alegre, despreocupada e interesante como
lo que estaba viviendo. Rodar kilómetros, soñar pacíficamente en noches luminosas,
comer cuando le apetecía, conocer gente. Todo era mucho más encantador de lo
que él se había imaginado. Al atardecer, se adentró por las callejuelas del
pueblo, y fue a recalar, como de costumbre en un bar. Allí, esgrimió el mismo
truco de otros bares, o sea, decir que no sabía a dónde iba. Los ocho o diez
parroquianos que ahí había, enseguida picaron en el anzuelo y lo dejaron todo
para averiguar quién era ese extraño individuo que aparecía por el pueblo.
Todos preguntaron algo a excepción de un hombre joven, Ramón, enseguida se dio cuenta de que era un retrasado mental. A él se dirigió Ramón, queriendo saber su nombre “Yo, yo, yo Perico”. “Hombre, Perico, seguro que aquí en este pueblo el que más manda eres tú”. Dijo Ramón. Todos se rieron y Perico se sintió halagado porque alguien le considerara importante.
Todos preguntaron algo a excepción de un hombre joven, Ramón, enseguida se dio cuenta de que era un retrasado mental. A él se dirigió Ramón, queriendo saber su nombre “Yo, yo, yo Perico”. “Hombre, Perico, seguro que aquí en este pueblo el que más manda eres tú”. Dijo Ramón. Todos se rieron y Perico se sintió halagado porque alguien le considerara importante.
Ya
entrada la noche, se fue Ramón a descansar y, al día siguiente, oyó un ligero
alboroto, hacia las nueve de la mañana. Quiso saber de qué se trataba y apartó
la lona que le impedía ver. Se quedó descolocado por completo. Allí venía el
Perico tirando de una cuerda atada a una de las patas delanteras de un cerdo.
Todo
el mundo sabe que hacer caminar a un cerdo cuando no quiere, es de las tareas
rayanas en lo imposible. Es preferible llevar una vaca en brazos varios
kilómetros que hacer caminar a un cerdo veinte metros. Cuando al fin se
aproximó al carro…
(CONTINUARÁ…)
Pepe
Morán. Dominico-ex
sábado, 15 de noviembre de 2014
¡FUEGO!
“Al español, cuando
escasea el pan, lo primero que se le ocurre es pegar fuego a las panaderías. En
España de cada diez cabezas, una piensa y los otras nueve embisten”. “Es
español, el que, para su desgracia no puede ser otra cosa”.
La primera de las frases pertenece a Ortega y Gasset y fue
escrita hace casi un siglo. Nadie duda, de que Ortega ha sido el intelectual
más prestigioso que ha dado España en los últimos doscientos años. Libros como
“La Rebelión de las masas” han sido traducidos a casi todos los idiomas del
mundo. Ortega no era precisamente un hombre indocumentado y tampoco era un
fanático de nada.
Yo admito que las frases citadas, son una caricatura, solo
una caricatura, pero una caricatura al fin y al cabo. La caricatura siempre
refleja los rasgos fundamentales de la realidad. Quiero decir que esa querencia
al incendio seguramente es consustancial con nuestra idiosincrasia, con
nuestros genes, con nuestro ADN.
Desde el año 1836 al 1936, España fue una continua hoguera:
tuvimos cuatro guerras civiles, cuatro jefes del gobierno asesinados, un
intento de asesinar al Rey, dos repúblicas, varias intentonas de golpe militar,
más analfabetos en 1900 que en 1800 etc, etc…
Yo, inocente de mi, creí que, definitivamente, toda esta
triste realidad era algo del pasado. Pero no. Lo llevamos en la sangre, no hay
modo de evitarlo. Desde el advenimiento de la democracia hasta hoy, creíamos
vivir la realidad de lo que significan las palabras: libertad, democracia,
partidos políticos, sindicalismo, progreso, etc…
Las palabras, todas estas palabras, no significan nada
concreto, es puro nominalismo. Esas palabras son vividas en su plenitud y
llenas de su mejor definición o son un puro engaño. Justicia, división de
poderes, estado de derecho, etc, pueden
ser una simple burla o algo a un tiempo maravilloso e imprescindible en un
país.
Confieso mi decepción, que comparten conmigo multitud de españoles,
tristemente una dolorosa realidad.
Debe de ser que los hispanos, para su desgracia, tienen una
irremediable vocación de incendiarios. La historia de España y la historia de
los países Iberoamericanos es un continuo desfile de despropósitos, de
alucinaciones, de adhesión a utopías baratas.
La utopía es por definición, algo irrefutable. Lo malo que
tienen las utopías es que, como las pistolas, las carga el diablo (comunismo y
nazismo).
¿Cuándo si es que, alguna vez lo conseguimos nos percatemos
los españoles de que todas esas realidades que antes citaba se consiguen
siempre día a día, mes a mes, año a año y nunca son perfectas?
¿Cuándo dejaremos de seguir en actitud borreguil e
irreflexiva al primer salvapatrias de mercadillo que se nos presente cuando las
cosas van mal?
Definitivamente soy pesimista. Y ya sabéis que un pesimista,
es un optimista bien informado.
Bien. Hala amigos, corramos tras el último utópico y el
último salvapatrias, cojamos la antorcha para empezar a pegar fuego a la
patria.
Pepe Morán.
Dominico-ex
viernes, 14 de noviembre de 2014
Una vuelta por El Pardo
El otoño, fiel a la cita de todos los años,
sesteaba sobre Madrid. Como un etéreo gigante alargaba indolente sus manos; con
una sujetaba lánguidamente el calor del estío mientras la otra ofrecía tenue
resistencia a la llegada del invierno frío. Nada que ver con la otra estación
del año rival suya en la disputa de las siempre efímeras bellezas. La primavera
en Madrid es una alocada doncella que, pletórica de vida y flores, parte rauda
desde el gélido frío para entregar sus encantos, pronto marchitos, al abrasador sol de verano. Todo ello en el
tiempo que dura un suspiro.
La pugna se repite año tras año; la
primavera, lujuriosa, alarga los días, el otoño, recatado, los recoge
Aunque ambas estaciones resultan igual de
gratas, tal vez sienta predilección por esta última, magnífica para disfrutar
de cualquier lugar en el que uno se encuentre. Las retinas conservan prendidas
imágenes de paisajes cuyo recuerdo siempre invita a volver.
En los alrededores de Madrid, por los
cuatro puntos cardinales, abundan los rincones llamando a perderse en ellos.
Además de los propios madrileños, no por tantas veces desconocidos menos
impactantes, están al alcance de la mano los campos castellanos. Campos pálidos
de rastrojos ociosos en espera de simiente para hacer germinar el trigo
haciendo vivo contraste con los tonos ocres de las tierras recién desveladas
por la reja de un arado. Por las riveras, en otoño, llamaradas amarillas
devoran el verdor de las alamedas.
Sin embargo, debo admitir, existe un lugar
a las mismas puertas de Madrid que nunca, en ninguna de las estaciones, fue
santo de mí devoción. Escasas fueron, en los cincuenta años que llevo viviendo
en esta ciudad, las veces que estuve allí. Me refiero a El Pardo.
Cierto que recién llegado de Asturias solía,
en verano, ir algunos fines de semana a sus inmediaciones, a las piscinas del
Parque Sindical- también llamado entonces en castiza resistencia al Régimen “el
charco del obrero”- para darme un chapuzón, o, en contadas ocasiones, a las más
elitistas, en aquellos años, piscinas de Somontes con el mismo fin. Este último
complejo deportivo comparte acceso desde la carretera de El Pardo con del
Palacio de la Zarzuela, residencia oficial de los Reyes. Solo el primer tramo
de acceso es compartido, después el Manzanares y muchas cosas más los separan.
Con
posterioridad a aquellas andanzas acuáticas solo me aventuré por El Pardo para
dar algún paseo por las zonas libres del Monte, o por compromiso con compañeros
de trabajo, a comer o tomar algo, casi siempre en la terraza de El Cristo. Por
cierto quienes la llevaban, no sé si ahora la llevan, eran asturianos, de la
zona de Cangas y parientes de familiares míos.
En esas contadas ocasiones siempre procuraba pasar de largo ante
Palacio,como mucho mirando hacia él solo de reojo. Incluso años después de la
muerte y posterior desalojo de los allegados del infausto inquilino.
Hasta este otoño en el que, al fin,
despojado de escrúpulos y con ánimo
dispuesto decidí visitar el Palacio de El Pardo. Un lugar que durante largos años
concitó oleadas de temor o veneración.
Era un radiante día de mitad de semana el
elegido. Buena ocasión para cerrar una de las más inquietantes puertas de un ya
imposible retorno al pasado.
El pueblo de El Pardo, - se suele
llamar así aunque desde hace muchos años forma parte de Madrid - a pesar de las
horas transcurridas desde que la noche había sido rasgada por el día, permanecía
bajo el quedo silencio de pueblo dormido, y, al acceder al recinto, se recibía
una primera y agradable impresión por la limpieza y cuidado de accesos y
jardines, algo inusual en los últimos tiempos por Madrid y sus alrededores,
incluida la zona abierta al público del cercano Monte de El Pardo. Brigadas de
trabajadores recortaban setos, podaban y recogían hojas y ramas.
No
parece, sin embargo, resultar muy atractivo este Palacio para turistas y
madrileños en general; éramos solo cuatro los que esperamos para entrar y
cuatro fuimos los visitantes.
Las visitas, previo pago de la
correspondiente entrada - 9€ la normal y 4 la reducida- son acompañadas. En
nuestro caso por una guía eficaz y
sobria que relataba las vicisitudes del lugar ciñéndose a la historia y huyendo
de anécdotas folclóricas, tan usuales en otros lugares visitados.
El
Palacio de El Pardo, aunque sea más conocido por haber alojado a Franco durante
35 años, atesora más de seis siglos de historia. Su origen estuvo en un pabellón
de caza mandado construir por el rey Enrique III a comienzos del siglo XV.
Sobre ese pabellón, a mediados del XVI, Carlos I y su hijo Felipe II hicieron levantar el llamado Palacio de los
Austrias, a él corresponde el primer patio. Posteriormente por mandato de
Carlos III - en su empeño por trasladar reflejos de Versalles a sus Reinos,
testigo es Caserta y otras múltiples edificaciones - se edificó el Palacio de
los Borbones, en él tiene cabida un segundo patio. Ambas construcciones,
formando un mismo cuerpo, es lo que se conoce por el Palacio de El Pardo.
La visita comienza en el patio de los
Austrias. Los dos espaciosos patios fueron cubiertos no hace muchos años por
una burbuja de cristal térmico y en la actualidad son utilizados para celebrar
banquetes de alto nivel. Por regla general el de los Austrias es utilizado para
la recepción de invitados y en el de los Borbones se instalan las mesas dónde sirven el ágape. Uno de los banquetes más
sonados de los últimos años tuvo lugar con motivo de la petición de mano de la
futura reina Leticia por el entonces príncipe Felipe. Según la prensa dada la
numerosa afluencia de invitados fue necesario montar mesas en los dos patios.
Eran los dulces años de bonanza económica y
barra libre.
Se asciende a la planta superior de los
Austrias por una amplia escalinata. Del mobiliario y obras de arte originales
quedan escasos vestigios. En el año 1604
un pavoroso incendio destruyó todo el interior. Sí se conservan, en uno
de los techos, valiosos frescos, obra de Gaspar Becerra. También se salvó la
pintura de Tiziano “La Venus de El Pardo” Cuentan que Felipe III al ser
informado de esto había exclamado: Si se salvó ese cuadro lo demás no importa.
Este valioso cuadro tiene una tortuosa y
ajetreada historia que podría ser la trama de una novela histórica. Años después
del incendio Felipe IV lo regaló a Carlos I de Inglaterra. Después de que este
rey inglés fuera ejecutado se hizo con la pintura el cardenal Mazarino. A la
muerte de éste sus herederos se la regalaron a Luis XIV. Desde entonces,
Revolución Francesa por medio, pertenece a las colecciones francesas. Hasta
hace pocos años -fue retirado para someterlo a una compleja restauración -
compartía sala en el Louvre con La Mona Lisa de Leonardo. Está previsto que
vuelva a ser expuesto a lo largo de este año.
Las salas de los Austrias están lujosamente
equipadas con mobiliario de los siglos XVIII y XIX, sus vitrinas albergan vajillas manufacturadas por las firmas más
prestigiosas de Europa, también de La
Real Fábrica del Buen Retiro. De La Granja son las lámparas, espectaculares y
armoniosas cascadas de cristal, que cuelgan de los techos. Relojes, muchos
relojes de época, según parece a Carlos III le apasionaban aquellos
ornamentados medidores de tiempo. Valiosas pinturas de autores españoles y
flamencos y magníficos tapices colgados en las paredes. En ellas lucen espléndidos,
sin nada que envidiar a los tan afamados flamencos que allí también existen,
cinco series de tapices elaborados por La Real Fábrica de Madrid sobre cartones
de Goya. Cartones que en la actualidad se encuentran en El Prado. Goya vivió en
El Pardo, no en Palacio, buena parte de su vida.
Está prohibido hacer fotos dentro del Palacio, éstas fueron tomadas de la Red
Por las estancias de los Austrias nada
recuerda al franquismo. Su rastro solo aparece al llegar a la zona más sombría
de los Borbones. Si bien tampoco de forma muy visible. La Ley de Memoria Histórica
ha sido aplicada con rigor, con la ayuda previa me temo de su inquilina, tan conocida como mujer del
dictador como por su atracción hacia los objetos de valor. Con acierto no se
muestran fotografías, tampoco objetos personales, que pudieran incitar a un ya
minoritario culto.
A esta parte del Palacio se accede a través
de un salón ricamente decorado, antiguo comedor real. Pinturas, espejos y lámparas
de la Fábrica de la Granja adornan techos y paredes. Una larga mesa rodeada de
sillones tapizados en rojo es ahora recuerdo mudo de los Consejos de Ministros
de Franco. Era en torno a esa mesa donde se celebraban. A quienes tenemos más
de sesenta años nos basta cerrar los ojos para ver las caras, fantasmas del
pasado, de muchos de los que allí se sentaron.
Se
visitan otras dos estancias, aledañas a este salón, dedicadas a la actividad
oficial de aquel Régimen. Una, también lujosamente decorada, estaba destinada
para sala de espera de los ministros que acudían a Consejo y demás
prebostes que aguardaban audiencia. La
otra, más pequeña, era el despacho de Franco. Mirando al sillón situado tras el
imponente escritorio no resultaba difícil imaginar la figura menuda y decrépita,
a menos de dos meses de su muerte, empuñando la pluma con mano temblorosa para
estampar su firma y confirmar así otras cinco penas de muerte.
Solo dos de las habitaciones privadas de la
familia Franco, además de un vestidor con algunos uniformes del extinto
general, se ofrecen a la visita; el comedor y el dormitorio. La decoración en éstas
no es tan recargada, resulta evidente que todo lo de valor atesorado durante el largo periodo
de estancia se lo llevaron. Es perceptible la mano de la, durante aquellos años, señora de El Pardo, a sus gustos parecen corresponder las paredes forradas de seda
verdosa, las camas o el baño.
El dormitorio usado por el matrimonio
Franco-Polo dispone de dos camas gemelas - camas de orden, para dormir, no es
imaginable, menos en su edad tardía, que en ellas se celebrase algún tipo de
juego amoroso - y un amplio baño recubierto, suelo y paredes, de piedra noble
color marrón- rojizo según me parece recordar. Tanto dormitorio como baño tienen aspecto de casa
burguesa años sesenta del pasado siglo con ribetes de pretendida nobleza.
El dormitorio no tiene ventana o balcón a
los jardines exteriores, se asoma a un patio interior, el de los Borbones, y le
confiere una atmósfera un tanto sombría.
Todo
el recorrido de la visita se realiza en medio de una penumbra mitigada por luz
artificial, las contraventanas permanecen entornadas permitiendo solo el paso a
un fino rayo de luz natural. La explicación es preservar el color de los
tapices. Sin embargo esta circunstancia me recuerda algo leído en alguna parte; la extrañeza expresada
por el embajador británico después de ser recibido, la primera vez, por Franco
en este palacio después de la guerra. No comprendía que la audiencia se hubiese
celebrado con postigos cerrados y luz encendida en un luminoso día soleado. Al
embajador siempre le quedó la duda de si esa circunstancia se debía al deseo de
proteger los tapices o al temor del anfitrión a algún otro peligro exterior.
Claro que mantener los ventanales cerrados puede obedecer a una tradición
antigua. Al ser éste lugar ideal para que los reyes retozaran con sus amantes,
como parece que así era, en la medida en que fueran un poco discretos, no
siempre lo eran, tomarían unas mínimas precauciones.
Algunos de los objetos o muebles usados por el
matrimonio, no rapiñados por la familia o vendidos a un chamarilero,que
permanecen en el dormitorio llaman la atención; un televisor, tal vez en blanco
y negro, instalado dentro de un mueble con puertas y ruedas, un aparato de
radio, al parecer de largo alcance y fabricación soviética, y, sobre todo, un
mueble relicario adosado a una de las paredes dónde guardaban el brazo
incorrupto de Santa Teresa.
Ante la hornacina de la reliquia, por
fortuna ya vacía, vienen a la memoria los acosos y abusos sufridos por esa
inteligente e ilustrada mujer. Adelantada a su tiempo en opinión de documentados
historiadores. Acoso y abuso perpetrado por el mismo poder eclesiástico que
después la elevó a los altares. Acoso en vida por parte de altos dignatarios de
la Iglesia persiguiéndola con la Inquisición y tachándola de “fémina inquieta y
andariega” , entre otras peores cosas. Abuso
tras su muerte, cuando descuartizaron su cadáver para repartir las
partes del cuerpo por conventos de España y del extranjero, en un ritual mucho
más cercano al atavismo supersticioso que a una práctica religiosa civilizada.
Sin pretender entrar en camisas de once varas, y desde el respeto a las
creencias de cada cual, intuyo compleja la tarea de lograr hacer consustancial
la veneración practicada hacia un ser supremo, sobrenatural y la dispensada a
un inerte resto humano.
Contigua a ese dormitorio se encuentra una
pequeña capilla. Es la habitación donde murió Alfonso XII y que su mujer, María
Cristina, transformó en oratorio. Cuentan que Franco la utilizaba con
asiduidad.
Próximo también el Teatro de Corte de
influencia napolitana. Conserva éste gran parte de sus decorados y el palco real. Franco lo hizo habilitar para
sala de cine, dicen que solía ver dos sesiones semanales, la última a finales
de octubre de 1975, a menos de un mes de su muerte. La película, ironías de la
vida, llevaba por título el Veredicto.De sus gustos como cinéfilo circularon
abundantes, algunas jugosas, anécdotas.
Buena parte de la zona de los Borbones está en la actualidad dedicada a residencia
de Jefes de Estado extranjeros en visita oficial a España. Pocos días después
de nuestra visita se alojó allí la presidenta Bachelet. De ese área solo se
visita un espacioso salón- recibidor. Tiene apariencia un tanto suntuosa, como
un cinco estrellas al que se nota la
huella del tiempo y ya va requiriendo una remodelación para continuar dándole
ese uso.
Salimos después de echar una ojeada a la
Iglesia que se encuentra en el acceso al Palacio. Solo estaba permitido
contemplar su interior desde la entrada.
El día otoñal continuaba espléndido.
Invitaba, tras la obligada visita a La Casita del Príncipe, a adentrarse por la
zona abierta al público del Monte de El Pardo para atisbar, aunque fuera de lejos,
la riqueza de flora y fauna que atesora, también a sentarse y tomar el aperitivo en una de las soleadas
terrazas del pueblo mientras se decidía
un lugar adecuado para reponer fuerzas con la comida de mediodía.
Pero contar todo eso tendrá que esperar,
hasta aquí ya me alargué demasiado.
… ¿CONTINUARÁ?
Ulpiano Rodríguez Calvo
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