DE LECCE A LECCE
lunes, 24 de junio de 2013
DE VIAJE AL SALENTO (IV)
DE LECCE A LECCE
Una carretera recta de pocos kilómetros une Lecce con la
costa. Atraviesa una llanura tapizada, en esta época del año, de flores
amarillas y moradas que, junto al rojo de las amapolas parecen tejer la bandera
republicana española.
Al llegar a San Cataldo, ya al borde del mar,
giramos al sur. Algún día alguien debería indagar los motivos por los que
tantos nacidos en el norte, entre los que me incluyo, sentimos esa magnética
atracción hacia el sur.
La carretera discurre durante el primer tramo paralela y
casi a nivel del agua. Las playas de arena blanca, ahora desiertas, se sucedían
a nuestra izquierda, mientras, a la derecha, dejábamos atrás extensos campos de
olivos alternados con almendros, chumberas, algún altivo ciprés y también
higueras de copas anchas, casi emparradas. No costaba imaginar a los sabios de la Magna Grecia , a la
sombra de estas higueras, sumidos en cavilaciones, con los dulces y jugosos
frutos al alcance de la mano.
Más allá, en una pradera salpicada de guijarros, un pastor
cuidaba un rebaño de cabras que eran blancas como la leche y tenían las orejas
de color rosa.
Todo, bajo el radiante sol que realzaba el azul de cielo y
mar, componía una deliciosa estampa mediterránea
Atravesamos pueblos, ahora semivacíos esperando los
visitantes veraniegos, de casas bajas, distanciados unos de otros. Todo este
litoral hace revivir imágenes de los pasados años sesenta, de cuando la
especulación urbanística no había destrozado la costa del Mediterráneo español.
Intentamos visitar los lagos de Alimini, conocidos por su
riqueza en flora y fauna. A tal fin abandonamos la carretera de la costa y
tomamos un desvío jalonado de chumberas. De cuando en cuando, detrás de campos
de almendros y olivos, se divisaban los lagos rodeados de cañaverales, pero no
acertamos a localizar un camino o vereda que permitiera acercarnos. Cansados de
recorrer estrechas carreteras, sembradas
de cráteres más que de baches, retornamos a la general.
Otranto es la ciudad más oriental de Italia. Solo unos 80 Km . la separan de Albania.
De las sucesivas invasiones sufridas a lo largo de los siglos dan fe las
imponentes murallas y fosos que rodean la ciudadela antigua. Dentro de la
muralla se alzan antiguas y cuidadas casas blancas, con múltiples tiendas de
artesanía, productos locales y recuerdos abiertas a tranquilas, al menos en
esta época, calles peatonales. En mitad de esta ciudadela se levanta la catedral.
Todo su suelo está cubierto por un impresionante mosaico del siglo XII y el
techo es un precioso artesonado árabe. En una cavidad acristalada, a un lado
del altar, se encuentran los restos, huesos y calaveras, de los 800 vecinos
refugiados en esta catedral y masacrados en ella durante la invasión turca de
1480. Macabro vestigio en una ciudad que fue rompeolas de barbaries.
Pasear sobre las murallas que dan al mar es una auténtica
gozada. Prueba de ello son las caras de asombro y felicidad de un nutrido grupo
de jubilados alemanes que se solazan recorriendo la ciudad.
Después de Otranto la costa se va volviendo más abrupta, más
agreste y si cabe más bella, o al menos, con otro tipo de belleza. Los
acantilados van adquiriendo altura y durante kilómetros las únicas
construcciones que se divisan son antiguas torres vigía. El terreno se vuelve
rocoso y la vegetación selectiva. Solo centenarios olivos, como gigantescos
bonsáis, logran hundir sus raíces resquebrajando la roca y permitiendo a las
matas de lirios silvestres florecer en las grietas que abrieron a sus pies. Aunque
parezca increíble, también algún pino parasol ha logrado asirse al borde mismo
del acantilado y crecer hasta elevada altura en difícil y desafiante equilibrio
sobre el abismo.
El silencio era absoluto, roto solo por el rumor del
vehículo en que viajábamos; a nuestro paso, una bandada de cuervos que
dormitaban sobre las rocas, alertados por el rumor, emprendieron vuelo
descendente y lejano moteando de negro las aguas del mar. Aguas limpias y
transparentes, teñidas, por la profundidad y la luz, de esmeraldas y turquesas.
Atrás dejamos la
Cueva de
Zinzulusa; según la guía una maravilla abierta al mar, pero como el
tiempo era poco y el recorrido mucho, decidimos continuar.
Santa María de Leuca se encuentra en el punto más extremo del
talón que estábamos recorriendo. Lo primero que percibimos fue el penetrante
olor marino de las algas y, sorprendentemente, tratándose de un famoso centro
vacacional, la paz que imperaba. Una paz solo alterada cuando nos instalamos en
una terraza a la orilla del mar para tomar una cerveza y adivinar la línea
divisoria entre el Jónico y el Adriático, por un bullicioso grupo
de nórdicos, bien pertrechados ciclistas, se supone que pensionistas alojados
en un hotel de la zona, juveniles y lozanos, ellas y ellos, dando cuenta de
abundante cerveza para compensar el esfuerzo realizado sobre la bicicleta y
disfrutando, en fin, el placer de la vida. La imagen induce a pensar si son
realmente los gobiernos del norte quienes exigen al gobierno de España prolongar la vida laboral hasta los setenta
años. Pero el lugar y el momento no era el más apropiado para pensar en esas
cosas; mejor saborear las cervezas y aceitunas locales viendo como enormes porta contenedores doblaban la cercana
punta rumbo a lejanos puertos del Adriático o del Medio Oriente
La costa es de rocas negras convertidas por la erosión en
afiladas cuchillas, y, a la vista, no aparecen playas, aunque sí se anuncian
algunas calas cercanas. Abundan las villas de finales del XIX y principios del
XX y pequeños hoteles, ninguno de los cuales supera las tres alturas. Al
restaurante de uno de esos hoteles, el Rizieri, nos dirigimos para comer
unos “spaghetti alle vongole” (pasta con almejas) y “fritto di paranza” (pescadito frito), ambos platos buenos y
recomendables.
Después de comer, y de un fallido intento de visitar un
bastión enclavado en un extremo del paseo marítimo, emprendimos ruta hacia Gallipoli
por una carretera interior, no lejos de la costa, recta, como trazada con
tiralíneas. Llamaba la atención la gran cantidad de aves que se afanaban en
construir o reconstruir sus nidos en las hileras de árboles que flanqueaban la
carretera. Árboles que por cierto no aparentaban ninguna prisa para cubrirse de
hojas y poner a resguardo los nidos. Por los campos abundaban los altos tallos
de finocchio (hinojo). A su bulbo,
del tamaño de una cebolla grande, se le atribuye desde la antigüedad amplio
espectro terapéutico. Además es apreciado por la gastronomía italiana, especialmente
en el sur. Se consume crudo o cocinado formando parte de múltiples platos. Yo
procuro evitarlo, porque su sabor anisado me provoca cierto rechazo; sin
embargo a mis nietos, influencia paterna, les encanta.
Fuente de la época helenística
Gallipoli (su
nombre según los estudiosos proviene del griego Kallipolis “ciudad hermosa”). Hace honor a su nombre la parte de
ciudad originaria enclavada sobre una isla unida a tierra por un pequeño istmo.
En la actualidad es un importante centro vacacional frecuentado por personajes
del mundo empresarial y político italiano. La parte antigua está amurallada y
sobre la muralla discurre un agradable paseo, riviera, con buenas terrazas para relajarse mirando el inabarcable
mar. Debajo de las murallas se extiende una playa de arena dorada. Entonces,
cuando la contemplábamos desde una de las terrazas estaba desierta; solo una
mujer, con el agua hasta la cintura, la recorría sin pausa. Pero no resulta
difícil imaginarla invadida por las multitudes al avanzar el verano.
Mediada la tarde, desde la
riviera se asiste a un colorido desfile de barcos pesqueros que regresan de
la faena y se dirigen al puerto. Allí, en el malecón, son depositados peces de
múltiples tamaños, como tesoros plateados entreverados de rojo, que
inmisericordes redes arrebataron al mar.
Yacen en cajas, con las bocas abiertas, anhelantes del agua salada que les dio vida y los
cuerpos curvados bajo el rigor del último estertor. La multitud se arracima,
escruta la bondad de lo pescado y se inicia un bullicioso y pintoresco mercado.
De su pasado milenario, Gallipoli, conserva algunos restos.
En la explanada del puerto se encuentra una fuente helenística decorada con
artísticos bajorrelieves de episodios mitológicos. De factura más reciente son
el castillo, que domina el puerto, y la catedral, dedicada a Santa Ágata, ésta
de estilo barroco y con meritorios frescos de artistas locales. Muy
interesantes resultan las almazaras existentes en el bajo de centenarias casas,
algunas de las cuales, recientemente restauradas, se pueden visitar. En ellas
se muestran molinos con tres muelas, prensas de doble husillo y profundos
depósitos subterráneos en los que se almacenaba el aceite. Este estaba
destinado al alumbrado y en esos depósitos alcanzaba mayor acidez. Según está
documentado, de este puerto salían a diario, en los siglos XVII-XVIII, decenas
de barcos cargados de aceite para iluminar media Europa.
Próximo el anochecer emprendimos el regreso a Lecce. Al día
siguiente queríamos reemprender camino con destino a Matera, ya
en
Basilicata.
Ulpiano Rodríguez
Calvo
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3 comentarios:
Ulpiano dice en su segundo párrafo de esta ilustrada y amena entrada suya lo siguiente: “Algún día alguien debería indagar los motivos por los que tantos nacidos en el norte, entre los que me incluyo, sentimos esa magnética atracción hacia el sur”.
Pues, es cierto esto y a mí también me pasa, pero debo decir que solo temporalmente pues, en mi caso y en el de mi mujer siempre fue una atracción efímera y de novedad; sobre todo, si el sur que nos había tocado era costeño. Por desplazamientos temporales del trabajo nos ha tocado vivir varias veces en el sur, tanto en zonas de interior como en la costa, y la primer temporada estábamos encantados y nos gustaba mucho, pero cuando la estancia se alargaba en exceso, aún estando muy a gusto allí, ya no veíamos el día de poder volver al norte, eso siendo conscientes de que, en cuanto a la bondad del clima, estábamos cambiando el rabo por las orejas; pero el que dijo que la cabra nace en la peña y tira para ella, qué gran razón tenía.
Ulpiano dice en su segundo párrafo de esta ilustrada y amena entrada suya lo siguiente: “Algún día alguien debería indagar los motivos por los que tantos nacidos en el norte, entre los que me incluyo, sentimos esa magnética atracción hacia el sur”.
Pues, es cierto esto y a mí también me pasa, pero debo decir que solo temporalmente pues, en mi caso y en el de mi mujer siempre fue una atracción efímera y de novedad, sobre todo, si el sur que nos tocaba en suerte era costeño. Por desplazamientos del trabajo nos ha tocado vivir varias veces en el sur, tanto en zonas de interior como en la costa, y la primer temporada estábamos encantados y nos gustaba mucho, pero cuando la estancia se alargaba en exceso, aún estando muy a gusto allí, ya no veíamos el día de poder volver al norte, eso siendo conscientes de que, en cuanto a la bondad del clima, estábamos cambiando el rabo por las orejas; pero el que dijo que la cabra nace en la peña y tira para ella, qué gran razón tenía.
Ulpiano, ¡Qué bien sabes escoger los sitios que visitas! Cuando describes la estancia en la terraza para tomar una cerveza y adivinar la línea divisoria entre el Jónico y el Adriático, me entra, como de costumbre, una sana “envidia”. Me recuerda algunos sitios en los que estuve y de los que guardo gratos recuerdos.
Cuando hablas de los jubilados nórdicos en bici, juveniles y lozanos, no puedo dejar de pensar en qué nos esperará a los que nos quedan algo menos de tres años para jubilarnos, según las normas actuales.
Yo también soy de las del norte que siento atracción por el sur. Vuelvo a lo de siempre, yo para ir al sur tengo que aprovechar en las vacaciones, y, como en mi puesto de trabajo son obligadas en agosto, hace demasiado calor. La última vez que fuimos en ese mes, recuerdo un calor asfixiante porque además parte de los días coincidieron con una ola de calor.
Para finalizar decir que cuando pueda, quiero “ser como tú”. Viajar por sitios tan agradables, en épocas de buena temperatura…
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