jueves, 25 de febrero de 2016
SALAMANCA ( I )
Diréis, ya está éste dando la vara con sus viajes, y tendréis razón. Pero solo se trata de compartir algo y
ocupar algún rato libre. Procuraré enmendarme
en un próximo futuro.
El regreso
a un lugar aviva los recuerdos que residen en él y cuánto más largo es el tiempo
transcurrido mayor suele ser la necesidad de indagar en ellos. Cuando lugar y tiempo confluyen en el recuerdo no suele
faltar a esa cita la melancolía, ella cubre el encuentro con las desvaídas luces y sombras de su velo.
Algo de esto flotaba en el ambiente al
pasear, hace días, por Salamanca. Los recuerdos de primeras visitas a esta ciudad no tienen
cabida aquí, son recuerdos compartidos y solo una parte me pertenecen. Solo
rescataré aquellos viajes para establecer una comparación entre los medios de transporte del antes y el ahora. La ida, a
primera hora de la mañana del domingo era en el llamado TER
con destino a Gijón, rápido y cómodo para los años sesenta.
El regreso a última hora ya era otro cantar. La única posibilidad
era tomar a medianoche un tren procedente de Lisboa y destino Hendaya hasta
Venta de Baños. A esa estación, sobre las tres o cuatro de la
madrugada, después de una o dos horas de espera, llegaba un Rápido procedente de Bilbao y con entrada prevista en Madrid-Príncipe Pío entre las ocho y nueve de la mañana del lunes. Quedaba por delante una larga jornada de trabajo,
eso sí, ya acortada por llegar a fichar dos o tres horas tarde.
Circunstancia esta que hacía correr, no diré ríos, líneas de tinta con advertencias y amonestaciones. Pero qué importaba si el motivo de la impuntualidad merecía la pena.
En la actualidad se viaja en rápidos trenes, con frecuentes servicios en ambos sentidos, desde
primeras horas de la mañana hasta la noche. Claro que estos viajes
ya carecen de la atracción y emoción de
entonces.
Tras la incursión por el
lejano pasado retorno a la última y reciente estancia en Salamanca,
consciente que hablar o escribir de esta ciudad es por mi parte un
atrevimiento; muchos asturianos y asturianas, por motivos iguales o distintos,
tienen mayor conocimiento de ella, también una
querencia especial.
Amanecía al salir de Chamartín, no por
ser hora muy temprana, en invierno el amanecer no madruga. Atrás quedaron las dehesas de El Pardo cuajadas de encinas y las
praderas de Colmenar donde pastoreaban vacas. Próximos a los
rotundos peñascales de La Pedriza, este año a pesar de
lo avanzado de la época huérfanos de nieve -solo una liviana corona
blanca ceñía la Bola del Mundo- nos adentramos en las entrañas de Guadarrama por el largo túnel que
lleva a las inmediaciones de la estación de Segovia. Ésta se encuentra en medio de praderas salpicadas por rebaños de vacas, y como las de Cuenca, Tarragona y tantas otras muy lejos de la ciudad. Unas distancias que
provocan el sin sentido de invertir desde la estación al centro
tiempo similar al empleado desde Madrid. Disparates de delirantes planes
urbanos que preveían un crecimiento exponencial de las ciudades y convertir los
yermos páramos de su entorno en millas de oro de la especulación.
Tras dos escasos minutos de parada en
la estación segoviana
el convoy reanudó
la marcha para adentrarse en las infinitas llanuras
castellanas. A la derecha entre los últimos jirones de nieblas bajas se pudo
ver, fugaz, el perfil noble del castillo de La Mota. Más allá
la curiosidad incitaba a indagar por los ocres
caminos que se pierden en el horizonte con la esperanza de divisar a Sindo y su
amo. Morán los abandonó a su suerte, ya hace un año, por tierras aledañas a Las Hurdes y podían estar de regreso vagabundeando por estas trochas castellanas,
pero ni rastro de ellos. Cuando la mirada se perdía entre los
verdes trigales, los primeros rayos de sol quisieron escribir en el cristal
unos confusos y no terminados versos diciendo algo parecido a esto:
Amanecen
en su verdor
las
tiernas hojas que darán trigo
así quisiera que renaciera
aquel
amor contigo
Aunque solo fuera un espejismo confirmaban
que suelen asaltar, adquiriendo mayor intensidad durante los viajes, las más peregrinas e irrealizables ilusiones. Ellas contribuyen a dar
emoción a la vida y al viaje.
Llegamos a Salamanca en la hora y media
anunciada. Por primera vez después de los años sesenta
regresaba en tren. Las anteriores, con tiempo justo de dar un paseo, comer y
visitar algún monumento habían sido en coche. La estación,
modernizada y ampliada, no parecía conservar, salvo alguna lejana caseta
en ruinas o columnas metálicas que un día soportaron
un tendido eléctrico, ningún vestigio de la antigua, y, aunque se haya
caído con frecuencia en la irresistible atracción por lo efímero, provocaba cierta nostalgia pensar
que esos derruidos y herrumbrosos restos fueran tal vez los únicos testigos de aquel pasado. Tampoco cabía esperar que las
centenarias piedras del centro, o los árboles más antiguos de parques y aceras, mantuvieran la misma epidermis con
la que un día nos vieron pasar.
ulpiano rodríguez calvo
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