Nos acomodaron a todos juntos en un espacioso comedor que ocupamos al completo. El menú fue muy variado y abundante a base de los contundentes platos, propios del país. A los postres también hubo, por parte de Dimas y sus acompañantes, los cánticos de costumbre, pero esta vez con mayor sentimiento y solemnidad, ya que se interpretaron en su honor y memoria las canciones preferidas en vida por el finado, Pepe Morán.
domingo, 19 de febrero de 2017
FUNERAL POR PEPE MORÁN
Dice el dicho popular que para
muestra bien vale o basta un botón. Y en
este caso así fue pues, el grupo de la foto no es más que una pequeña representación de todos los que nos hemos reunido ayer sábado
18 de febrero en Pola de Lena, para celebrar en la Iglesia Parroquial de San
Martín el funeral por el eterno descanso de Pepe Morán, el que fuera nuestro
antiguo profesor en el Instituto Laboral San Juan Bautista de Corias, durante
los años 60 y 70 del siglo pasado.
A pesar de estar la mañana lluviosa,
pero no fría, nos reunimos, aparte de los feligreses de Pola, del orden de cincuenta y tantos asistentes al acto, entre exalumnos de Corias
y sus familiares. El funeral fue concelebrado por cuatro sacerdotes, entre los
que se encontraba el dominico Padre Lastra, amigo y compañero de estudios del
finado, que también fue el encargado de
decir la homilía, orientada en su totalidad al recuerdo y exaltación de los valores
del recientemente fallecido, Pepe Morán.
La misa de funeral se celebró a la una de la
tarde y una vez concluido el acto, sobre
las dos, nos trasladamos casi la totalidad de los exalumnos presentes,
salvo algunas excepciones que por compromisos familiares no les era posible el
asistir ya que les estaban esperando otras obligaciones, a la vecina localidad de Campomanes
para allí reponer fuerzas la extensa
agrupación. A pesar de ser un nutrido grupo,
no hubo problemas a la hora de buscar
lugar donde cobijarnos y poder comer, gracias a que el compañero Ron tuvo el acierto y previsión de apalabrar con la
debida antelación un amplio número de plazas
de comensales, las suficientes como para poder albergar a la cincuentena que nos
hemos presentado, en el restaurante El Reundo (Redondo) en Campomanes.
Nos acomodaron a todos juntos en un espacioso comedor que ocupamos al completo. El menú fue muy variado y abundante a base de los contundentes platos, propios del país. A los postres también hubo, por parte de Dimas y sus acompañantes, los cánticos de costumbre, pero esta vez con mayor sentimiento y solemnidad, ya que se interpretaron en su honor y memoria las canciones preferidas en vida por el finado, Pepe Morán.
Nos acomodaron a todos juntos en un espacioso comedor que ocupamos al completo. El menú fue muy variado y abundante a base de los contundentes platos, propios del país. A los postres también hubo, por parte de Dimas y sus acompañantes, los cánticos de costumbre, pero esta vez con mayor sentimiento y solemnidad, ya que se interpretaron en su honor y memoria las canciones preferidas en vida por el finado, Pepe Morán.
A la salida del restaurante, ya
a punto de despedirnos y partir cada uno para su casa, nos hicimos esta foto a
petición de Alfredo, de mayoría canguesa, en las inmediaciones del restaurante,
la cual servirá como recuerdo y para dar
testimonio de este luctuoso acontecimiento, pero a la vez también reconfortante si
al menos nuestra humilde presencia, ha contribuido para manifestar el respeto y aprecio que sentimos por nuestro antiguo
profesor y amigo, Pepe Morán.
B. G. G. bloguero “Prior”
sábado, 18 de febrero de 2017
REGRESO A CANGAS
Siempre me gustó viajar de
incógnito, sola, sin vecino de asiento a ser posible, porque eso me evita
responder a preguntas o comentarios, generalmente protocolarios, acerca del
estado del tiempo o de la comodidad del autobús.
Una mañana fría y oscura de mediados de enero los dioses me fueron
propicios y pude disfrutar, sin compañía forzosa, de lugares y paisajes por los
que hacía años que no volvía: las amplias llanuras de Trubia por donde el Nalón
se demora camino del mar; las amables colinas de Grado y el centro de la villa
donde el palacete de Da. Concha Heres resiste el paso del tiempo y sus
desastres; las fértiles tierras de Cornellana cargadas de resonancias salmoneras; Salas, donde el torreón de los Valdés se
adivina entre la niebla; las alturas de La Espina, brumosas y ligeramente
cubiertas de nieve; Tineo, asentada en su altura, colgada de sus laderas… Todo
está tan unido a mis recuerdos que sigue siendo parte de mí, aunque el tiempo
nos haya cambiado a todos, no siempre para mejorarnos.
El Puente del Infierno anuncia, como siempre lo hizo, que nos
acercamos a Cangas y el Monasterio de Corias, al que antes llamábamos El Convento, es su puerta principal.
Aquella mole severa, sombría y silenciosa estremecía mi imaginación de niña y
he necesitado muchos, muchísimos años, para saber, para entender por qué.
Cangas me recibió lluviosa y fría, nada excepcional en esta época
del año.
Mi primera visita, motivo principal del viaje, fue para el Palacio
de Omaña, hoy Casa de Cultura, y más exactamente para la preciosa talla
románica de La Virgen con El Niño que allí se expone estos días, tras muchas
peripecias. El palacio estaba totalmente vacío y La Virgen me recibió en
privado. Nos miramos largamente y quise preguntarle acerca del luminoso color
de sus ropajes, del esplendor de su corona y, sobre todo, de la radiante
blancura de su tez y del dorado fulgor de sus cabellos que me parecieron
denotar un origen francés o más lejano aún. Pero sabido es que las vírgenes y
las reinas no responden a las preguntas de humildes e indiscretos visitantes.
Acabada la audiencia me detuve cuanto quise ante las placas
conmemorativas de ilustres cangueses; ante las maquetas de aldeas, molinos, fraguas,
viñas, prados y huertas, propios de nuestra región; ante la osada arquitectura
del palacio en cuyos sótanos se ven los cimientos del viejo edificio encajados
en las rocas del talud sobre el río.
Atravesé el Puente Colgante que ofrece una vista privilegiada
sobre el Narcea, Ambasaguas, El Cascarín y las nuevas construcciones que
invaden cuantas laderas alcanza la vista. El puente, quizá porque en mi
juventud no existía, sigue pareciéndome un elemento extraño y distorsionador
del paisaje, como me lo parece también la espantosa estación de autobuses con
sus pasarelas, el instituto y demás construcciones que han alterado La Vega
para siempre.
Por delante de La Colegiata, cerrada, me dirigí a la Calle Mayor y
me detuve ante el Teatro Toreno, de tan grato recuerdo para los amantes del
cine, y silenciosamente le agradecí su gallarda presencia. A la entrada del
Corral contemplé el chalé de Tandes cuyos leones, que tanto me intrigaban en la
infancia, siguen vigilantes a su puerta. Siempre me pareció un edificio
notable, romántico, escenario
perfecto para una película de Hitchcock, “Rebeca”,
en concreto. También le presenté mis respetos y gratitud porque, como el
Teatro Toreno, son amigos que me reciben después de muchos años.
En El Corral solo queda reconocible el edificio de los Juzgados y
la fachada del Bar Amador, obra del inolvidable Pepe Gómez. La maltrecha y
abandonada báscula, sepultada entre musgo y maleza, tan
activa entonces, parece una alegoría del demoledor paso del tiempo.
Caminé un trecho en dirección a Corias para ver la ladera de
Obanca y la acera que impide que los peatones pongan en riesgo sus vidas a cada
paso.
Regresé al Corral y, desandando el camino andado por la Calle
Mayor, llegué hasta la de La Fuente con intención de conocer el Bar Chicote,
del que he oído hablar mucho y bien, y saborear un buen vino de Cangas y unas
patatas picantes. Pero estaba cerrado.
A primera hora de la tarde visité uno de los lugares más
emblemáticos de la Cangas de mi juventud: El Paseo. Actualmente se llama Calle
Uría y este nombre le cuadra mucho mejor porque de paseo ya no conserva nada.
No quedan árboles y el Cine Trébol es una tienda de chinos. Examiné el
monumento al Minero, que más me parece un cazador y no me gusta, quizá porque mis preferencias
escultóricas discurren por muy diferentes caminos. Pero me entusiasmó ver que
el chalé del Soliso resiste perfectamente conservado y parece contemplar con
altivo desdén la vulgaridad arquitectónica que lo rodea desde la superioridad
de su perfecta belleza clásica. Le presenté mis respetuosos saludos como a otro
viejo amigo y me respondió con un guiño cómplice y un susurro :”no todo está perdido”.
Llegué hasta el Colegio de las Monjas que continúa idéntico a si
mismo aunque cercado por bloques de viviendas que han ocupado los antiguos prados
y huertas. Me detuve sin prisa ante la fachada del Ayuntamiento, entré en su
severo patio y lo recorrí con calma aprovechando la total ausencia de empleados
y visitantes. El recuerdo de las fiestas del Carmen y de aquellas galas en el
Patio del Conde a punto estuvieron de arrancarme una furtiva lágrima. Me asomé a las almenas y contemplé la que
siempre conocimos como Calle Rastraculos, coloquial y abreviadamente Rastra, hoy muy restaurada y
políticamente correcta, tanto que ha cambiado su expresivo nombre por el de So
el Mercado. No será necesario decirlo: me gustaba más el de antes.
Enfilé la Calle Mayor y me detuve ante la casa de Los Astorganos, tan
estrechamente unida a mis mejores recuerdos, hoy en penoso estado. Hubiera
querido endulzar esa impresión amarga con un pastel de almendra, de aquellos en
forma de cestito, en la Confitería Rey, frente al Café del Carmen. Pero ambos
dejaron de existir hace mucho, mucho tiempo. El Café Madrid sigue abierto, casi
igual al de entonces ¡pero tan distinto! Solo el Julter y la Farmacia Marcos
resisten heroicamente, indiferentes a las nuevas tendencias decorativas y al
marketing. Tampoco el Chacón es ya el clásico café, sala de estar de cangueses
y visitantes.
Me detuve ante la desaparecida librería de Pol (Paul, sería lo correcto, porque era belga, pero eso no
importaba entonces y menos aún como se escribiera su nombre), donde compré mis
primeros libros, que aún conservo, mientras mi madre compraba lanas para
hacernos jersys en la mercería de enfrente. El Chicote continuaba cerrado y examiné
el Palacio de Pambley, necesitado de restauración, en cuyos bajos se asienta.
Me sorprendió un error en la placa conmemorativa, donde se lee franqueada por dos torres en vez de flanqueada por dos torres. ¿Habré sido la única en advertirlo? Un
poco más adelante admiré la elegante y preciosa fachada tardobarroca del
palacio de los Llano, que no recordaba, también en lamentable estado de
abandono.
Regresé a la Calle Mayor y por aquel estrechísimo callejón llegué
a Los Faroles y vi el cielo sombrío, casi amenazador, sobre las ruinas del
Truita, sobre su desaparecido tejado, a través de los ojos vacíos de sus
ventanas, y me produjo la tristeza indescriptible de lo irremediablemente
perdido. En su fachada se anuncia que ha sido adquirido por una empresa. ¿Lo
dejarán sucumbir víctima de su propio deterioro?
Siguiendo por la Calle Mayor me detuve un instante frente a la
Confitería Milagros, donde hubiera querido tomar un café y charlar con la
encantadora Florina que trataba a las jovencitas de entonces como si fuéramos
grandes damas. Pero tampoco existe ya y lo tomé en una cafetería próxima,
nueva, sin pasado, y me supo a vacío y a nada.
Llegué al final de la calle pasando de nuevo ante el Teatro
Toreno, y retuve con dificultad otra lágrima. Me despedí de los leones de
Tandes como quien se despide de viejos amigos a quienes no sabe cuando volverá
a ver, pero sabe que siempre serán amigos.
A las 6 de la tarde subí al Alsa cargada de emociones y nostalgia,
de recuerdos y, tal vez, más sabia porque esa es la misión de éste y de todos
los viajes: enseñarnos más sobre nosotros mismos a través de nuestros recuerdos,
de nuestro pasado, de nuestras raíces… Las mías se hunden cada día más y más en
la amada tierra de Cangas.
MGM
Enero, 2017
viernes, 3 de febrero de 2017
LA DÉCADA DE LAS LUCES… Y DE LAS SOMBRAS
Solemos mirar atrás, a los comienzos de nuestra vida, para evitar, quizá, aquello que escribió Malraux en La
condición humana: “Cuando un hombre ya está hecho; cuando ya no
queda en él nada de la
infancia y de la adolescencia; cuando, verdaderamente ya es un hombre, no sirve
nada más que para morir”
Tampoco era una década fácil aquella de los
cincuenta del pasado siglo para la inmensa mayoría de españoles.
Sin embargo se podría decir, dicho en
plan exquisito y tal vez de forma pretenciosa, que para quienes ahora frisamos
la setentena esa fue nuestra década
de las luces… y también
de las sombras. En ella abandonamos la inocencia o inconsciencia propia de la
infancia para adentrarnos en los albores de una juventud, y de una consciencia,
que nos llevaría paulatinamente a
percibir la realidad de la vida. Primero como adolescentes y solo años después como personas adultas.
Es posible que aquella nos pareciera una década interminable, de años lentos y hojas de calendario que se
demoraban en las paredes hasta ennegrecerse, permitiendo, incluso, que las
moscas depositaran sobre ellas sus diminutas heces hasta convertirlas en
curiosas, y dudosas, obras de puntillismo pictórico. Solo mucho tiempo después nos dimos cuenta de que la vida es una montura que cabalgamos en
una única dirección, y que aún sabiendo que la velocidad de su andadura es siempre la misma, la
percepción que de ella
tenemos suele ser muy diferente. Al comienzo, durante el primer tramo de vida,
su trote resulta cansino, indiferente a los esfuerzos por espolearla para que
nos adentre en el atrayente futuro que nos aguarda. Después, al bordear el abismo de la vejez, su
trote se desboca y son vanos los intentos por frenarla, por demorar la llegada
del cada día más cercano final. Es el ciclo de la
naturaleza imposible de eludir.
Durante aquellos años cincuenta los Reyes se transformaron
en padres y, en la noche mágica,
sustituyeron los carros hechos con recias tablas, los caballitos de cartón o las pequeñas camionetas de hojalata por zapatos, la Enciclopedia Álvarez o un cabás de madera para el colegio. En lo relativo al sexo los infantiles
y retozones juegos a padres y madres
entre la hierba del pajar fueron dejando paso a las miradas furtivas y a
las sonrisas del quiero pero no puedo. Dogmas y prejuicios, implacablemente
inculcados, invadieron la inocencia para
empujarnos en brazos del inevitable confesor. A él debíamos confiarle
nuestros más recónditos e inexistentes secretos, mentirijillas
ocasionales y peleas con amigos, únicos
pecados al alcance de un niño.
Peor era años después, ya bajo el influjo del deseo, cuando
arrebolados de vergüenza había que responder al consabido “cuantas veces”.
Sin pretender herir las creencias de nadie
no deja de resultar admirable la capacidad
inventiva de la Iglesia al instaurar, a través de la confesión,
el más poderoso sistema
de información pre-cibernético que se pueda imaginar. Poco valor
informático podían tener aquellas confesiones de niños. Su único valor, y explicación,
tal vez se inscribía en el
educacional, esto es, crear el hábito
para cuando se tuviera capacidad de “pecar”. Quién dispone de información
tiene poder y capacidad de someter, según nos han explicado ya muchas veces. La confesión, desde un punto de vista jurídico, puede albergar otra cierta anomalía; un mismo poder, la Iglesia, establece
las normas, legisla, y al tiempo juzga y condena su incumplimiento. Pero este
es un terreno resbaladizo y mejor dejarlo a la conciencia de cada cual.
Puede resultar ilusorio intentar abordar
estos temas en unos tiempos en los que impera ese concepto llamado posverdad;
donde la mentira puede ser asumida como verdad, o la mentira, como tal mentira,
suele transformarse en creencia compartida por la sociedad. Ejemplos de esa
posverdad nos asaltan a diario. Basta con escuchar, o leer, a no pocos
personajes públicos y creadores
de opinión. Sobre todo a los
que detentan el poder. Solo un botón
de muestra que afecta directamente a los jubilados; cuando la ministra, Sra. Báñez, se ufana en televisión, y en carta personal, de haber subido
las pensiones, ese mísero
0,25%, nos está diciendo una posverdad. En realidad su gobierno las ha reducido en
un 2,75 %. La diferencia entre esa subida y el incremento experimentado por el
IPC según los datos de este
enero.
Como
escribía hoy mismo Adolfo
Muñoz en la sección de Opinión de El País:
“Para mentir no es
necesario caer en el bulo. Se puede mentir diciendo solo una parte de la
verdad. Se destaca una pequeña
parte de la verdad, se la ilumina, se la descontextualiza, se carga de notas
sentimentales…y ya tenemos esa
pequeña parte de la
verdad convertida en una descomunal mentira”.
Pero aunque resulte una osadía por mi parte no es a ese tipo de
mentira, o posverdad, a la que me quería referir aquí
sino a la mentira blanca que en ocasiones torturaba
las aún impúberes conciencias en el amanecer a la
vida. Mentiras dictadas por la inocencia que, en realidad, eran una especie de
autodefensa para poner a salvo incipientes parcelas íntimas de libertad. Tiernas mentiras que bajo la amenaza de
castigos infernales solían
provocar ataques de terror y largas noches de insomnio, más cuando se acercaba la fecha de rendir
cuentas al temido confesor. Puede parecer
transgresor pero también
lícito afirmar que en
aquellos años cincuenta
encorsetaron nuestros raciocinios y comportamientos con dogmas y anatemas que
ligaban de forma indisoluble mal y bien con
mentira y verdad, ignorando que la sabia naturaleza ofrece siempre una
infinita gama de matices y modos de vida.
Ningún ser humano debiera nacer, y crecer, bajo sospecha. Son sus
hechos, buenos y malos, de adulto consciente los que se debieran juzgar.
El protagonismo de aquella cruzada
catequizadora, no podía
ser de otra manera, la llevaron a cabo algunos curas vestidos con sotanas
negras que habían cursado el
seminario en una de las trincheras de la reciente guerra.
Por eso tal vez la llegada a Corias, con
independencia de estar más
o menos llamados por las cuestiones religiosas, pudo representar un soplo de
aire fresco. Allí, bajo el hábito blanco, estaban personas que, salvo
algunas excepciones poco gratas, habían
estudiado y asimilado una vasta cultura que les permitía ver más allá de dogmas y anatemas. No solo habían leído a San Agustín o Santo Tomás, también
a otros clásicos desde Kant
hasta Hegel. Ellos nos enseñaron
que existían más colores que el blanco y el negro. También diferentes graduaciones entre la
mentira y la verdad o entre el bien y el mal. Algunos recordareis como un
profesor, fraile, nos hablaba de la posibilidad de mentir sin mentir con un
ejemplo clásico: Él,
decía, estaba situado
en mitad de un camino aislado por el que veía pasar a un buen hombre huyendo de unos malhechores, no recuerdo
que especificara si esos perseguidores eran el brazo ejecutor del poder o no.
Al llegar éstos a su altura le
preguntaban si había visto pasar por
allí al huido. El fraile, al responder, apuntaba subrepticiamente, sin
que nos percatáramos, con el dedo índice al interior de la amplia manga de
su hábito y respondía que por allí no había pasado nadie. Después
nos preguntaba si él había mentido, y, ante nuestras dudas,
desvelaba que por el interior de su manga nadie había pasado. De esa forma sencilla nos desvelaba que verdades y mentiras
tienen muchas vueltas.
Después, a lo largo de la vida, fuimos descubriendo que la mentira, y en
justa correspondencia también
la verdad, es poliédrica. Por eso
suele resultar tan difícil
averiguar el sentido de su orientación
y la cara en que se asienta.
ulpiano rodríguez calvo
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