Conocí al entonces Padre Morán -que nunca supe cuál
era su nombre y apellidos completos-, dominico, en los primeros años del
período 1959-66, cuando nos dio clase de Literatura a mi promoción, la primera
en terminar 7º del Bachiller Laboral, modalidad Industrial Minera, en el
convento de Corias, entonces gran foco de educación y
formación cultural de jóvenes de todo Asturias; hoy lo es de
camas, copas y gastronomía. Solo falta que pongan un banco también para que la
degeneración sea completa.
Pero antes de esas clases, hubo un
preámbulo, con fugaz encuentro, pues él fue quien me hizo aquel examen de
ingreso al que sometían a todo aspirante. En un despacho, allí estábamos mi
padre y yo sentados en sendas sillas, y al otro lado de la mesa aquel fraile
joven (podía ser quince años mayor que mis once), de buenas facciones, gafas
metálicas, pelo rubio con entradas, peinado en raya y ligeramente hacia atrás,
de fácil y sonoro y agradable verbo, con cierto sesgo de chuleta o para
ser más amable, de galán de cine.
De lo que me preguntaban en aquella hoja
yo no sabía casi nada. Como estaban necesitados de matrícula, aquel fraile me
dijo: "Mira, si es muy fácil" y me arrimó el examen que había hecho
otro que sabía más que yo. Yo me quedé parado, sin saber qué hacer,
pero mi padre, que era tan poco ilustrado como avispado, me lo
aclaró. "Pepín, te lo ha dicho el señor: copia lo que viene ahí".
Tengo que decirte Morán, donde quiera que estés, que tu pusiste la primera
semilla con aquella incitación a copiar un examen en el que "saqué"
un diez, de lo que posteriormente tuvo una doble repercusión en mi vida:
fue el primer escalón para llegar a tener unos estudios que me permitieron
trabajar en lo que me gustaba y vivir bien, y fue la alternativa de mi
gran habilidad como copiador de exámenes cuando me cansé de estudiar y ser un
chico bueno y quise seguir manteniendo el nivel de notables y
sobresalientes que antes honradamente y a base de madrugones y
codos había alcanzado. Mis chuletas, de fabricación artesanal, eran
ingeniosas y nunca fueron cazadas. Se llegó a pensar que yo iba a ser un nuevo
Isaac Peral, por mi capacidad para inventar artilugios salvaexámenes, pero no,
me tiró más la línea cervantina. Como supongo que el "delito",
como algunos de Blesa y Rato, ya han prescrito, no me avergüenzo de
confesarlo, máxime cuando luego en mi trabajo como docente di el callo
ante los más de 500 alumnos que pasaron por mi docencia y hasta a veces con
notable acierto, ganándome el respeto de compañeros y padres y alguna
distinción.
Pese a aquel "favor", al Padre
Morán le tuve cierta animadversión durante bastante tiempo, porque fue él,
quien en 1º y en el primer día de clase, cuando nos estaba nombrando y
conociendo, dijo: "Y aquel chico (yo, como tímido y de pueblo me había
sentado en la última fila), que tiene gafas de doctor, ¿cómo se llama y de
dónde es?" A partir de entonces fui cocido con el mote de El Doctor, lo
que me repateaba, y creo que ese fue el origen de que nunca me hayan gustado
los motes, ni los apodos o frases que denigren a la persona. Hasta que llegado
a 6º y con los galones de la veteranía a cuestas, saqué pecho y tras
soltarle un par de mamporros un día a un gallito de 5º, se corrió la voz y al
menos a la cara nadie osó volver a nombrarme por tan ilustre título.
Digo ilustre y digo bien. Entre tanto
mote vejatorio y dañino como había allí ("Cuito d´ovea",
"Culerón", "Carpanta", "Carmina"...), el tener
uno con reminiscencias universitarias era un honor. ¡Pues no hay que estudiar
nada para alcanzar un doctorado!
Tras ese mal paso como educador,
quien nunca debe incitar a la violencia verbal a sus alumnos, mi relación
con Padre Morán fue buena. En un colegio donde los capones y las ostias
rondaban por nuestras cabezas y mejillas como mariposas por el aire (por no
citar al fraile aquel que llevaba un trozo de cable de la luz trenzado y lo
utilizaba como látigo o aquel otro que, cogiendo castañas en el monte, le atizó
varios "flisguazos" con una vara en piernas y nalgas a un pobre
muchacho por una chiquillada, que tuvo las marcas una semana en sus carnes),
nunca me tocó. Tampoco recuerdo verle "papear" a alumnos preferidos.
¿Qué qué era eso de papear? Pues llana y sencillamente, meterles mano. Él
tuvo siempre muy clara su orientación sexual.
En una ocasión que el profesor de
Religión nos mandó escribir sobre "La Virtud y el Pecado", ahí es
nada, yo pergreñé un par de hojas en aquellas libretas de pastas marrón fuerte.
En uno de los estudios vigilados por él me acerqué al estrado y se lo enseñé,
buscando su parecer. Lo leyó y me dijo que eran buenas las ideas pero que
estaban por pulir. Y me las pulió. Aún conservo la libreta donde el profesor de
Religión -que tengo mis dudas si era o no el Padre Lastra- me puso: "Muy
bien" y estampó un 10 al lado. Morán, creo que dos o tres puntos como
mínimo eran tuyos. Te los enviaré por carta expres en forma de flores. Hay
que empezar el año sin deudas.
No acierto a recordar si era buen o mal
profesor o del montón. Pero sí hay algo que le honra y que podía servir de
ejemplo a todas las generaciones de enseñantes que le sucedieron. Y es
que nos hizo vibrar con el relato fantástico nada menos que en forma de
teatro leído.
Efectivamente, por aquel entonces
regresó de su exilio el dramaturgo asturiano y cangués, por más señas, de la
magia escénica Alejandro Casona, algunas de cuyas obras más emblemáticas nos
leyó el Padre Morán en clase, tal como "Los árboles mueren de pie",
"La sirena varada", "La barca sin pescador", etc. que
a mi me engancharon al relato fabulado. Más aún, puedo decir que gracias
la lectura de aquellas piezas teatrales llenas de fantasía, despertó en
mí lo que por natura seguro llevaba dentro y hoy puedo decir que soy un
mentiroso creativo de consideración, pero no para salvar los muebles u obtener
un beneficio personal, sino un mentiroso cuasi literario que cuando cuenta algo
suyo o de otros o cuenta cosas de la vida, las modifica y adorna para hacerlas
más bellas, llamativas, más escabrosas o irreales de modo que prendan en el
escuchante. La realidad es dura y fea. Me gusta reinventarla. Así, pues, dejo a
vuestro olfato que creáis o no cuando escribo de "cosas reales como la
vida misma", como decía el ilustre humorista.
Pasaron muchos años sin verlo ni saber
nada de él, más allá de que se que se había secularizado y casado con
aquella chica de Corias, cuyo balcón daba a la carretera, por donde él gustaba
de salir a correr y hacer gimnasia (no diré por qué, pero me podéis adivinar el
pensamiento), joven a la que también aspiraba un compañero de clase, dos años
mayor que yo y con cierta escuela amatoria, que me ha relatado jugosas
historias de los dos gallos peleando por la misma gallina, pero eso lo contaré
con pelos y señales cuando vaya a Tele 5, jajaja.
Hará como unos ocho años coincidí con él
en Corias, con motivo de una comida de convivencia de exalumnos, de esas que se
hacen todos los últimos sábados de septiembre desde hace años. Me reconoció,
estuvo cariñoso conmigo y abandonamos la iglesia, donde había tenido lugar el
reencuentro, con el brazo de él echado por encima de mis hombros. Me pareció
lúcido, aunque algo lentecido, y tuve que corregirle un par de veces que yo no
era José Francos Rodríguez (el político que tiene calle y estación de metro en
Madrid, 1862-1931), si no José Rodríguez Francos. Pero donde sí me pareció
lúcido siempre fue en sus escritos en el Blog. Él y Ulpiano eran y son,
respectivamente, las mejores plumas del mismo con diferencia.
Pues, nada, Morán, eso es todo y
así lo he contado. No voy a decir que nos esperes allá muchos años porque, en
lo que a mí respecta, después de tantos tiros pegados, con diez o doce añitos
más -hasta que todavía tenga capacidad intelectual para escribir un artículo
casi tan bien como tú- me conformo.
Descansa en paz.