martes, 22 de noviembre de 2016
Va de ángeles
No
me digáis que no sería maravilloso que se inventara algún artilugio para
detener el tiempo. Quiero decir que sería genial poder echar el ancla justo en
el momento en que casi tocamos el cielo con las manos. Prolongar esos minutos,
horas, quizá días que nos sentimos absolutamente felices. No es posible
quedarnos, instalarnos en ese momento mágico. Estamos destinados a recorrer
otros minutos, otros días, unas veces venturados y otros desventurados.
El
tiempo se lleva todo consigo, lo grato y lo ingrato. No cabe dolerse de la
crueldad que significa poner fin a los momentos maravillosos, porque
por contrapartida, el tiempo se lleva también lo adolorido, lo triste. Es más, nos hace la caridad de mantener una
memoria gozosa al recordar lo bueno y nos ayuda, y mucho al ir dejando lo
ingrato entre las nieblas del pasado. Sólo los enfermos mentales logran
instalarse en el pasado doloroso. Y lo llevan como un insoportable fardo a sus
espaldas.
Los
sanos mentales, rebuscamos en el pasado lo momentos felices para seguir
gozándonos con ellos.
Con
frecuencia me viene a la memoria aquella Navidad del ochenta y pico. Trabajaba
yo en aquella época 11 horas al día. A las nueve de la noche terminaba en el
centro donde impartía inglés comercial. A las nueve y cuarto llegaba a casa.
Mis dos niñas, una de cuatro años, Rosa y otra de cinco, Ida, llevaban cinco
minutos acostadas pero no dormidas, pues esperaban a despedirse de papá. Yo
rendido, exhausto, les dedicaba un cuarto de hora entrañable para mí. Las
tomaba de la mano y las llevaba al mundo mágico de los cuentos, donde todo lo
imposible resultaba posible y, en la penumbra de la habitación mi voz
convertida en susurro, las transportaba suavemente al país de los sueños.
Cientos
de cuentos improvisados que lamento no recordar. Eran como un dulce somnífero a
dosis diaria… En alguna ocasión me quedé dormido yo mismo a la par que ellas.
Sólo recuerdo alguno que me veía obligado a repetir una y otra vez. A petición
del público.
En
esas estábamos cuando un incidente de mi salud me llevó al hospital Gregorio
Marañón donde estuve encamado mes y medio.
Se
trataba de una grave dolencia de la vista que me obligó a guardar reposo
durante mes y medio con los ojos vendados y sin poder mover la cabeza ni un
centímetro todo el tiempo. Fue terrible. Me encamé el día de Nochebuena y di
orden de que no llevaran a las niñas a verme, pues la estampa era patética y
demasiado impresionable para su corta edad.
La
única información que recibieron fue: “Papa está malito en el hospital”.
Rosa
de tres años y medio, fue quien primero reaccionó ante mi ausencia. Según me
explicaba mi mujer se pasaba el día diciendo –viniera o no a cuento– “Bueno, yo
como no quería a papá”, “Mamá, yo a papá no le quería”, “Yo no quería a papá”.
Así
mes y medio.
Cuando
retorné a casa ofrecía un aspecto lastimoso. Pálido, con el pelo alborotado,
vacilante, con unas gafas en la que los cristales habían sido sustituidos por
dos cartones negros con un minúsculo orificio en el centro. Llegué y me derrumbé
en una butaca con el cansancio de haber corrido un maratón.
Rosa
no se separaba de mí y me decía: “Papá, qué guapo eres”, “Papá, guapo, te
quiero mucho”.
No
aguanté más allá de diez minutos. El cansancio era tal que tuve que acostarme
en la cama.
Allí
estaba yo, en la penumbra y sin ver… cuando oí que alguien andaba junto a la
cama.
- - ¿Quién
anda por ahí? Pregunté.
- - Papá,
soy yo, Rosa. Contestó una vocecita y prosiguió, Papá ¿Me dejas acostarme un
ratito contigo?
- - Sí,
mi vida, ven y acuéstate. Respondí.
Pronto
la sentí apretarse contra mí, al tiempo que me decía:
- - Qué guapo eres Papá.
- - Ya
hija, lo sé, gracias.
Un
silencio.
- - ¿Papá?
- - ¿Qué
cariño?
- - ¿Quieres
que te cante algo o te cuente un cuento?
La
oferta me deslumbró. Quería darme lo mejor, según sus valores, una canción o un
cuento. Sentí una emoción inenarrable. En oscuridad mis quebrados ojos se me
llenaron de lágrimas. Apenas si pude susurrar.
- - Un
cuento cariño. Dije.
- - Una
vez, una ardilla que vivía…
Fui
consciente de que ni antes ni después de aquello iba a vivir algo tan bello,
tan maravilloso como aquello.
Di
gracias a Dios por facilitarme una prueba palpable de que, en efecto, existen
los ángeles. Y uno estaba allí a mi lado. Luego, reconozco que le pedí a Dios
un imposible; que detuviera el tiempo, que no terminasen aquellos minutos de
ensueño.
Y
no terminaron. Casi cuarenta años después, sigue el ángel a mi lado. La niña
creció, se hizo mayor, hizo dos carreras universitarias, aprobó dos
oposiciones, se casó y actualmente vive en Bruselas donde trabaja en la
European School 4.
El
roxín de la foto es su hijo, que, haciendo honor a su prosapia angelical es
otra prueba ineludible de que existen ángeles.
Mirad
la foto, y comprobaréis que es un ángel. Es un ángel trilingüe, ya sabe cómo se
dice: cuento, canción, soñar y cariño en tres lenguas, en francés, inglés y en
la lengua de los ángeles, o sea, el español.
Quizás
todo esto ha sido un regalo que me dio la Providencia por bautizar a mi hija
Rosa con sidra.
Sí,
sí, con sidra.
Pedí
permiso al cura de Pola, donde nació la niña para que me permitiera echar unas
gotas de sidra en el agua bautismal. Ya que la niña había nacido en Asturias y
aquí se cristianaba yo quería que saliera una criatura explosiva, exuberante,
chispeante, rubia, alborotada y alegre como la sidra que cae sobre el vaso. Y
así salió.
Pepe Morán. Dominico-ex
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
3 comentarios:
Pepe Morán se mostraba un tanto reticente a la hora de enviarme este artículo para el blog, ya que tenía dudas por si podría resultar un tema demasiado personal. Yo le he dicho que no, que todo lo contrario. Además en estos tiempos de pocas emociones en general, viene como anillo al dedo el leer algo tan tierno y entrañable como estas vivencias de este padre y abuelo que gracias a sus vástagos ha llegado a la conclusión de que los ángeles existen , y que muchas veces los tenemos más cercanos de lo que pensamos. A mí, que no he vivido experiencias de ese tipo, me ha encantado y emocionado.
Me gustó mucho, muchísimo, este relato de Morán. Además de por lo bien escrito que está, cosa a la que ya nos tiene acostumbrados, por lo que en él relata.
Es verdad que el tiempo lo lleva todo consigo, cosa que nos viene muy bien en los momentos malos. Hay cosas que creo que sólo el paso del tiempo consigue atenuar.
En cuanto a los buenos momentos, como el que nos describe, creo que la memoria selectiva nos permite recordarlos y hasta “endulzarlos”.
Los niños, sobre todo a los tres, cuatro, cinco… años, tienen un candor que a mí también me parecen ángeles.
La ocurrencia del bautizo con sidra es muy original. Tiene el que voy a atreverme a llamarle “punto Morán”.
Últimamente mi ordenador me juega malas pasadas y no me deja entrar, pero al fin me lo recompusieron y pude entrar en el blog. Desde mi teléfono también puedo entrar pero a la hora de hacer algún comentario me resulta muy engorroso.
A mi también me emocionó y mucho, esta vivencia de Morán que él relata con su habitual maestría. Lo de los niños es algo tan mágico que al cabo de los años, miras atrás rememorando, revisando fotos y se siente una nostalgia y una ternura difícil de contener. De alguna manera se vuelve a recuperar con los nietos.
Publicar un comentario