viernes, 24 de abril de 2015
UNA CURIOSIDAD CASI INFANTIL
Esta mañana durante el
recorrido habitual que hacemos por el
campo mi señora y yo, a pesar de que llevamos juntos más de cuarenta años, la
he dejado gratamente sorprendida, cosa
difícil por otro lado, y fue por mostrarle algo muy simple que, a los que nos gusta saber cosas de los árboles,
no nos sorprende demasiado porque ya lo hemos presenciado infinidad de veces.
La cosa partió al ver en
el suelo unas simples semillas de arce, plágano o pládano y se me ocurrió explicarle el por qué
tenían forma de ala. Pues bien, estas semillas llamadas sámaras van unidas a una
especie de paracaídas o ala vegetal muy fina, de
configuración muy parecida a las de algunos
insectos y también a las de ciertos artilugios
mecánicos voladores. Este tipo de semillas
las producen los arces y también
los fresnos y los olmos entre otros.
Una vez cumplidas y maduras, llegada la hora de tener que desprenderse
de las ramas y caer al suelo para su próxima germinación, no lo hacen en caída vertical simplemente atraídas por la fuerza
de la gravedad, sino que gracias a su perfil aerodinámico, nada más soltarse de la rama e iniciar la caída libre comienzan a girar como lo haría el
rotor de un helicóptero y durante el
descenso, que puede ser desde una altura mínima de unos tres-cuatro metros hasta más de diez, según la altura del árbol, cuando llegan al suelo ya han logrado distanciarse en horizontal del tronco del que provienen varios metros, eso sin que haya apenas aire; y en
el caso de que corra un poco de viento, entonces pueden alejarse bastante más metros.
La naturaleza hace
esto como uno de los muchos sistema de dispersión natural con los que cuenta, para que
las semillas no caigan todas en el mismo lugar
y así se alejen del árbol
madre y entre sí también, con el fin de que cuando
germinen y salgan los nuevos árboles, no crezcan hacinados y tengan que disputarse
la luz solar y los nutrientes del suelo
entre ellos.
Para poder presenciar esto no hace falta ir al monte, simplemente en los parques donde haya de estos árboles, durante el otoño es muy frecuente el poder presenciar la caída de forma natural de estas semillas giratorias voladoras. En mi caso, como ya estábamos fuera de época para que esto se produjera, he improvisado una pequeña demostración y he
cogido una de las sámaras que había en el suelo y
la he lanzado al aire. Mi acompañanta como nunca lo había observado, se quedó medio embelesada al ver la semilla descender girando a toda
velocidad hasta aterrizar a una distancia de cuatro o cinco metros lejos de mí.
Tal fue el éxito de la prueba, que le tuve que proporcionar
dos o tres sámaras más (las de la foto) y durante un buen rato no paró de lanzarlas al aire una y otra vez para verlas bajar dando vueltas, como
si de una criatura se tratara.
Está claro que nos volvemos
como niños, pero también es cierto que lo bonito gusta a todos: a pequeños y a grandes.
B. G. G. bloguero “Prior”
lunes, 20 de abril de 2015
DE VEGA DE RENGOS A MADRID
A propósito de la agradable
entrada última de Ulpiano, en la que nos relata de una forma tan amena y con el
depurado y esmerado estilo que le
caracteriza, sobre las peripecias de su
primer viaje a Madrid, me entraron ganas de hacerle un comentario al respecto, pero me salió un tanto
extenso y aprovechando que esta temporada no andamos muy sobrantes de
género lo hago como una entrada. Pues bien, diré que mi primer traslado a la capital de
España desde Vega de Rengos, también fue
yendo de acompañante de un primo mío que tenía un camión en propiedad con otro
socio y que normalmente, hacían al menos dos viajes por semana con carbón procedente
de la mina del Patatero, ubicada en Monasterio de Hermo, con destino a las carbonerías madrileñas. Finalizado el quinto curso en Corias, cuando ya contaba con 18 años, de vez en cuando y durante las
vacaciones estivales, mi madre tenía a
bien que fuese de acompañante con el primo por esas carreteras de dios,
principalmente, para darle conversación durante la noche y así evitar en lo
posible los microsueños en el conductor.
Recuerdo que mi primer viaje lo hice con muchísima ilusión,
a pesar de que aquellos viajes eran toda una odisea pues, aunque los camiones Pegaso
ya habían mejorado bastante, en cuanto a
potencia y en cuanto a confort, en
verano hacía un calor dentro de las cabinas que achicharraba, a pesar de llevar
las ventanillas abiertas hasta el tope, y
si el camión no estaba muy nuevo y el puerto era prolongado , si no se hacía al menos una parada durante el
ascenso, podías llegar a la coronación como si acabaras de salir de una sauna. Otro
problema era el excesivo ruido, dentro de la cabina para entenderse, había que hablar a grito pelado.
En aquellos años los camiones transportaban una carga neta
aproximada entre las 12 y las 15
toneladas métricas, y una vez que el camión salía de la tolva en el cargadero de
la mina de forma inmediata se pasaba
por la báscula para obtener el peso total del vehículo recién cargado: carga
más tara. Y ese tique que se le entregaba allí era el que tenía que presentar en destino al cliente al llegar a Madrid. Pero
como los carboneros madrileños no se fiaban de lo
que le pudiera pasar a la carga durante el trayecto, en cuanto entraba el camión en los almacenes donde se acopiaba la antracita, procedían de nuevo a
pesar el camión completo y ese tonelaje era el que iba a misa y se tenía en cuenta para a la salida
pesar el camión vacío y así poder destarar y saber con exactitud el peso neto de carbón
entregado.
Se hacía este doble pesaje porque la mayoría de las veces había diferencias
notorias de kilos, hasta de más de cien,
entre ambas pesadas: la de origen en la mina y la del destino en Madrid. Esta merma se achacaba a la “evaporación”
si era verano, y si llovía al efecto de lavado del agua. Pero
la realidad era otra mucho más pícara y se debía a que, de vez en cuando, por
no decir a diario, los propios conductores descuidaban algún cesto que otro del mineral transportado para así poder juntar combustible, cara al invierno, para
calentar las cocinas de sus casas. A
veces, para que no les viesen, no les quedaba otro remedio que dejarlo metido en sacos y escondido entre la
vegetación, cerca de la carretera, para al regreso poder recogerlos, sobre
todo, si era de noche.
Este pequeño fraude era archiconocido por los carboneros
madrileños y se trataba de impedir de
varias formas, pero la más simple, ocurrente y también vulnerable si llovía
durante el trayecto, era la de espolvorear toda la cobertera de la carga con
cal a la salida de la báscula en la mina y así, si en el destino la montera del carbón no
presentaba las mismas manchas blancas, uniformemente repartidas por toda la caja, eso
era señal inequívoca de que allí habían
andado los ratones. Yo, más de una vez y más de dos, me tuve que quedar escondido
en la cama de la cabina, ocultado como si estuviera dormido, a la hora de entrar
el camión a pesar. Lo malo de esto es
que ya no me podía mover de aquel camastro en todo el tiempo que durase la
descarga, no me fuesen a ver salir, y a veces la espera superaba las dos horas pues, solo algunos modelos tenían
basculante y normalmente, la descarga la hacían tres o cuatro hombres manualmente a pala. Bien mirado, con este ridículo camuflaje que se hacía, al incluir como carbón el peso de una o dos personas, el beneficio era escaso, pero al menos eran setenta y
tantos o ciento y pico kilos que no había motivo para tener que achacárselos a la “evaporación”. Como se suele
decir: Menos da una piedra. Ahora bien, esta pueril
picardía tampoco se podía hacer en todas las carbonerías, porque las había que el encargado, era de esos del “eg que”, ya viejo y más trallado de todo que el Pupas, que se las sabía todas y lo primero que hacía nada más colocar el camión en la plataforma de la báscula
era subirse a la cabina y retirar la cortinilla de la cama por si había detrás de ella alguna
“liebre” encamada. Nos tiene contado uno de estos veteranos, que en
una ocasión él había descubierto hasta tres “liebres“ acurrucadas en el nido.
B. G. G. bloguero “Prior”
domingo, 19 de abril de 2015
PEQUEÑOS RECUERDOS
Durante los años tempranos
de la vida el futuro es una montaña de sueños con
perfiles luminosos y precisos que siempre tenemos ante nosotros, montaña que va decreciendo hasta casi desaparecer con el paso del
tiempo. Después, cuando la vida ya se despeña por una
turbulenta cascada de años, el pasado es una cordillera creciente
e imprecisa, difuminada por la neblina del tiempo, formada por recuerdos,
buenos y malos, que solo logramos escrutar al volver la vista atrás. Como en todas las cordilleras que se precien, también en la vida existen picos más altos,
sobresaliendo de entre la niebla del tiempo, que aunque más lejanos aparecen siempre más nítidos y visibles. Éstos, sean de nuestro agrado o no, con
solo mirar de reojo los tenemos presentes. Son otros los que solo aparecen
cuando la casualidad ilumina la zona sombría de esa ya
ingente cordillera de olvidos donde estaban depositados.
Esto que es obvio por sabido lo traigo aquí para justificar el porqué, en
ocasiones, rememoramos hechos acaecidos hace tiempo que creíamos nimios y perdidos.
Hace días, en plena
Semana Santa, mientras todos los barrios de Madrid se encontraban vacíos, a excepción del cogollo central donde se apiñaban turistas y otros visitantes, al pasar ante el cine Conde Duque
se iluminaron algunos recuerdos de mi
primera visita a Madrid.
El primer destello en la maltratada memoria
fue que en ese cine, entonces recién inaugurado, asistí en aquella ocasión al estreno en Madrid, Domingo de
Pascua, de la película dirigida por Richard Brooks
Dulce pájaro de juventud. Estaba catalogada por la censura del Régimen para
mayores de 18 años, con muchas erres, en el límite que
aquella moralidad estaba dispuesta tolerar. Aunque tenía 16 pude entrar sin problemas, siempre aparenté más edad, algo que entonces me parecía estupendo
y bastante menos ahora. En esa película un joven y ambicioso Paul Newman
seducía, con la esperanza de que ella le abriera el camino de la fama, a
una madura pero aún estupenda Geraldine Page. La película me
impactó. El personaje de Chance interpretado por Newman podía resultar un desafío tentador para quienes estábamos en el albor de la vida. Pocos años después pude leer la obra teatral, más dura y
descarnada, de Tennesse Williams sobre
la que estaba basada la película. Esa lectura quizá contribuyera, junto los años transcurridos, al enfriamiento de aquella tentación.
Mi hermana, Gela hacía algún tiempo que se había establecido en Madrid y estaba invitado
a pasar unos días en su casa y así conocer la capital. Era Semana Santa de
1963, vacaciones de Pascua en Corias. Unas vacaciones muy necesarias para
cargarse de ánimos y afrontar el duro tercer trimestre con los exámenes de final de curso. Sobre todo para quienes habíamos pasado los dos primeros trimestres sesteando, o atraídos por otros intereses, más que
estudiando.
El viaje a Madrid, en aquella época, para los chavales de Cangas resultaba asequible. Decenas de
camiones partían todas las semanas de Cangas transportando centenares o miles de
toneladas de carbón para alimentar las calderas que calentaban Madrid. Bastaba
ponerse de acuerdo con un familiar, amigo o conocido que hiciera esos
transportes para tener asegurada ida y
vuelta.
Uno de mis cuñados, Paco, hacía dos o tres viajes semanales llevando carbón a Madrid. Camionero desde que tenía uso de razón, antes de tener edad para sacar el carné de conducir ya había recorrido todas aquellas peligrosas pistas de tierra,
sangrantes puñaladas infligidas a las montañas vírgenes de Cangas, bajando carbón desde las
bocaminas a los lavaderos al volante de imposibles camiones comprados como
chatarra al ejército americano después de la Segunda Guerra Mundial. En uno de
aquellos viajes, en medio de un diluvio infernal, la pista se desplomó al paso del camión. Ambos terminaron en lo más profundo del barranco. Salvó la vida
después de varias operaciones y
meses de hospitalización. Las secuelas - en alguna ocasión hace referencia a ellas - persisten hasta hoy, ya próximo a cumplir ochenta años. Cuando
ocurrió el accidente yo era un niño, y él aún no estaba casado con mi hermana Amelia, pero recuerdo nítidamente al día que se produjo el accidente. Era San
Crispín, fiesta que mis abuelos maternos del Palacio de Ardaliz
celebraban reuniendo a la familia todos los años en diciembre.
Paco fue el encargado de llevarme a Madrid.
No íbamos solos, nos acompañaban, también en su
primer viaje a la capital, mi primo José del Palacio
y otro familiar nuestro, Luciano, de Regla de Naviego, que iba para quedarse y
aprender el oficio de carnicero. Años después Luciano
regresó a Cangas para abrir la carnicería situada
enfrente del Chicote. En ella trabajó hasta su jubilación hace pocos años.
Era primera hora de la tarde y llovía al salir de Limés. Después de Vallao
la lluvia se fue tornando en aguanieve. Cuando sobrepasamos las casas
solitarias y cerradas a cal y canto de Leitariegos nevaba copiosamente
cubriendo ya con un espeso manto la precaria carretera. Continuamos avanzando,
pero el camión, enorme, de tres ejes, con veinte toneladas de carbón en la caja parecía un barco en medio de una galerna de
olas blancas. Sin visibilidad y
patinando amenazaba con salirse de lo que se adivinaba como carretera. Ante
esta situación, a la altura donde actualmente se encuentran las instalaciones
de esquí, Paco decidió poner las cadenas. Costosa y arriesgada
operación que solo los camioneros obligados a realizarla conocen.
Nosotros, a pesar de su oposición, también salimos de
la cabina intentando ayudarle. La ayuda debió de ser
nula, más bien estorbo. Al final él consiguió colocar las cadenas. También
conseguimos quedar empapados hasta los huesos los cuatro.
Descendimos muy lentamente el puerto por la
vertiente leonesa. A mitad de la bajada había cesado de
nevar y la carretera estaba casi limpia por lo que detuvo el camión y procedió a quitar las cadenas. Cuando llegamos a
Caboalles estaba anocheciendo, con todas las ropas mojadas y, aunque llevábamos abundantes meriendas que nos habían puesto
nuestras madres, hambrientos. A Luciano y a José se les
ocurrió una luminosa idea. Teníamos unos parientes, con los que ellos
mantenían una relación más estrecha,
que vivían allí. Propusieron ir a visitarlos pues nos recibirían con los brazos abiertos. Así fue, nos
cambiamos de ropa mientras la mojada se secaba ante la lumbre que
chisporroteaba en la cocina y nos prepararon una opípara cena.
Sobre las once de la noche, con las ropas secas y los cuerpos satisfechos,
abandonamos Caboalles.
Al llegar a León, Paco,
planteó la conveniencia de parar y dormir un rato. Debía de estar agotado después del
accidentado paso por el puerto y tantas horas al volante, (entonces no existían tacógrafos). Con la emoción del viaje nosotros no teníamos pizca de sueño, preferíamos dar una
vuelta por la ciudad. Él se acostó en la
litera que llevan los camiones en la parte posterior de la cabina pidiéndonos que regresáramos al cabo de unas dos horas para
despertarle si aún dormía. Nos dispusimos a callejear y buscar algún lugar abierto. Pero era la una pasada y todo estaba cerrado, no
había nadie por las oscuras calles y hacía un frío que traspasaba la ropa que llevábamos
puesta. Aguantamos algo más de una hora sin saber muy bien dónde meternos. Poco después de las dos de la madrugada estábamos en el
camión intentando sacar a nuestro conductor de su reparador sueño y reemprender viaje. Aún hoy no logro imaginar el esfuerzo que tuvo que hacer para no
arrojarnos el gato a la cabeza.
Continuamos viaje. Durante ese trayecto creo
recordar haber quedado ensimismado, ajeno a la conversación de mis compañeros, en
distintos periodos. Aunque era noche cerrada, o tal vez por eso, percibía una sensación extraña de estar
viajando por el vacío. Acostumbrado a Asturias, donde incluso de noche veía o percibía la proximidad de la ladera de la montaña cerrando el horizonte, allí, en medio
de aquellas inabarcables llanuras castellanas, intuidas a través de la oscuridad, sentía
una inquietante y nueva sensación de vacío, sentimiento quizá acentuado por lo desconocido.
De
cuando en cuando en el horizonte lejano surgía una luz y
la duda de si se trataba de un nuevo pueblo. En ocasiones, en efecto, se
trataba de un pueblo dormido al que llegábamos mucho
después de haber avistado sus luces. Luces mortecinas reflejadas en los
muros de adobe envolviendo las casas con irreales mantos rojizos y
amarillentos. En otras ocasiones, después de largo
tiempo de mantener fija la mirada en una luz veíamos que ésta se separaba en dos, eran los haces de los faros de un camión que tiempo después, atronando, se cruzaba con nosotros.
Antes de llegar a Adanero comencé a percibir una línea de claridad en
el horizonte. Eran las más tempranas luces del amanecer. Poco
después, sobre las montañas que separan Segovia de Madrid, las
nubes se transformaron en un deshilachado, bermejo y rosáceo, telón de teatro. Era como si detrás de aquel telón Madrid estuviera siendo devorado por
una gigantesca hoguera que nosotros contemplábamos desde
la penumbra dormida de los campos segovianos.
Los primeros rayos de sol atravesaron el
parabrisas del camión, obligándome a entrecerrar los ojos que poco a
poco se terminaron de cerrar al quedar dormido.
Desperté cegado por
la luz. Nunca había percibido una luminosidad tan intensa, parecía que un gigante invisible había pulido y
sacado brillo a la atmósfera que nos rodeaba. Años después supe de las características luminosas atribuidas a Madrid
cuando la contaminación no consigue echarle su fatídico borrón, características espléndidas y cambiantes muy difíciles de
igualar. Dicen los entendidos que solo Velázquez logró captar en su paleta los tonos del cielo
madrileño; por eso al cielo de Madrid también se le
suele llamar velazqueño.
Bajábamos el
Puerto de los Leones. Los túneles del Guadarrama aún no estaban abiertos. Paco continuaba atento al volante, utilizando
con tino el freno eléctrico para que la pesada carga no
arrastrara al camión pendiente abajo. Echó una ojeada y me dijo: ¡vaya siesta, eh! Los otros compañeros de
viaje también estaban adormilados, pero pronto se fueron despejando.
Comenzamos a sacar las viandas que nos habían puesto en casa y sobre la marcha nos pegamos un desayuno del
que se puede decir de todo menos que fuera frugal.
Llegamos al Paseo de la Florida bien
avanzada la mañana.
Aquí debiera
continuar con el relato de algunos recuerdos de las andanzas de aquellos días por Madrid. Esta era la intención inicial,
pero al demorarme tanto con el viaje, y para no aburrir más, tanto a mi mismo como algún posible
lector, tendré
que dejarlo para otra, si se presenta, mejor ocasión.
ulpiano rodríguez calvo.
domingo, 12 de abril de 2015
NATALIA
Podría
contar innumerables equivocaciones que cometí, pero voy a relatar la más
imperdonable y que recordaré toda mi vida.
Natalia
era una mocina guapa. Sin pasarse. Era agraciada, como tantas otras de su edad.
Calculo que tendría entonces diecinueve años. Tenía un novio policía que
llamaba “mi churri”. Según me contaba.
Era
una chica agradable, delicada, dulce y muy inocente. También era buena
estudiante. La naturaleza la había dotado de un don fascinante.
A
ver si me comprendéis ¿Habéis observado el cambio que se produce casi siempre
en un rostro cuando se abre en una amplia sonrisa? Una sonrisa suele ser el
significante de buena acogida, toda sonrisa lleva en sí una carga semántica que
equivale a una cálida recepción, un puente tendido hacia lo amigable, una
predisposición a ser útil, a un trato cariñoso y cordial. El cambio que una
sonrisa provoca en el rostro le transforma por entero.
Natalia,
con cara de foto de carnet no era ni más guapa ni menos que otras muchas
chicas. Cuando sonreía su cara era una delicia.
Así
fue que un chico de su mismo curso pero en aula distinta se enamoró de ella de
forma compulsiva. El infeliz fue verla y caer automáticamente en el Síndrome de
Stendhal (Es decir quedó arrobado, atónico, hechizado) Se llama así por el
novelista francés Stendhal que al visitar la iglesia de Santa Cruz de Florencia
quedó enajenado. Los médicos consideran este síndrome como algo que puede
llegar a ser muy peligroso.
Lo
malo es que tenía aburrida a la pobre chica, y a mí:
- - Pepe
¿Viste alguna vez a una chica tan guapa?
- - No,
nunca.
Al
día siguiente.
- - Pepe
¿Te has fijado como le reluce la cara cuando sonríe?
- - Sí,
hombre, claro que me he fijado.
- - Pepe
¿Qué hago? Ni me mira…
- - Tú
no te desanimes…
Para
el colmo el pobre era alto, flaco, cargado de hombros, la cabeza, ligeramente
inclinada hacia delante siempre llegaba a todas partes medio segundo antes que
el cuerpo. Los ojos pequeños, hundidos y con los párpados caídos. En fin, una
llaga.
Los
sábados y domingos se iba al barrio de Natalia para verla al salir a por el
pan.
La
pobre estaba medio histérica.
Otro
día:
- - Pepe
¿Qué te parece que haga?
Al
fin, harto de aquello tomé la decisión equivocado.
Mira,
tú déjate de lloriqueos. Eso no les gusta a las mujeres. Tú déjate aconsejar
por mí, que de mujeres sé yo un rato (Mentira, ni las entendía entonces, ni las
entendí luego, ni las entenderé jamás)
- - Tu
lo que tienes que hacer es blablablablablablablablablablabla.
- - ¿Tú
crees? Me decía perplejo.
- - Sí
hombre, mira, blablablablablablablablablablablablablablabla.
- - Bueno,
no sé si me atreveré, decía.
- - Nada,
anímate y blablablablablablablablablablabla.
Fui
un imprudente. Os juro que no me parecía posible que tomara en serio semejante
consejo.
Pero no lo hizo.
A
los pocos días, estaba yo en la clase de la chica. Llaman a la puerta y, sin
más entra el jodido rubio enamorado, con una rosa en la mano derecha, avanza
tres pasos, hinca la rodilla derecha en el suelo, levanta la rosa y dice
“Natalia, te quiero”.
Y
salió corriendo.
Lo
que siguió fue patético. Nadie se rió y Natalia rompió a llorar de una manera
compulsiva, todo el tiempo decía lo mismo “Qué vergüenza, qué vergüenza”. Le
hice una seña a otra chica y le digo “Llévatela un rato por ahí”.
Quedé
a solas con la clase. No podía seguir dando clase. Me sentí avergonzado de mi
mismo. Aquel encanto de chica no merecía
semejante humillación. Fue tan estúpido como un grito blasfemo en medio de una
misa, como un rebuzno mientras suena la novena Sinfonía de Beethoven, como poner una babosa encima de
una rosa…
Pedí
perdón a todos por la parte de culpa que tenía. Me disculpé explicando que no
podía creer que me haría caso ante semejante disparate.
Natalia
fue noble. Me perdonó. Es más, años más tarde me invitó a su boda que celebraba
en un pueblo de Toledo (La puebla de Montalván). Fue la única boda a la que
acudí en casi cuarenta años y me habían invitado a un montón.
Está
claro que lo mío será la filosofía, la sociología, la política, la literatura… todas
menos la mujer. Sigo sin entenderlas y no estoy muy seguro de que ellas se
entiendan a sí mismas.
Pepe Morán. Dominico-ex
jueves, 9 de abril de 2015
LA TRONCA Y YO
Treinta
y tres años dando clase supone bastantes cientos de alumnos, miles de horas de
clase y no pocos incidentes. Agradables casi siempre y enojosos a veces.
Existen
antologías que recogen disparates que alumnos escribieron o dijeron de palabra
en los exámenes.
Por
mi parte quiero hacer un recuento de anécdotas simpáticas que viví en tan
largos años.
1 1.
Un
año, en Madrid, tuve un alumno de 1º de FPA que además de muy atildadito y
modosito. Era tartamudo. Yo, un día preguntaba, sucesivamente a cada uno de su
clase que qué querían ser el día de mañana. El tal tartaja me contestó muy
serio: Lololo locutor de rararadio.
2 2. Abel No sé
cuantos, era un alumno que no daba golpe, pero era muy simpático. Un día
interrumpió mi explicación en su clase. “¿Puedo decir una cosa?”. Por supuesto,
dije. “Que mi abuela es virgen”.
3. Tuve una
alumna que tenía un novio en el pueblo de sus padres, otro en Madrid, en su
barrio y un tercero en el Colegio. Además se le declaró, al profesor de
Educación Física, que estaba muy cachas.
4 4. Un día se me
presentó una madre. Venía nerviosa y muy seria. Me pidió que le aclarara que
pretendía yo de su hija. Le rogué que se explicara. La nena volvía con frecuencia
a casa tarde y algo alegre. Siempre daba la misma explicación “Estuve por ahí
con el profesor de inglés”. Señora, dígale a su
hija que le dé una explicación más creíble.
5 5.
Un
día estaba vigilando mientras hacían un examen. Eran todos de un grupo que yo
no daba clase. Se examinaban de contabilidad. Yo paseaba entre los pupitres. Me
aburría muchísimo. De esa tarea deberían encargarse unos policías municipales.
Me dio por pararme al lado de una chica que parecía estar un tanto apurada. Me
incliné levemente y le pregunté con voz queda. ¿Qué tal va eso? Contestación:
“Pues ya ves, tronco, aquí pilotando”. Solté una carcajada irreprimible. Vi su
nombre en el examen y unos días más tarde, pregunté quién era. “Bueno, me
informaron, vaya joya. No aprueba ni la Educación Física”.
Hablé
con su tutor y le pedí permiso para tomar cartas en aquel caso. Empecé a
acosarla un día sí y otro también. Un día no aguantó más y me dijo:
¡Joder,
tronco, estás más interesado en mí, que mi padre ¿Por qué no me olvidas?
Tranquila
nena, cuando apruebes, tres o cuatro asignaturas, te dejo en paz. Pero si tanto
te molesta no vuelvo a ocuparme de ti.
Bueno,
vale. Tú sigue. Pero no vas a conseguir nada.
Lo
conseguí. Terminó la FP. Al cabo de tres años me la encontré por casualidad en
la recepción de la clínica Nuestra Señora del Rosario, en Príncipe de Vergara.
Salió del cubículo acristalado donde estaba con
otra señora algo mayor y vino hacia mí.
- - Hola
tronco ¿Qué tal? Exclamó.
- - Muy
bien, tronca. Me alegro de verte. ¿Trabajas aquí?
- - Sí,
tronco, muchas horas.
- - ¿Por
qué muchas? Pregunté.
- - Porque
estoy pagando la hipoteca del piso. Que me voy a casar…
- - Ay,
tronca, tronca, siempre me pareció que tu valías mucho…
Pepe Morán. Dominico-ex
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