Creo
recordar que ya en una ocasión dije en este blog que yo, cuando sea mayor,
quiero ser antropólogo. Quizás sea algo tarde pero he descubierto que mi
verdadera vocación es la antropología. No es que reniegue de las anteriores:
fraile, profesor y bibliotecario. De las tres estoy orgulloso. Pero echo en
falta un profundo conocimiento de la citada ciencia porque –os lo confieso en
secreto– sufro mucho por carecer de su ayuda. Me explico.
Según
Ortega –y antes que el Aristóteles–
asombrarse es el primer paso para llegar a la sabiduría. Sorprenderse,
asombrarse y luego formular la pregunta fundamental que precede a toda ciencia,
o sea, ¿Por qué? Os aseguro que ir por la vida preguntándose a todas horas ¿Por
qué? Es un tormento. Ocurre que casi todo, cuando concierne al hombre, al ser
humano, es un enorme misterio. Y se le va a uno la vida en el intento de
aclarar las cosas. El diario asombro que algunos pasamos, es una fuente
constante de sufrimiento.
Sin
ir más lejos… llevo una semana intentando averiguar algo que me asombró. Estaba
yo sentado en una terraza con unos amigos cuando un grupito de 6 – 7
adolescentes se detuvo frente a
nosotros. Para ser exacto cuatro adolescentes y adolescentas que diría
un giliprogre del feminismo. Una de las adolescentas exhibía una melena color
azul. Azul añil, azul casa de pueblo astur, azul camiseta del Oviedo ¿Veis por
qué sufrimos tanto los antropólogos? Yo me di cuenta que me esperaban unos días
terribles porque al momento, se disparó mi vocación de científico. “Por qué,
Dios mío, por qué esa mocina lleva el pelo azul”.
Ya,
ya sé. Porque le da la gana. Pero nosotros los antropólogos vamos más al fondo “¿Por qué le da la gana de
teñirse de azul? ¿Qué secreta llamada interior la incitó a teñirse de azul?
¿Por qué a los 16 años, bonita y bien hecha necesita esta chica cometer una
extravagancia semejante?
La
observé y me pareció una chica normal. Ningún rasgo de su fisionomía delataba
un deterioro mental.
Pero
los antropólogos sabemos que todo en la conducta humana tiene por fuerza una
motivación, nada ocurre por azar. Tiene que haber algo, que probablemente
escapan a su consciente que la incita a transgredir lo normal.
Ya
sé que no es una cuestión moral, ni siquiera una cuestión ética.
Esto
es un sinvivir. Hace un mes entré en una cafetería y allí estaba, sentado en un
taburete alto, acodado en el mostrador, un chico joven, vestido íntegramente de
negro y con un collar de cuero entorno al cuello. De una anchura como de 6
centímetros y erizado por completo de unos largos pinchos hasta el exterior.
Algo que sé que los pastores de los montes astures les colocan alrededor del
cuello a sus perros para que los lobos se destrocen la dentadura al pretender
morderles el cuello. Pero este chico… ¿Por qué?
Pero
bueno, tanto a la mocina como a este erizado individuo vamos a hacerles la
caridad de descartar en ambos casos el
deterioro mental como explicación.
Sería
demasiado fácil la explicación. Llegados a este punto me veo obligado a tirar
de memoria y revisar mis lecturas de antropología que puedan arrojar algo de
luz:
Primera hipótesis: La teoría de T. Veblen. Según
este hay en los humanos un afán siempre tenso en busca de una mejor posición
dentro de los demás. En las tribus primitivas era acumular más alimentos que
los demás, más mujeres, más de todo. O sea, colocarse en un status superior a
la masa.
La
teoría de Veblen no nos ayudaría en el caso de la del pelo azul. Veblen era más
bien economista y lo analizaba todo
desde supuestos económicos. No me salen las cuentas en este caso. No veo yo a
la moza ansiando de forma compulsiva ponerse a la cabeza de los que más
riquezas acumulen y para ello recurrir al pelo. No.
Segunda hipótesis: Lipovetsky, este filósofo
francés, nos ofrece una visión de la sociedad actual como una masa de consumidores, desprovistos de
cualquier vínculo con valores tradicionales. Para él los humanos han devenido
en simples compradores de cosas, en consumidores patológicos. Leitmotiv de las
masas es comprar por comprar. No existe otra razón de ser que comprar. Después
de consumir cuanto se nos ofrezca queda el hombre exhausto, vacío y sin
encontrar motivos para vivir. Es lo que él llama “La sociedad de la decepción”.
Tampoco
veo yo a nuestra azulada moza como paradigma de una sociedad así. Aunque no sea
más que porque la pobre no ha tenido tiempo para estar hastiada de la vida.
Tercera hipótesis: El canadiense Heats, ha
escrito páginas clarividentes sobre cuales son las razones psíquicas que mueven
a las personas a lanzarse a lo nuevo, lo diferente y hasta lo extravagante con
tal de que sea el símbolo de diferenciación que algunos necesitan. Proveerse de
algo que los separe de la masa.
Hay
algo de innato en las personas, en la mayoría, que les hace desear no ser
tenido por uno más, por un ser irrelevante, alguien destinado a ser ignorado
por todos. Poseer lo que poseen todos, hacer lo que hacen todos, exhibir lo que
exhiben todos, lucir lo que ya lucen todos te convierte en uno más de la masa.
En
este punto aparecen los más osados, los más ansiosos de notoriedad y deciden
usar algo nuevo, diferente y, a ser posible, impactante. Toda transgresión de
lo normal llama la atención necesariamente. Así empieza todo. Otros, igualmente
ansiosos de originalidad, se unen al cambio. Y luego más y más… hasta que lo
que comenzó siendo una transgresión se hace lo habitual. Otra vez surge la
uniformidad de la masa y de nuevo surgirán los que no son felices siendo masa.
Tal corte de pelo, tal prenda de vestir, tal calzado, signo externo de ruptura
con la masa se convierte en una obsesión de cuantos no tienen otro modo más
personal de sobresalir. Se llega a crear una psicosis colectiva que conlleva la
enfermiza necesidad de poseer lo nuevo, lo diferente, lo último. Su carencia
convierte en infeliz a quien no lo consigue.
El
año 1970 me fui para Madrid. Ese invierno se puso de moda una prenda absurda,
infame, fea. Le llamaban el “maxiabrigo”, pues llegaba hasta los tobillos. Fui
testigo del calvario que les supuso a algunas mujeres que conocía que se
negaban a acudir a ninguna invitación por carecer de semejante bodrio. Era tan absurda la moda que duró solo ese
invierno, duró solo un año.
Los
adolescentes y los que ya han superado esa etapa pero siguen inmaduros tienen
una dependencia enfermiza de los dictámenes de una moda para –así lo creen– exhibir una
personalidad que fascine. Parece de broma pero es verdad –y lo vemos a diario- hay mucha gente que no ve otro modo de
presentarse atrayente que poniendo encima de la mesa el móvil de última
generación. Un conocido mío se compró una moto que excedía mucho a sus
necesidades y a sus posibilidades. Al preguntarle por qué había comprado
semejante moto, me dijo que él necesitaba una moto “rompecuellos”. Ya sabéis
que todo el mundo se volverá a mirar al oír rugir a su moto.
Como
tengo por seguro que nunca accederá a este blog os confieso que el tal es
rotundamente tonto.
La
del pelo azul. No la he vuelto a ver, seguramente procedía de otras latitudes
donde a lo peor ya todas las niñas de 15 se tiñen de azul, de verde, de
granate. Ellas no iban a ser menos.
Está
claro que según mi criterio cuanto más dependiente es una persona de una moda,
de lo último, menos inteligencia demuestra tener. O, cuando menos, es indicio
de falta de madurez y falta de confianza en sí mismo.
Me
quedan un sinfín de aspectos que analizar en este tema, pero los trataré en un
próximo artículo que dedicaré, íntegramente a comentar el tema del uniforme
escolar. Casi con toda seguridad, puedo afirmar que de los infinitos tópicos y
tonterías que me ha tocado vivir a lo largo de la vida, el asunto del uniforme
escolar, es quizá el más característico de la giliprogresía de los años 80.
Pepe Morán. Dominico-ex