domingo, 4 de septiembre de 2016
CINCUENTA Y CINCO AÑOS DESPUÉS
Con este septiembre un nuevo verano se va
por el sumidero del tiempo. Antes de despedirse me deja antiguas imágenes aún vivas, no
importa que sobre ellas hayan transitado, y dejado sus huellas, otros cincuenta
y cinco veranos.
En junio las notas en Corias llegaban con
olor a hierba recién cortada. Mientras las guadañas con su
característico sonido, mitad silbido mitad rugido, atacaban por los prados
la alta hierba que se tornaba dorada, nuestros profesores afilaban los lápices para fijar las notas de fin de curso y, también a veces, los convertían en guadañas. Los lápices no segaban hierba, sí las cabezas
de algunos alumnos, al menos su futuro de estudiante. Los decapitados, al no
poder disponer ya de beca, casi siempre eran arrojados extramuros del
Instituto. Solo un hálito de esperanza, una especie de
purgatorio a penar durante todo el verano, quedaba depositado en los exámenes de septiembre. Si entonces los lápices
continuaban siendo inclementes las puertas del Instituto se cerraban para
siempre y su futuro, en muchos casos, decidido; cuidar unas pocas vacas y
trabajar unas tierras, si las había, o
entrar por el agujero negro de la bocamina.
No debía resultar fácil (Morán se ha referido a ello repetidas veces),
para aquellos profesores ejercer de juez y verdugo. De su lápiz –guadaña- podía depender el futuro de un alumno. Hoy podemos imaginar sus dudas
y desasosiego entre el fatídico cuatro y el salvador cinco. Algunos
profesores, aunque la responsabilidad no fuera en buena parte suya, ante el
desastroso examen que estaban corrigiendo se culparían de su
fracaso como docentes. Otros se regodearían (palabra
muy de moda en el
instituto-convento) calificando con un
cuatro o nota menor y tomar así una alambicada venganza contra aquel
proyecto de individuo incapaz de atender a las explicaciones, elemento
perturbador y graciosillo incluso, durante las interminables horas lectivas del
curso. De estos últimos existían dos tipos con muy diferente suerte:
Los que hacían gracia, y su cuatro se podía
transformar en cinco, y los que no, condenados a convivir durante el verano con
el estigma del cuatro.
Poco podíamos
disfrutar entonces, con aquellos lápices convertidos en guadañas sobre nuestras cabezas, de la maravillosa eclosión de vida multicolor, con predominio de todas las tonalidades del
verde, que se enseñoreaba de uno a otro confín del
concejo de Cangas. Escaso era el tiempo para, extasiados, contemplar cómo el agua y el sol vestían con hilos de plata las laderas de desnuda roca. O ver la folguera surgir de la tierra como un fino
violín antes de desplegar su voluta sobre el grácil mástil para
formar la fronda. Miles de frondas. Bajo ellas se cobijarían los animales más pequeños del
monte.
En contadas ocasiones, entre examen y examen,
un profesor se apiadaba de nosotros y nos llevaba, para desanudar los nervios,
a dar una vuelta por el monte. Si se trataba del P. Castaño era a la parte más alta, a los confines de la finca del
instituto-convento. Allí nos ordenaba rebuscar entre las
xiniestas, ya vestidas de deslumbrantes amarillos o blancos y perfumadas de
penetrante olor, hasta encontrar los más raros
especímenes de la fauna del lugar. Los seleccionados, una vez disecados,
completarían las colecciones del Museo de Ciencias Naturales, gran afición de aquel profesor. Si era el rector, P. Jesús Martín, quien nos pastoreaba solía
permitir acercarnos al bosquecillo de
cerezos situado a media ladera. Las cerezas de mayo son de las primeras frutas
que maduran en Cangas y por ello las más ansiadas.
Admirados contemplábamos cómo los rayos de
sol, al penetrar entre las verdes hojas, arrancaban de aquellos frutos ya rojizos destellos de rubí. Con consentimiento de nuestro guardián o a
hurtadillas tomábamos alguna de aquellas tempranas cerezas que al llegar a la boca
se tornaban en carnosos y dulces labios de novia enamorada.
Terminados los exámenes
llegaba la estampida. El silencio se adueñaba de aulas
y claustros castigando con estruendosos y múltiples ecos
cualquier indicio de vida. Solo algunos días, como nos
contaba el recordado Carlos Lobato, la magnanimidad de un guardián permitía acceder al patio del frontón a los chavales de Corias. Jugaban al fútbol y sus
gritos junto al sonido sordo del balón rompían ese
silencio en mil añicos.
La suerte de los estudiantes ante las
vacaciones era dispar. Unos podían haraganear y divertirse desde el
primer al último día. Otros, sobre todo quienes proveníamos de casas de labranza, teníamos que
arrimar el hombro en las tareas de la casa: ayudar a terminar de pañar la hierba, cuidar vacas y ovejas, echar el agua a los praos
cuando correspondía la vecera, enramar y ayudar a sulfatar y azufrar las viñas, segar el trigo y el centeno además de otras múltiples tareas requeridas por una casa de labranza. Esto, en Limés al menos, no impedía bajar al río después de comer a bañarnos con las chavalas del pueblo.
Tampoco, hasta ahí
podíamos llegar, ir a todas las fiestas que
se celebraban en la zona.
El verdor de los campos adquiría tonos dorados mientras los días de
vacaciones transcurrían raudos, arrastrados por voraz
torbellino. Alcanzábamos finales de agosto embriagados por el olor de la manzanilla
en las cumbres. Entonces la tarea se multiplicaba, había que mayar el trigo y el centeno. No solo el de casa, también ayudar a familiares y amigos. Durante una o dos semanas el
rugido de la máquina, al devorar los manoyos para separar el grano de la paja,
inundaba todo el valle. Al terminar la faena, en cada casa éramos obsequiados con pantagruélicas
comidas regadas con abundante vino. Éste limpiaba bien el gaznate del polvo de
la paja.
Con la llegada de septiembre el final del
verano se precipitaba, la fiesta del Acebo, como un mojón, marcaba su fin. El desfile de autocares rebosantes de
veraneantes rumbo a Madrid se intensificaba hasta que, pocos días después, partía el último. Montañas y valles de Cangas quedaban envueltos
por un profundo silencio disturbado solo por el sonido metálico de la esquila de una vaca. Silenciosos también maduraban los racimos en los viñedos de las
laderas del valle. Llegaba la hora de la vendimia y de nuevo se multiplicaba la
tarea, vendimiar para casa y para familiares y amigos. Se repetían las comilonas y se trasegaba abundante vino.
El
final de las vacaciones, y regreso a Corias, llegaba cuando los castaños abrían sus erizados ojos mostrando miles de iris dorados.
Al llegar nos encontrábamos con antiguos y nuevos compañeros, también con el olor a tinta y cola de los nuevos libros. Hacíamos recuento de los compañeros
ausentes, unos víctimas del lápiz-guadaña de algún profesor, otros por los más diversos
motivos. Si se había intimado con alguno en el curso anterior, independiente de cual
fuera la circunstancia, el pesar por la pérdida no era
menor.
Dentro de unos días antiguos
alumnos volverán a encontrarse en el convento-instituto hoy convertido en
flamante parador. Con pesar, por circunstancias, este año tampoco podré acudir. Pero quienes acudan volverán a hacer recuento de los ausentes, ausencia trágica ahora, para recuperar su memoria y para que esa memoria
acompañe a todos los presentes durante
muchos encuentros más.
ulpiano rodríguez calvo.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
7 comentarios:
Al leer este evocador artículo de Ulpiano cuando equipara el lápiz calificador del profesor de Corias en aquellos tiempos, con la afilada guadaña del agricultor y las posibles consecuencias que una mala calificación podría acarrear para el alumno, me vino a la memoria un pasaje que no se me olvida y siempre que lo recuerdo, aún transcurridos 54 años, me entristece y me deja mal sabor de boca. Era a principios del segundo trimestre del curso escolar 1961-62, y a raíz de una gamberrada un tanto chusca que se produjo en el colegio con motivo de la práctica de ciertos juegos escatológicos llevados a cabo por parte de un reducido grupo de alumnos. Dichos juegos, mientras se practicaron solamente entre los miembros de la propia banda que los inventó no pasó nada de nada, pero una vez que la diversión se fue extendiendo y se extrapoló a todo el patio, como era de prever, aquello tuvo mal final, y el grupo iniciador tuvo que cargar con las culpas ajenas ya que valiéndose de la falta de luz y de la multitud que había alrededor de la víctima, no se pudo localizar a los verdaderos autores del embadurnamiento facial , ya que la fechoría fue ejecutada a lo “fuenteovejuna” por una marabunta de alumnos. Tal que, las consecuencias de aquel acto de indisciplina, tan poco ejemplar para un internado rígido e inflexible, fueron graves y a uno de los nominados se le aplicó el castigo máximo que era la expulsión. Una vez que le fue comunicada la penosa decisión por parte de la dirección al desdichado alumno, éste contaba con un breve plazo de solo unas horas, para recoger sus enseres y abandonar el internado cuanto antes. Recuerdo que era domingo y no sé por qué motivo aquella mañana teníamos sesión de cine y así mientras todo el internado estaba recluido en el salón de actos viendo la película, se aprovechó la circunstancia para que el infortunado joven abandonara el internado sin ser visto por el resto de los compañeros. Debo resaltar que en esos casos de expulsión, una vez que al condenado se le comunicaba la pena capital, ese alumno ya era como un sarnoso apestado y convenía alejarse de él todo lo posible, ya que simplemente el solidarizarse con su situación por lástima y acompañarle hasta la puerta de salida, ya podía influir negativamente en la nota de conducta de los que lo hicieran. Yo como becario era consciente del riesgo que podía correr si era visto ayudando y acompañando al amigo a salir del colegio. No obstante, hice caso omiso del peligro y acompañé y ayudé a mi amigo a transportar el colchón enrollado y atado con una cuerda, y algunos otros enseres, hasta la Portería. Durante el cuarto de hora que permanecimos allí estáticos, los dos solos, juntos sin mediar palabra, esperando a que llegase el ALSA de las 11,30 h con un frío que pelaba, la soledad y la amargura se palpaban en nuestras caras y en el ambiente ¡Qué tristeza más grande! No salió a despedirle por parte del colegio ni un alma; nadie. Y eso que llevaba interno dos cursos y medio. Afortunadamente para este muchacho, la vida le fue muy bien y aquel inesperado e injusto traspiés escolar, a fecha de hoy, no se puede saber si fue dañino o ventajoso para él.
A uno se le vienen muchos recuerdos con esta lectura de Ulpiano.
Con estas fechas de los exámenes, solía coincidir el paso de la vuelta ciclista que tanta expectación causaba en el alumnado.
Hace pocos días me encontré, en la calle Uría de Oviedo, con un antiguo alumno de Corias que había pasado allí 7 años interno.
Durante la media hora que estuvimos charlando, la mayor parte, se refirió a la mala educación que allí se impartía y la baja calidad del profesorado.
Supongo que como éste habrá otros muchos y es una pena que hayan tenido que acudir a este centro si sus posibilidades económicas y facultades de aprendizaje les permitía otro de superior categoría.
De todo hay en la viña.
Ulpiano, te echaremos de menos en la reunión. No te olvides que no celebraremos el centenario de la salida de Corias. Y van 50 ya. Creo que tu ya son 52.
HAXA SALÚ.
Samuel lo manifestado por ese compañero es lo políticamente correcto!toda enseñanza impartida por religiosos,nos han producido terribles traumas,dixi.
Como siempre la fina pluma de Ulpiano describe con pulcritud los avatares de los compañeros, sobre todo los internos, que en distintas épocas pasamos por el Instituto Laboral de Corias.
Como bien apunta, nuestro primer recuerdo será para los compañeros que se fueron demasiado pronto.
Esta entrada es muy interesante por dos motivos. El primero, por la entrada en sí, que como no podía ser menos tratándose de Ulpiano, todo lo que escribe es interesante por la manera de hacerlo –parece que su profesión fue la escritura creativa- y además el tema es interesante y nostálgico que a estas edades creo que todos tenemos nostalgia de muchas cosas.
El segundo, es el comentario de Galán. Es muy triste lo que cuenta, pero a la vez dice mucho de él y de su bonhomía. Arriesgó mucho, pero me imagino que el compañero le estará agradecido siempre; y si no es así, su satisfacción personal le acompañará siempre.
Por otra parte Samuel, que no suele “cortarse” para opinar en esta ocasión tampoco lo hace y creo que con mucho acierto al decirle a Ulpiano que no se olvide que no celebrarán el centenario de la salida de Corias. –Con esto de nostalgias y cosas tristes, hay que poner un poco de humor-.
Con esta entrada de Ulpiano que os hará recordar esos finales y comienzos de curso, os da pie para que el próximo 24 podáis rememorar las aventuras pasadas en ese convento hace ya tantos años....
Con un poco de suerte, tendré la posibilidad de compartir con vosotros ese día y alguna que otra anécdota.
Galán, no te extrañes que nadie saliera a despedir a tu acompañante, en aquella ocasión, no te olvides de la despedida que algunos de nuestra promoción tuvieron en la misma portería, poco tiempo después.
Villamil, no sé si se pueden calificar de traumáticos los malos ratos allí pasados. Cierto que buenos había pocos y tendríamos que buscarlos con pinzas, pero de eso
a salir traumatizados, yo no diría tanto.
Desengañados?, tal vez.
Qué podríamos opinar de nuestros políticos, 50 años después?. Esto sí que es traumático.
Publicar un comentario