sábado, 22 de agosto de 2015
¿TERRAZAS, O ZAHÚRDAS?
Un día de estos pasados, en una entrada que puse en mi página de Facebook , hacía referencia a las “plazas duras” de las ciudades y destacaba el efecto dulcificador que puede
producir en un buen número de usuarios o
visitantes de estos espartanos lugares, la
simple presencia de un
árbol o cualquier otra planta viva colocada
adecuadamente, ya que estos austeros espacios han sido concebidos y diseñados con
pocas florituras y recovecos, precisamente para poder mantener la integridad y soportar
el trajín y la permanencia de multitud de jóvenes que se divierten saltando y violentando todo
lo que esté a su alcance, que sea
susceptible de ello, durante las largas
noches de alterne, bullicio y botellón.
Sin embargo, para el resto de la
ciudadanía estos populares y recios lugares suelen resultar poco atractivos y acogedores, debido a la excesiva diafanidad y a la falta de encanto.
Algo parecido pasa con ciertas fachadas de edificios que muestran pequeñas terrazas al exterior que con
solo mirar hacia algunas de ellas ya dan ganas de girar la cabeza y dirigir la
vista hacia otro lado. El inmediato rechazo del paseante hacia estos reducidos
espacios semiabiertos, no se debe a la estrechez y raquitismo de sus dimensiones, sino
más bien al mal gusto de sus propios usuarios
que las mantienen recargadas excesivamente de trastos allí arrumbados
y mal colocados, con el agravante de que el antiestético contenido de estos recintos
es perfectamente visible desde la calle.
Cuando se opta
por vivir en un edificio de pisos, es de
suponer que también se es
consciente de los inconvenientes que puede
acarrear con el tiempo la permanencia en un tipo de vivienda de este tipo, pero por otro
lado pienso que no se es del todo consecuente. El elegir un piso como morada
supone aceptar el tener que estar recluido en una especie de cajón compartimentado de
base rectangular, cuadrangular o picuda, numerado
por altura y por mano, donde también se debe tener claro que aquello no es más que una de las múltiples cuadrículas en
las que se dividen las mastodónticas construcciones con formas paralelepipédicas
regulares e irregulares, que a modo de colmenas humanas se agrupan en colonias, urbanizaciones o barriadas, y que conforman una buena parte de las ciudades y, por lo tanto, es deber y obligación del que la adquiere mantenerla aseada y con cierto decoro; sobre todo, los espacios que son más visibles desde la
calle.
A la hora de adquirir un piso todos procuramos que una buena
parte del inmueble dé al exterior, con orientación favorable, para que sus ventanales resulten alegres y así podamos asomarnos y ver el continuo ir y venir de la gente por las
calles. Pero cuando se trata de las pequeñas
terrazas exteriores, eso ya es otro
cantar muy diferente y algunos más que pensar en la terraza como lo que es, un
espacio semiabierto que permite sentirnos
algo más libres que dentro del piso, no
lo consideran así y lo utilizan como un lugar más propio para dejar todo lo
inservible. De ahí que, cuando alguien de la casa necesite acceder a estos hacinados y exiguos recintos, como
son las amas de casa que lo hacen varias veces al día, por necesidades del hogar, deben pensárselo bien
antes pues, con solo verse momentáneamente envueltas entre semejante maremágnun de trastos y cachivaches, eso ya supone todo un atentado contra el orden y el buen gusto.
En el mejor de los casos, el que ose asomarse a uno de estos
lugares, lo más probable es que se dé de bruces con los tendales de la ropa recién lavada y colgada, prenda por
prenda, en las cuerdas del tendedero.
Pero aún peor es llegar a la situación
de tener que dudar si en realidad la
persona está en una terraza, o en una
especie de trastero abierto, atestado hasta el techo de diferentes bártulos, todos ellos amontonados
de cualquier forma sin orden ni control alguno, lo mismo que si acabaran de ser rescatados de una riada.
Por desgracia esta imagen tercermundista que se repite en algunas
de las terrazas de ciertos barrios en
las ciudades, es difícil de erradicar pues, como
no hay espacio libre en el interior de
las viviendas, los enseres de uso menos frecuente se tienen que situar en algún sitio donde menos estorben, y la única opción viable es sacarlos a la terraza. Pero la impresión que proporcionan estas zahúrdas, vistas desde
la calle, es deprimente, similar al de una pocilga.
Las joyas más habituales que se suelen mostrar colgadas,
a modo de perchero, en estos atiborrados
y variopintos corredores-expositores suelen
ser tales como: monos de trabajo berreteados
de pintura, gorras de visera de propaganda sucias, rodillos y botes de pintura usados, escaleras plegables, bicicletas de niños rotas,
muñecos mutilados de algún miembro, peluches de grandes tamaños, escobones,
cubos y palos de fregona, baldes de plástico, garrafones, matas de guindillas
secas, ristras de ajos, juguetes varios,
diversos artilugios de deporte, aperos de pesca, jaulas vacías, cajas de frutas…,
qué sé yo. La intemerata.
Pues bien, si uno tuviere la mala fortuna de tener que
pasar con frecuencia por delante de alguno de estos cuchitriles, y si ha
sido capaz de superar el primer choque visual contra tanta quincalla junta, qué menos que seguidamente pueda desviar la vista hacia algo cercano más relajante, como muy bien podría ser el exterior de una simple terraza
como la que muestra la foto. Así por lo menos, para la siguiente vez cuando el
paseante se vea en semejante aprieto, podrá
elegir entre el mirar para el desorden y la zafiedad, o para algo atractivo y
puesto con “xeito”.
B. G. G.
bloguero “Prior”
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