martes, 22 de diciembre de 2015
COMIDA DE NAVIDAD
Como viene siendo habitual entre este nutrido y hermanado grupo
de exalumnos de Corias, una vez más se
han reunido en Gijón para celebrar y dar la bienvenida a las inminentes fiestas navideñas, en compañía de Pepe Morán.
Felicidades para todos y que sigáis
reuniéndoos lo mismo el año próximo ¡¡¡FELIZ
NAVIDAD!!!
domingo, 13 de diciembre de 2015
BARCELONA (I)
Cuando el ‘veranillo de
San Martín’, perezoso, se demoraba por noviembre, impidiendo que el invierno
nos acosara con lluvias y punzantes lanzadas de frío, decidimos
ir unos días a Barcelona.
Hacía más de quince años, salvo pasar la noche en algún hotel del extrarradio, que no estaba en la capital catalana Las
noticias alarmistas del empeño independentista, amplificadas por los
medios de comunicación, alimentaban cierta expectación sobre lo que allí estaba ocurriendo.
No eran solo estas noticias, durante los últimos veinticinco años, por motivos que no vienen al caso,
hice paradas, casi siempre estancias cortas, a lo largo y ancho de Cataluña.
En ellas pude pulsar, sobre todo en ciudades
medianas y pequeñas, -desde Figueres a Vilafranca del Penedés o Montblanc- el incremento
de apoyos a la causa soberanista durante la última década. Más evidentes, cobrando mayor vigor, a
medida que se producía la desafortunada poda del Estatuto.
Resultaba difícil en los últimos años recorrer
estas ciudades en festivo o por la tarde sin encontrarse con nutridos actos o
manifestaciones de apoyo a la independencia. Cabría
preguntarse por los motivos o intereses del Gobierno para mostrarse tan ciego y
sordo ante lo que estaba ocurriendo. Pero sobre este tema ya me alargué hasta el aburrimiento en una entrada anterior.
Así pues, voy a
intentar contar algunas impresiones de este viaje, durante días renuentes al teclado del ordenador, antes de que sucumban bajo
los buenos deseos y la publicidad de campañas electorales
y fiestas de navidad.
Temprano, cuando el sol mostraba tímidamente su aura roja sobre los cerros de la Alcarria llegamos
a la estación de Atocha para tomar el Ave, ese gusano plateado que a
unos 300 Km/h lleva de Madrid a Barcelona en poco más de 2 1/2
horas. (Ciudadanos de comunidades periféricas, en
especial vascos y catalanes, están bastante indignados con la concepción radial de estos Ave en detrimento de corredores
trasversales. Ven en ella una muestra más de
centralismo, quizá
tengan razón. Quienes vivimos en Madrid somos unos
privilegiados, con la posibilidad de desplazarnos en tren a Barcelona, Málaga o Sevilla en menos de tres horas. Bastante menos lleva
trasladarse a Córdoba, Valencia, Zaragoza y otras importantes
capitales. Resulta lógico que hablar de esto en algunos
lugares, Asturias, Almería y tantos otros, que
llevan largos años en espera de un tren rápido, sea
como mentar la soga en casa del ahorcado).
Dejamos atrás Madrid y
recorrimos los sinuosos parajes alcarreños bajo el algodón tiznado de las nubes rastreras hasta
alcanzar Aragón. Solo de cuando en cuando ese grisáceo túnel desembocaba en luminosos espacios excavados por un sol
cegador.
La breve parada en Zaragoza descubre las descomunales dimensiones de la estación, gigantesca nevera en pleno invierno si es preciso deambular por
ella en espera de alguna cita. Una muestra más de las
faraónicas construcciones levantadas cuando el crédito era pólvora ajena. Pólvora ajena,
después llamada rescate bancario. El mismo que ahora, con intereses,
pagamos entre casi todos. Al menos esta estación, al
contrario de aeropuertos y tantas otras megalomanías vacías, tiene uso.
De Zaragoza parte un ramal de Ave a
Huesca. Según amigos oscenses
la llegada del Ave a Huesca obedece al empeño personal del Sr. Álvarez Cascos cuando era ministro.
Al parecer este personaje tenía
costumbre de desplazarse con frecuencia a la capital oscense con el fin
de participar en cacerías
por el Alto Aragón. Así podía viajar de Madrid a Huesca sin descender
en Zaragoza.
Que resulta cómodo puedo
dar fe por haberlo utilizado en más de una ocasión, de la
rapidez no tanto. El tren emplea casi el mismo tiempo en recorrer, los sesenta
Km de Zaragoza a Huesca, que los trescientos entre Madrid y Zaragoza. Por
algunos tramos, como el de Tardienta, la alta velocidad circula pisando huevos.
Verdad o leyenda, atribuida al Sr. Cascos,
continuamos viaje a Barcelona a través de los áridos y
semidesérticos Monegros. Solo algunos brochazos de verde delatan la
presencia de agua, llevada hasta allí por canales de riego, dando vida al
desolado paisaje. Olvidado, parece, quedó el
delirante proyecto de levantar un nuevo Las Vegas por estas tierras.
A la
altura de Fraga los campos tintados en tonos amarillos y rojizos anuncian la caída de la
hoja en los frutales, prestos ya para el letargo una vez entregada la cosecha.
Entramos en Cataluña por
tierras leridanas, y, en un soplo, alcanzamos las comarcas tarraconenses. Zonas
pobladas de vides y olivos, de buen vino y excelente aceite. Cerca quedan los
avellanares que dieron fama a Reus. También las
huertas donde, a finales de invierno y comienzo de primavera, alcanzan su punto
óptimo los calçots.
Tiernas cebolletas que, cocinadas a la brasa y mojadas en romesco, son
delicia de comensales parapetados tras un babero.
Comarcas ennoblecidas por los históricos y magníficos monasterios de Poblet y Santes
Creus. Que traen buenos recuerdos de estancias en Montblanc,
compartiendo ricas comidas y vinos del Montsant.
Poco después de dejar
atrás las altas chimeneas de un complejo petroquímico, emisoras de inquietantes penachos de humo, aparece, por la
ventanilla derecha, el mar. Aguas azules plateadas por los rayos de sol.
Durante un corto trecho, el Mediterráneo, bajo el influjo de la velocidad y
del efecto óptico, parece cabalgar sobre la verde vegetación de la orilla en vano
intento de darnos alcance. Mientras, la ventanilla izquierda, enmarca un
paisaje impresionista que parece salido de los pinceles de Regoyos. En ese
cuadro las aristas grises y azuladas de Montserrat son la cresta enhiesta de un
gallo, plácidamente dormido, que tiene por plumaje las multicolores hojas
otoñales de los viñedos del Penedés.
Las
gigantescas y grises naves del cinturón
industrial, aledañas a las abigarradas poblaciones del Baix Llobregat,
anuncian la llegada a Barcelona. Poco después el tren,
como no queriendo molestar, se sumerge en las entrañas de la
ciudad hasta detenerse en Sant.
(continúa en Barcelona II)
ulpiano rodríguez calvo
BARCELONA (II)
Desde el taxi que nos lleva al hotel la
curiosidad incita a mirar balcones y ventanas y hacer un somero recuento. Son
escasas las esteladas que cuelgan de los edificios. Nada que ver con la
profusión de ikurriñas o
pancartas de gestoras pro amnistía exhibidas, hace años, en pueblos y ciudades de Euskadi cuando el Sr. Ibarretxe
tenía un plan y la sombra de ETA todavía era alargada. Claro que estamos en el centro de Barcelona y quizá la exposición de estas enseñas en otras
zonas sea diferente, más numerosa. También cabe pensar que los catalanes, sus masivas manifestaciones por
la Diagonal ocuparon pantallas enteras y no admiten discusión, son más pudorosos con este tipo de exhibición casera.
El hotel, reservado por internet a última hora, resultaba cómodo y céntrico.
Permitía recorrer las zonas más céntricas sin
necesidad de usar transporte.
Cuando solo se dispone de cuatro días para visitar una gran ciudad, Barcelona en este caso, es
aconsejable seleccionar y priorizar las visitas. Así quedaron
descartados lugares que permanecían más frescos en
la memoria desde la última estancia: Sagrada Familia,
Parque Güell, Pedrera (Casa Milá) Puerto Olímpico, y otros.
Dos cumplidas tardes dedicadas a las casas
modernistas solo alcanzaron para recorrer tres de ellas : Palau Güell, Batlló y Ametller.
Las dos primeras obra de Gaudí, la tercera de Josep Puig. El Palau Güell, cerca del Liceu, está en una estrecha calle que sale de La Rambla para adentrarse en el Raval.
Las otras dos en Paseo de Gracia. Lejos queda la intención de describir estas impactantes y
magníficas obras arquitectónicas, mucho mejor lo hacen guías y numerosas páginas que se pueden hallar en internet.
Asombra el ingenio, interior y exterior, de los edificios y los mobiliarios,
también el derroche del dinero empleado. Estas casas, y otras que todavía se conservan en Barcelona, fueron mandadas construir por
acaudalados industriales catalanes, amantes de las artes entre finales del XIX y principios del XX.
Quizá, además de ese amor por el arte, influyó su deseo de
epatar, sin que esto reste valor a tan fastuoso legado. Todas están restauradas con estricto respeto al proyecto original. Algunas
de sus plantas continúan ocupadas por oficinas y viviendas. De éstas quedan pocas. En La Pedrera aún es posible
ver a una señora arrastrar su carrito de la compra entre la larga cola de
turistas hasta introducirse en el
portal. Es la última y única inquilina del singular edificio. Los
bajos de Casa Ametller albergan una chocolatería con acceso
libre en la que se pueden comprar, y tomar in situ si apetece,
estupendos chocolates. El Sr. Ametller, promotor del edificio, era un
magnate de la industria del chocolate.
La única pega,
si no cuesta trepar escaleras, es el alto precio de las entradas, hasta más de veinte euros por persona cuesta visitar cada una de estas
casas.
Otro edificio espléndido, mismo
estilo y época, es el Palau de la Música. Su construcción, obra del arquitecto Lluís Domenech, fue sufragada por financieros, industriales y amantes
de la música locales. Desde hace años es
Patrimonio de la Humanidad.
El día de la
visita se dio una feliz coincidencia. En él, Paco Ibáñez, ofrecía un recital. Sacamos entradas para
regresar a la hora de la actuación, ya por la noche.
Entre el público joven,
y nutrida presencia femenina, abundaba el cabello blanco, con frecuencia también escaso. Allí se habían dado cita
buena parte de los supervivientes antifranquistas catalanes. Paco Ibáñez -no había vuelto a un recital suyo desde hacía más de treinta años- no defraudó. Por la
letra de sus canciones desfilaron Celaya, Blas de Otero, Alberti, Neruda y
otros poetas comprometidos, dueños del implacable látigo de la palabra. Añorados en este tiempo en el que tantos
políticos hacen de comediantes. Esto es, hacen espectáculo en lugar de explicar sus propuestas políticas. Dicho esto último con todo el respeto, no a esos políticos, a los honrados
comediantes.
Todo el recital, salvo dos o tres canciones
en Euskera y francés, lo desgranó en
castellano. Las posibles polémicas lingüísticas,
tantas veces alimentadas artificialmente, quedaron anegadas por los calurosos
aplausos con que fueron premiadas todas y cada una de las canciones y proclamas
del cantautor. Abandonamos el Palau con la sensación de haber
revivido emociones de mucho tiempo atrás.
Dos mañanas
completas llevaron los recorridos por el
Museu Nacional d’Art de Catalunya que ocupa un enorme edificio construido en 1929 en las faldas de Montjuït. Desde sus terrazas se divisa una buena panorámica de la ciudad. La parte más
interesante de este museo, al menos en mí opinión, es la dedicada al románico
pirenaico. Magníficos frescos que fueron arrancados, a principios del XX, con
extremo cuidado de las paredes de las iglesias románicas que
jalonan la cordillera catalano-pirenaica
y colocados hace unas dos décadas, una vez restaurados, en falsos ábsides y pórticos recreados en estas salas. Ha
existido, quizá
aún existe, cierta polémica por haber despojado a esas iglesias de sus pinturas para
trasladarlas a Barcelona. Ninguna intención tengo,
menos autoridad, de entrar en el debate. Pero sí parece
razonable que el traslado ha garantizado mejor la conservación y la custodia de esas valiosas obras de arte.
Ignoro cual es el estado actual de esas
iglesias pirenaicas, supongo que han sido restauradas con cuidadoso mimo.
Algunas ya lo estaban cuando en los primeros años de los
pasados ochenta recorrimos la zona, desde el Valle de Aran hasta Rosas, y
visitamos buena parte de ellas, todas están situadas
en parajes maravillosos. Aquél recorrido, soportando en ocasiones
tremendas tormentas dentro de una precaria tienda de campaña, nos llevó dos o tres semanas de unas vacaciones de
un verano. Hoy estas pinturas, agrupadas en este museo, se pueden ver en una mañana. Claro que tal vez no se experimente la misma sensación al verlas aquí que en las iglesitas de donde proceden,
rodeados por paisajes de ensueño.
(De aquel viaje mantengo vivos muy buenos
recuerdos y uno no tan bueno. En Taüll entramos en una de sus
iglesias, no recuerdo si Santa María o Sant Climent, que estaba
abierta y sin ninguna vigilancia, algo impensable ahora. Después de recorrer su planta descubriendo la sobria, no por ello menos
admirable arquitectura interior, me aventuré a trepar
por una sospechosa escalera de madera hasta el último nivel
de la torre, solo este nivel tenía piso. Desde lo alto se veía, además del pequeño núcleo urbano, todo el valle de Boí y las montañas del entorno. -es posible que tengan
razón quienes afirman que una
de las funciones de estas torres tan altas, además de
campanario, era la de vigilar y fisgonear las andanzas de los vecinos- El
problema se planteó
a la hora de bajar. Desde el nivel superior hasta la
base todo era impresionante vacío. La escalera, no me había percatado al subir, no tenía
barandilla, tampoco protección los huecos al exterior. Atenazado por
el vértigo me costó lo mío descender
hasta pisar el suelo. Al no escarmentar, antes y después me encontré en situaciones similares en distintos
lugares y sucesivas veces).
Mejor olvidar estas anécdotas, batallitas ya de
abuelo.
La sección románica de este museo atesora, además de
pinturas, valiosas tallas, capiteles y otros ornamentos.
Al tratarse de Patrimonio, y públicos los litigios entre las distintas Comunidades por su propiedad,
no se debe dejar de señalar que algunas, pocas, de estas obras de gran valor artístico e histórico proceden de fuera de Cataluña.
En esta planta primera del museo también se encuentran las salas de Medieval- Gótico y las
de Renacimiento y Barroco. La segunda está destinada
al Arte Moderno y Contemporáneo. Todas con importantes obras, algunas
de incalculable valor. Varias salas están ocupadas
por valiosas colecciones, Cambó, Thyssen…
Intentaré acelerar el
paso, de lo contrario esto se hará interminable.
El Museu Picasso nos llevó otra mañana. Es monográfico sobre
Picasso y ocupa cinco edificios medievales rehabilitados con gusto y acierto.
La mayoría de las pinturas expuestas son de la época de
adolescencia y de primera juventud del pintor. Buena parte de ese periodo lo
vivió en Barcelona.
Es un museo imprescindible para entender la
evolución posterior de este genial pintor. Entre las obras figuran algunos
retratos, autorretratos y otras pinturas que causan asombro por la precoz
maestría del artista, solo tenía quince o dieciséis años cuando
las pintó. No faltan esculturas y cerámicas de su
creación.
Este museo se encuentra muy cerca de Santa
María del Mar. Iglesia gótica construida durante el siglo XIV
mediante la aportación económica o
trabajo voluntario de los vecinos de la
Ribera. La vista exterior, un tanto anodina y pesada, nada tiene que ver con su
interior formado por tres esbeltas naves que sorprenden por su altura. Las
paredes desnudas confieren a todo el conjunto
un aspecto de austera elegancia.
En el lateral de esta iglesia se encuentra el
Fossar de les Moreres, lugar familiar para quienes sigan de cerca los
avatares de Cataluña. Esta plaza, hoy enladrillada y rodeada de edificios, fue
anteriormente un antiguo cementerio. Aquí están enterrados, y reciben homenaje, caídos en el
asalto a Barcelona de 1714. Una escultura curva que se proyecta a lo alto
soporta, en la parte superior, un pebetero, mientras, en la inferior, se puede
leer una inscripción que recuerda aquellos hechos. Resulta frecuente, si el mal
tiempo no lo impide, ver a un grupo de colegiales sentados en el suelo de la
plaza escuchando las explicaciones de las profesoras sobre éstos y otros acontecimientos de la historia catalana. Si al pasar
a su lado nos demoramos por el lugar escucharemos a los enseñantes dirigirse a los alumnos en catalán, al tiempo
que las respuestas de los escolares, en este caso de edades en torno a los ocho
años, alternarán con frecuencia castellano y catalán. Comportamiento similar se puede observar en el corro de alumnos
sentados ante una pintura en cualquier museo de Barcelona. Cataluña es bilingüe
y esto representa riqueza cultural y mayor capacidad para relacionarse
con el resto del mundo. Empobrecedor sería el empeño de imponer una lengua en detrimento de la otra. El bilingüismo y el multiculturalismo abre horizontes, el viejo uniformismo
impuesto, de reminiscencias borbónicas, divide y pone anteojeras. Cierto
es que en Barcelona también se practica lo que se podría definir como ‘catalallano’. Esa fluida mezcla de catalán y castellano donde las palabras, en una y otra lengua, se
reconocen y entremezclan. Solución sencilla para agilizar conversaciones y
escribir citando lugares. Algo de esto, con escaso o nulo conocimiento de la
lengua catalana, hago yo aquí.
De la misma época
medieval que Santa María, y también de estilo
gótico, es la Catedral de Barcelona, próxima al
ayuntamiento de la ciudad y a la sede de la Generalitat. Su construcción, a diferencia de Santa María, fue
sufragada por la Corona de Aragón, la nobleza catalana, y el alto clero.
La disposición de mayores medios se nota en la fachada de piedra labrada, en
los retablos de las numerosas capillas, en la riqueza de ornamentos y también en las reformas posteriores. A pesar de esta diferencia de
medios puede ser discutible que su interior alcance en belleza a Santa María. La Catedral tiene unas dimensiones mayores y un hermoso claustro, igualmente gótico. En el jardín de este claustro se solaza una manada
de ocas. De disponer de tiempo y paciencia se podrán contar
trece. Éste es el número de ocas que, según la tradición, debe acoger el claustro. Coincide,
dicen, con los años que tenía
Santa Eulalia cuando sufrió martirio. A esta santa está dedicada La Catedral declarada Monumento Histórico-Artístico Nacional.
Siendo más prosaicos,
al ver las orondas y lustrosas ocas es fácil imaginar
el suculento fuagrás que
degustarán los dignatarios eclesiásticos de la
catedral.
Por insólito que
parezca es la primera vez que hago referencia a las cosas del comer. A esa
necesidad que solemos convertir, siempre que se puede, en placer y aliciente de
todo viaje que se precie.
(continúa en Barcelona III)
ulpiano rodrígez calvo.
BARCELONA Y (III)
Al llegar a Barcelona supimos que Casa
Leopoldo había cerrado sus puertas. Una víctima más, entre otros motivos, de la pertinaz crisis. Recordaba este
restaurante situado en el Raval por su aire entre castizo y catalán, con las paredes recubiertas por azulejos y carteles de toreros.
Pero, sobre todo, por las excelentes setas y albóndigas con
sepia de la última vez que comimos allí.
A este restaurante llegamos, supongo que
como muchos otros, de la mano de Vázquez Montalbán. Él solía comer en ese restaurante, y alababa sus bondades en artículos y novelas. Quienes conocíamos los
gustos culinarios a este prolífico y comprometido escritor no solíamos dudar de sus consejos. Murió hace años en Bangkok, ciudad que figuraba en el título a una sus novelas. Su Crónica sentimental de España, publicada semanalmente, en 1969, por la revista Triunfo, fue un ácido retrato pintado con magistral ironía de las
luces y sombras, más sombras que luces, de España y los españoles en tiempos de Franco. Personalmente aquellas punzantes y
amenas crónicas me ayudaron a sobrellevar el tedioso servicio militar que
por aquellas fechas cumplía en Valladolid. Su voz y sus artículos resultarían imprescindibles hoy, aportarían cordura desde el compromiso, con lúcidos razonamientos.
Descartado Casa Leopoldo, tiramos de
guías y de buenos consejos para acercarnos a la cocina catalana
actual. Renunciamos a los ‘estrellados’ de la Michelin
por considerar que se pueden encontrar restaurantes que, sin figurar en esa un
tanto arbitraria selección, ofrecen calidad similar a precio bastante más reducido.
De esta forma descubrimos estupendos
restaurantes que no conocíamos. Sus nombres, por si alguien va por
Barcelona y está
interesado: Senyor Parellada, original y
agradable local de estilo colonial cerca de Santa María; Fonda
España, precioso salón modernista en los bajos del hotel del mismo nombre situado al
lado del Liceu; Set Portes, en la Barceloneta, cerca de Colón, restaurante con solera fundado en 1836 (en el respaldo de cada
asiento una placa dorada recuerda el nombre de un personaje célebre que estuvo sentado en él); Cuines
de Santa Caterina, con moderno y
amplio comedor ubicado en el mercado del mismo nombre. En este último también se puede comer en la barra y sirven,
junto a cocina más tradicional, una amplia oferta de la llamada cocina fusión, moda de los últimos tiempos.
En todos ellos se puede comer, a precios
contenidos, suculenta comida catalana tradicional y modernizada: Cap i pota,
butifarra amb mongetes, canelones, vieras con papada, fideuá o arroces acompañados de ligerísimos alioli,
son algunos de los platos. Regados con vinos catalanes (el Priorat está de moda, pero por Montsant y Barberá también elaboran muy buenos tintos) convierten la comida en placer.
Durante los últimos
veinte años, Barcelona, ha experimentado importantes cambios en su cultura
gastronómica. Siempre, pudiendo, se comía bien, pero
se echaban en falta algunas costumbres arraigadas en otros lugares, como el tapeo.
Hacer una cena informal a base de unas buenas tapas o raciones, después de una comida copiosa a mediodía, no solía resultar tarea fácil. En la actualidad abundan bares y
restaurantes con la barra repleta de tentadoras exquisiteces, en formato de
pincho o tapa, que pueden competir con algunas de las más afamadas barras de Donostia.
El centro de Barcelona, entendiendo éste el formado por el Gótico, Ribera, Born o Barceloneta, en el
que nos movimos durante los cuatro días, -con la excepción de acercarnos a Gracia y Montjuït, para visitar las casas
modernistas y el Museu d’Art- integra interesantes y cómodas calles peatonales para pasear, también agradables terrazas donde descansar. De cuando en cuando se encuentran lienzos de
muralla, trozos del estrecho corsé que la antigua Barcino reventó en su expansión. La Plaza Real, hace años feudo del trapicheo y consumo de estupefacientes, en la
actualidad, al menos esta fue la impresión, es un
tranquilo lugar para recrearse, desde una de las terrazas bajo los soportales,
con la plaza y sus palmeras. Las palmeras de la Plaza Real se mecen suavemente
y ,delgadas y esbeltas, crecen y crecen hasta alcanzar el inalcanzable
infinito. Parecen finos pinceles que pintan pequeñas nubes
verdes en el lienzo azul del cielo.
Barcelona, como toda capital del sur de
Europa que se precie, no está exenta de la inevitable picaresca. En
una ocasión nos acomodamos en una terraza para tomar un vino y una cerveza.
A la hora de pagar entregamos al camarero un billete de veinte euros. Él se situó detrás de
nosotros y, después de hurgar un rato el monedero que llevaba prendido al cinturón, nos devolvió unas monedas. Al no llegar el resto
reclamamos la vuelta hasta veinte. Con aplomo enarboló un billete
de diez diciendo:”menos mal que no lo llegué a guardar, éste es el que me dio” . Para evitar un ‘pollo’
que nos amargara el día asumimos
que tal vez éramos
nosotros los equivocados y que la mejor opción era irnos.
Eso hicimos con la certeza de haber entregado un billete azulado y no
anaranjado. Allí
se quedaron las monedas devueltas como sobrepropina.
Total, un Alella y una caña, veinte euros.
Lejos de tanto estereotipo que suele
circular por ahí
sobre la forma de ser y comportamiento de los
catalanes, la impresión percibida durante estos pocos días en Barcelona es la de
una ciudad multicultural habitada por gentes abiertas y amables. La lengua, al
menos para quienes pasamos allí unos días, resulta
un problema marginal. Lo normal es que se dirijan en catalán al recién llegado, pero si la respuesta es en
castellano,el interlocutor cambia sin problema al castellano. Como en toda
regla puede producirse alguna excepción. Solo
percibí un cierto mal modo en una ocasión; al
intentar comprar el periódico El País en un quiosco de La Rambla.
Con ligero desdén rechazaron la tarjeta de suscriptor, alegando que no disponían el dispositivo de cobro, y no me entregaron el periódico. Sin embargo, en otro quiosco situado a menos de cincuenta
metros del anterior, pude adquirirlo con esa misma tarjeta y atención exquisita el resto de los días. Bordes
existen en todas partes, y, como no, también en
Barcelona.
Ésta siempre ha sido una ciudad avanzada. Por poner solo un
ejemplo, en esta ciudad se llevó a cabo la primera manifestación masiva contra el franquismo, la
llamada huelga de tranvías en 1951. Sin remontarme a esos tiempos
y otras luchas tengo fresco un recuerdo de la primera vez que estuve en
Barcelona. Era a comienzos de los pasados años 70 y me
sorprendió ver por la calle a una pareja del mismo sexo intercambiando besos
y caricias sin que ninguno de los numerosos viandantes les increpara, algo
entonces impensable en Madrid. Hoy estas efusiones públicas son
normales en cualquier ciudad, pero no lo eran en aquel tiempo, con un
franquismo que aparentaba ser eterno y no pocas personas encarceladas en
Carabanchel por su condición sexual. Este recuerdo, solo es una anécdota, pero me confirma la merecida fama de ciudad cosmopolita
ganada por Barcelona. Una ciudad tolerante que incluso ahora, zarandeada por
las tensiones independentistas, no pierde la educación ni la
compostura. Las salidas de tono quedan para grupos movidos por sus particulares
intereses políticos o para exaltados cerriles. Pero éstos, para
desgracia de la convivencia, abundan por todas partes.
Cuando escribo esto, un periódico digital publica que, en Almagro, un grupo de descerebrados graciosillos han
bautizado al cerdo que van a rifar en no sé qué festividad con el nombre de ‘Artur mas o
menos’. Vergonzoso baldón que no merece esa histórica y monumental,- no solo por el famoso Corral de Comedias-
ciudad manchega. La amabilidad y el saber estar de sus gentes lo pude constatar
durante una corta estancia hace menos de
dos meses.
Torpes inciviles, echando leña a la hoguera de las divisiones y rencillas, hay en todas partes,
también en Cataluña. Pero lo verdaderamente importante es
que haya muchos ciudadanos tendiendo puentes, buscando y dando valor a tantas
cosas que unen. No le daré más vueltas,
este relato de impresiones pide a gritos
el punto final.
En la tarde del último día nos dirigimos a La
Boquería, -una de sus terrazas bajo los
soportales ya nos había acogido para cenar alguna noche- a
comprar embutidos catalanes con el que obsequiar a personal mesetario al
regreso del viaje.
Y cuando la oscuridad se había adueñado de Barcelona, a Sant para retornar a Madrid.
ulpiano rodríguez calvo
viernes, 4 de diciembre de 2015
ANÍS "MOSQUEADO"
Situaciones como la que narra Pepe Morán en el anterior artículo
suyo titulado, Una cena con ingleses, yo creo que el que más y el que menos todos
hemos pasado por situaciones similares alguna vez en la vida; salvando las distancias pues, la de Pepe, parece que se trataba de una
cena con gente de mucha alcurnia y alto
copete.
Yo recuerdo haber
pasado por varias coyunturas bastante apuradas
siendo joven, en las que te las veías y te las deseabas para poder escaquearte
de tener que ingerir determinados
alimentos que te ofrecían a veces, con más aspecto de lavaza para los cerdos que de comida para humanos, y a la vez tenías que procurar no quedar como descortés y mal educado. Tarea difícil esa.
En una ocasión siendo
niño, antes de ir a Corias, acompañé a mi padre a un pueblo no muy lejano del
nuestro para intentar cobrar un dinero que le debía una familia por la hechura de varias prendas desde
hacía ya bastante tiempo y, aprovechando que era la fiesta del lugar, nos trasladamos los dos romeros , así como
el que no quiere la cosa, equipados con "cayao" y sombrero, con cierto aire
festivo, hasta la casa de aquella saga de tramposos para comunicarles
por enésima vez, que el sastre y los suyos
también necesitaban cobrar el importe de sus trabajos una vez entregados para poder comer y
costearse la vida.
Nada más acercarnos a la propiedad ya nos guiparon desde
dentro de la solana y como se olieron la tostada el hombre de la
casa se escondió (como hace Rajoy) en la cuadra o en el “parreiro”, como lugares más a mano y seguros. Como representante famliar se asomó al corredor de la casa la señora, muy salerosa ella, pertrechada tras los ramos del maiz y saludando mientras se
limpiaba las legañas con los bajos del mandil y haciéndonos insistentemente señas de que subiéramos. Nada más cruzar el
umbral de la puerta ya comenzó a darnos
mucha coba y jabón
hasta lograr que nos sentáramos en el escaño, junto a la mesa de la cocina para tomar café. Nosotros,
a pesar de que no íbamos con intención de mucho alterne, aceptamos por educación como preámbulo del
cometido que llevábamos en mente, y una
vez bebido el café como ya llegaba el momento oportuno para atacar, la señora lo olió y para eludir el quite se ausentó un
momento de la cocina y regresó pasados unos minutos con dos copinas y una botella de anís de La Asturiana, la cual tenía la etiqueta tan sobada y tan despellejada, que apenas se podía leer la marca del contenido, y eso después de haberle dado durante el trayecto,
desde el hórreo a la cocina, varios
restregones con el mandil “limpialotodo” con el fin de que se notara algo el típico relieve exterior de las botellas de anís.
El ajado y sucio aspecto
externo de la botella no
era todo lo malo. Lo verdaderamente patológico y repugnante estaba en su interior, ya que el nivel del líquido llegaba como por la mitad del
recipiente, pero tenía flotando encima un cúmulo de moscas negras hinchadas como botes. Por el aspecto tan
inflado y reblandecido de aquellos
cuerpecillos peludos y alados se podía deducir, sin errar lo más mínimo, que los
dípteros llevaban allí sumergidos en maceración meses, por no decir años.
El Sastre que normalmente no bebía licores nunca, al ver el
panorama dio las gracias y se
disculpó diciendo que no tomaríamos copa pues, a él no le sentaban bien las bebidas fuertes y yo aún
era muy neno para tomar alcohol. Pero aquella
“espesa“ ama de casa, ni corta ni perezosa, hizo caso omiso de la advertencia y por su
cuenta y riesgo sirvió dos copinas llenas hasta rebosar; dos copinas como
dedales de aquellas de la raya roja, que tenían el fondo más negro que el sobaco de un grillo,
por el tiempo que hacía que no se lavaban. Sólo le faltó decirnos: Esto es un obsequio de la casa para el
cobrador del frac y su ayudante. Recuerdo que, ante la comprometida
situación, nos miramos el uno para el otro y ambos con cara de asco intentamos zafarnos por todos los medios de tener
que beber aquella guarrería, pero fue
tal la impertinencia e insistencia por parte de aquella bruta muyerona que no
nos quedó otro remedio que paparnos el infecto brebaje de un trago ¡Menos mal
que era poca cantidad!
Y lo peor de todo fue
que, después de aquel gratuito desafío sanitario-estomacal, llegaron varios familiares de visita a la casa y tuvimos que regresar a nuestro pueblo como habíamos ido, sin recuperar ni un duro de la deuda y encima con un imborrable
sabor en la boca a licor de moscas
podres.
Al poco de llegar a casa,
no tuvimos más remedio que contárselo a la jefa de la casa, a mi madre; eso sí, con cierto reparo, porque suponíamos lo que nos esperaba y lo que
nos iba a decir. Y así fue. Mi madre
tenía mucho raspe y remangue para todo. Tal que, una vez escuchados y ella percatada de que veníamos purgados, “vacunados” y sin cobrar la deuda se despachó a gusto con
nosotros. Nos llamó de todo: nos dijo que éramos dos guarros, dos inconscientes, dos flojos, dos pusilánimes y que no
teníamos lo que había que tener para
saber defenderse en la vida. Y que si nos poníamos malos a consecuencia de
haber bebido semejante vomitivo, ella no
quería saber nada de tal asunto.
Afortunadamente, el añejo extracto de moscas podres nos
sentó estupendamente a los dos. Y eso que no teníamos costumbre de beber
licores. Pasados unos días y sin aviso previo, se desplazó la señora Emilia hasta el pueblo del deudor y sin el más mínimo alboroto retornó
a casa con los cuartos cantantes y sonantes en el bolso. Lo que le haya dicho al
tramposo pufista no nos lo dijo, pero fue efectivo al cien por cien ¡La que
vale, vale, y punto!
Ah, también debo decir
que a ella le intentaron obsequiar con el mismo anís de marras que a
nosotros. Pero mi madre fue más
lista y les dijo que se lo agradecía
mucho, que no lo tomaran como desprecio
pero, tratándose de licores macerados, le
sentaba mucho mejor el sake, el aguardiente
de arroz de los chinos, el que lleva un
lagarto dentro de la botella.
B. G. G. bloguero
“Prior”
jueves, 3 de diciembre de 2015
Una cena con ingleses
¿Qué
hace un tipo de pueblo, yo, de Campomanes, sentado a la mesa de un alto
personaje de las finanzas?
Reconozco
que quien dude de la veracidad de
algunas de las historias que cuento en el blog, tiene alguna razón al
dudar, pues no es fácil comprender por qué extrañas carambolas me llevó la vida
a compartir mesa y mantel con personajes así.
Un
día conocí a Jeff Alwood en el camping de Tapia. Jeff era profesor de sistemas
informáticos en una Universidad de Londres. Jeff y su esposa nos invitaron a mi
familia y a mí a pasar las vacaciones de Semana Santa en una casa que había
comprado por el centro de Francia, cerca de Limoges. En la zona abundaban las
casas de ingleses que las tenían para huir, de vez en cuando, de su puñetera
niebla. Jeff era amigo de otro inglés, Mister Duggan, que tenía no una casa
sino una mansión a unos 25 kilómetros. El tal Duggan nos invitó a todos a cenar
un día a su mansión. Previamente los Duggan aceptaron acudir a la casa de Jeff
donde degustaron una espléndida tortilla española.
En
justa correspondencia nos invitaron a cenar. Jacqueline, la esposa de Jeff, nos
advirtió que la señora Duggan era una excelente cocinera, lo cual era tan
difícil de creer como si te hablan de un gallego confiado o de un asturiano
bien hablado. Inglés y buena cocina son términos antagónicos. Pero la cortesía
era algo que debe prevalecer si de ingleses hablamos. Y menos mal que no
exigieron ir vestidos de gala. A los británicos les gustan tanto las ceremonias
que si te descuidas te meten en una.
Allá
nos fuimos, íbamos nueve, cinco en mi coche y cuatro en una cochambrosa
furgoneta de los Alwood.
La
mansión era espectacular, aunque su configuración en forma de L, tenía dos
puertas paralelas, una frente a otra.
Una
vez dentro solo conservo el recuerdo de haber deambulado por salones y enormes
pasillos. Lo que sí recuerdo con claridad fue la visita a la gran cocina donde
estaban preparando la suculenta cena que nos esperaba. En una cesta de mimbre había varias botellas
de vino, al parecer del mejor Burdeos. Alfombras, cortinones aparatosos,
butacones…En fin, a mi me aburría mucho toda aquella parafernalia.
-
La
cena:
Os
juro por mi nieta Oli (dos años) que todo lo que voy a contar, es verídico y
que de ninguna manera trato de difamar a una respetable familia inglesa.
El
comedor era un gran salón. Dos aparatosas lámparas – araña – colgaban del techo
y hacían brillar cuanto había sobre una mesa enorme, manteles, cubertería,
cristalería, vajillas, flores…
Las
sillas tenían un respaldo que excedía al sedente por alto que fuera, en casi 40
centímetros. Nos sentamos a un lado los hombres y enfrente las féminas. En cada
puesto había un enorme plato metálico y casi de orfebrería sobre el que había
un plato de loza. Luego averigüé que se llamaba fondo de plato y sobre él se
depositaban todos los platos que sucesivamente se comen. Yo no había visto
semejante cosa en la vida. Dos chicas con delantalito, cofia y guantes blancos,
estaban atentas a las órdenes que salían de la anfitriona. Cuando esta hizo
sonar una campanilla, las mozas se ausentaron un instante para reaparecer
trayendo cada una, una legumbrera.
Empezaba
el ansiado festín. Empezaron a servir una de cada lado. Todos teníamos sobre el
fondo de plato una especie de plato hondo, pero de un diámetro como el de un
plato de postre. Cuando llegó mi turno no podía dar crédito a lo que se servía.
¡Alubias
pintas! ¡Tanto lujo, tanto protocolo, tanta parafernalia para comer un platu
fabes! Nadie pareció extrañarse. Por lo visto a todos les pareció normal tanto
plato para comer unas humildes fabes. Los que nos sorprendimos guardamos la
compostura que nos exigía la educación y no pasó nada. Mi familia y yo quedamos
con la cara que ponen los futbolistas cuando en el minuto 3 les meten un gol
por la escuadra. Pero había que seguir
jugando, digo cenando. Con otro campanillazo de Miss Duggan, las sirvientas nos
fueron poniendo ante nuestros
atribulados ojos el segundo plato. En un plato plano venía una patata entera,
ya pelada y cocida.
Junto
con ella venía una gruesa salchicha – tal que el carnoso bracito de un bebé de
color medio blanco – grisáceo – observé, que los ingleses troceaban la patatona
y luego trataban de aderezarla con unos recipientes pequeños que contenían sal,
pimienta, mostaza…
Yo
a mitad de aquel tarugo de salchichona, me sentía desanimado para continuar,
pero no quedaba otro remedio que seguir. Si has tenido coraje y fuerzas para
subir dos veces a Peña Ubiña ¿No vas a soportar una cena inglesa?
Tercer
campanillazo y la anfitriona ordenó: “The salad, please” “La ensalada, por
favor”.
Las
mocinas trajeron varias fuentes que contenían unas hojas pequeñas (del tamaño
de una uña). Vi que se servían aquellas fueyinas en un plato de postre y la
aderezaban como nosotros lo hacemos con la ensalada, con sal, aceite y vinagre.
Y a comer forraje.
Meses
más tarde, comentándolo con un entendido, deduje que se trataba de berros.
A
estas alturas de la cena, mi ánimo estaba tan abatido y resignado que si me
ofrecen un plato de grava…lo hubiera comido.
Quedaba
un requisito para la esperanza, el postre.
-
El
postre:
Cuando
Miss Duggan tocó la campanilla de nuevo y dijo “The pie, please”, “La tarta,
por favor”.
Llegados
a este puesto me veo, o llegando a creer que soy un hombre sin vicios. Los
pocos que tenía, han quedado atrás. Como el tabaco. No obstante hay algún vicio
que me resulta casi imposible de erradicar. De los pocos lectores que me siguen
en el blog hay varios con los que con frecuencia comparto mesa y mantel y saben
que soy un goloso enfermizo. Todo lo relativo a confitería, repostería,
dulcería, mermelada, esta es gran debilidad. Así que al oír la orden de traer
la tarta, pensé que al fin algo podíamos salvar. Nos pusieron el platito de
postre y luego nos fueron sirviendo la típica ración triangular. No tenía mal
aspecto, así que me lancé a por ella con el fin de degustar algo.
Fue
un golpe que no esperaba, por tanto más doloroso. Aquello tenía un sabor
repulsivo. No me atrevía a tragarlo y mi primer pensamiento fue pensar que
harían mis hijas cuando lo probaran. Mis hijas tenían trece años una y la otra
doce. Y la pequeña era una criatura encantadora, pero tan expresiva para todo
que me eché a temblar ante su posible explosión.
Con
el bocado en la lengua me apresuré a ver cómo reaccionaban. La pequeña metió aquella bazofia en la boca y en el acto
se llevó la mano a la boca, con lo carrillos hinchados, sin tragar, miró para
mí. Yo hice un gesto que captó en el acto “Hija, esto es lo que hay, de modo
que hay que echarle valor”. La otra niña lo mismo. Como buen padre se me paró
el corazón al ver sufrir a mis niñas que no merecían semejante agresión. Detrás de cada trocito de tarta metían pan en
la boca o bebían agua para aguantar hasta el final. ¡Dios mío! ¿Cómo es posible que un pueblo
inteligente que llegó a dominar medio mundo no haya sido capaz de aprender a
comer?
Jacqueline
nos había advertido que no encendiéramos un cigarrillo hasta que la anfitriona
comenzara a fumar.
Después
de la cena los hombres pasamos a un salón biblioteca y Mister Duggan tuvo la
deferencia de pedirme ante un gran atlas que le explicara lo más relevante de
Asturias.
Este
relato que acabo de hacer es rigurosamente verídico, pero le he añadido
expresiones valorativas como si pretendiera hacer burla de los ingleses.
Siempre
me ha parecido una vulgaridad hablar mal de otro país. Cualquier país tiene
cosas encomiables y otras que a nosotros nos repelen. Yo aprecio mucho varias cosas
típicas de la sociedad inglesa. Muchas de esas cosas las envidio y me da pena
no verlas en nuestra sociedad.
Puestos
a burlarnos de lo negativo ofrecemos nosotros motivos más que sobrados para
merecer una opinión peyorativa.
No
me tiréis de la lengua porque empiezo a señalar nuestras vergüenzas y no paro.
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