jueves, 18 de diciembre de 2014
miércoles, 17 de diciembre de 2014
Sindo, memorias de un caballo (IV)
La llegada de
aquel forastero al pueblo fue detectada al instante por todo el vecindario. La
apacible y monótona vida que allí llevaban agradecía el más insignificante de
los acontecimientos que introdujera en
sus vidas una variante. Téngase en cuenta que por aquellos años en un lugar como
este no había televisión, ni radio, ni prensa, ni nada que fundamentase ninguna
distracción en las conversaciones. En esas circunstancias la gente se dedica a
pasar revista a los ínfimos detalles de la vida de los convecinos, una visita a
la cercana Plasencia daba para comentar un mes. Ramón se dirigió al pueblo una
vez levantado el campamento en la dehesa. Lo primero que llamó su atención fue la soledad de las calles. Era un pueblo
grande y no se veía un alma. Acostumbrado a la vida en su Carisia natal,
aquella soledad le impresionó. Ignoraba que en un trayecto de 100 metros eran
cientos los ojos que espiaban desde el interior de las casas. Cuando llegó a la
plaza mayor – polvo, calor y soledad – la atravesó con la extraña sensación de
que era observado sin que nadie apareciera en el entorno. Tuvo la impresión
algo temerosa de que algún peligro le acechaba tras el espeso silencio que todo
lo envolvía. Vino a su mente una escena
en la que se veía a Gary Cooper atravesar una plaza idéntica a aquella: solo, marcial,
elegante, abandonado por todos, camino de su oficina de sheriff para hacer
frente al bandido ex presidiario que sabe que llegan las 15:00 para matarle.
Aquellos minutos que duró el recorrido del famoso actor en la plaza vacía, bajo
un sol de justicia, en silencio, era imagen insuperable que denunciaba que el
sheriff estaba solo ante el peligro.
Ramón no se creía
un héroe del oeste. Es más él era – yo le conocí – la antítesis de un personaje
novelesco. En realidad Ramón conocía sus propias debilidades entre las que
sobresalía un miedo casi irracional a lo desconocido. Era un caso evidente de
hipocondríaco de la vida. Siempre que se enfrentaba a una situación que tuviera
finales alternativos él sentía, sin poder remediarlo, que su mente daba por
hecho que seguro que el resultado sería el peor de los posibles. Como le decía
su amigo Julio “Tú siempre te pones en lo peor”. Él lo reconocía pero una vez
tras otra, siempre se empeñaba en esperar lo peor.
En aquella
ocasión en la desierta plaza de Torrecilla llegó a sentir la sensación de que
algo terrible le iba a suceder. Solo que esta vez su miedo no era infundado.
Algo, y no precisamente un bandido con un revolver amenazaba con caer sobre él.
Una mujer. Pero no adelantemos acontecimientos. Tampoco su mente llegó a
anticipar cuál era el peligro.
Llegó al bar.
Era el único bar del pueblo. Apartó la cortina de tiras de abalorios que hacía
de puerta y entró completamente cegado por la luz al pasar de la plaza al
oscuro recinto del bar. Dentro del bar había no más de tres personas, y no pudo
distinguir claramente sus rostros hasta transcurridos los seis o siete minutos
que tardó en adaptar sus ojos a la penumbra. Las conversaciones cesaron y se
acomodó en una esquina apartada. Llevaba metido en su alma que algo iba a salir
mal, que no era normal tener tanta suerte en un viaje que, en principio, podía
torcérsele el día menos pensado. Su pesimismo antropológico le llevo a la
melancolía. No estaba con ganas de charla, los demás muy prudentemente
respetaron su silencio.
Pidió un vino
de la tierra, un Pitarra, que se parece mucho a cualquier vino tinto mezclado
con gaseosa. Estaba fresquito y se dejaba beber.
Le parecía que
hacía un siglo el tiempo que llevaba fuera de su tierra. Comprobó eso tan
repetido de sus paisanos, que cuando se ven obligados a residir fuera de su
patria entran en una especie de melancolía llamada “morriña”. No estaba allí mi
amigo Llana que decía que “lo mejor que tiene Asturias es volver”.
A eso de las
seis, entró por la puerta el mayoral de la dehesa. Era un hombre de mediana
edad, corpulento y siempre jovial. “Hombre, estás aquí. Me alegro de verte. ¿Te
has acomodado bien en “Los Encinares”?” Le preguntó a Ramón sentándose a su
lado.
“Si hombre, sin
problema. En todo el viaje es la primera vez que acampo en una finca privada”.
Contestó Ramón.
“Oye, por mi no
hay problema si quieres quedarte dos o tres días o los que quieras aquí en
Torre”. Le invitó el mayoral.
“Gracias, pero
me estoy dando cuenta de que ya se hace larga la ausencia de mi tierra. No es
que lo pase mal pero para ser la primera vez que me ausento ya está bien. Va a
hacer un mes que salí”. Comentó Ramón.
Y añadió: “Oye,
sabes que echo en falta leer el periódico de vez en cuando. En mi pueblo todo
el mundo lee uno o dos periódicos a diario. Pero por estas tierras no veo nunca
ningún puesto de prensa. Por cierto ¿Sabes dónde podría ver el Marca? Me
gustaría saber cómo va el Oviedo”. “No chico, lo siento, pero aquí no llega
nada más que un ejemplar del Diario de Cáceres y está en el Casino, si te
parece vamos a tomar algo allí”.
Salieron hacía
allá. De camino el mayoral le explicó que el Casino era sólo para socios. Que
allí no podía entrar cualquiera. Que él podía entrar porque iba invitado. A
Ramón aquello le sonó un tanto raro, de modo que le comentó que en su pueblo no
había bares privados, que todo el mundo podía entrar en todas partes. Esto sí
que le extrañó al mayoral que quiso saber que si los que tenían (aquí hizo el
gesto de frotar el índice contra el pulgar de su mano derecha) no tienen algún
local reservado ¡Qué menos! Ramón se dio cuenta que por ese camino podría
entrar en un camino resbaladizo y cambió la conversación.
“Oye ¿Cuántas
hectáreas tiene la dehesa?”. Quiso saber. “Dos mil” contestó el mayoral “¿Y de
quién es? Si se puede saber, preguntó. “Del Marqués” puntualizó el mayoral.
Ramón se
percató de que aquel también podía ser un tema delicado y no siguió.
Una vez en el
Casino no se sorprendió de que alguno de los que allí había, trataban al
mayoral de “Don” y de “Usted”. Todo chocaba desagradablemente con sus hábitos
de relación social. El Mayoral le
presentaba varios de los socios y estos al instante mostraron un precipitado
interés en saber cosas de la mina. Ramón, acostumbrado a esa curiosidad, les
habló ampliamente de cuantos pormenores querían conocer. Les sorprendió mucho
que los que trabajaban en la mina eran los mismos todos los días, todo el mes y
todo el año. Que no se reclutaban cada día en la plaza del pueblo. Ramón
conocía ciertas informaciones sobre cómo eran las condiciones sociales de esa
parte de España, pues se lo había contado un guardia civil de Carisia que, por
falta de trabajo había muchos que emigraban y alguno más desesperado se lanzaba
a la higiénica pero arriesgada vida de salteador de caminos. Ramón, recordó
esto más de una vez al tropezar por sitios solitarios y con individuos que no tenían buena pinta. Por si acaso antes
de emprender el viaje había encargado a Carrizo, el zapatero que le hiciese un
collar para el Jass más ancho de lo normal con una capa doble hacia la mitad
donde poder llevar algunos billetes de
100 pesetas e incluso alguno de 1000. Era el único sitio que consideró seguro.
A nadie se le ocurriría mirar allí… en el supuesto de que alguien tuviera
posibilidad de quitarle el collar a aquel perro.
En los remotos
tiempos de las diligencias, los viajeros carecían de carteras o monederos, y en
vez de estos, como las monedas eran todas metálicas se utilizaban monederos
confeccionados con la piel de un gato. Allí iban doblones, pesos, maravedíes,
escudos, cuartillos, feísonos, blancas dobles, ardites. De hecho el monedero se
llamaba coloquialmente “el gato”. Cuando unos atracadores no encontraban dinero
en una diligencia se enfurecían y el jefe gritaba “Busque mejor que aquí tiene
que haber gato encerrado”, uno de los atracadores exclamaba “Hay que encontrar
algo que yo estoy sin blanca” y otro, más bruto decía “Hay que encontrar el
gato, ahí se me da un ardite destrozar la diligencia pero hay que dar con el
gato”. Si al cabo no encontraban nada se llevaban los caballos y los pobres
viajeros se quedaban abandonados a su suerte en medio del campo. Cuando al cabo
de varias horas, aparecían los de la Santa Hermandad, la Guardia Civil de la
época, con sus vistosos trajes verdes, la pobre señora gorda, sentada encima de
un baúl, gimoteaba “A buenas horas (llegan los de las) mangas verdes”.
A las once, una
luna lorquiana había convertido en ceniza el polvo de la plaza y eran multitud
las gentes que formaban tertulia por las aceras. Los críos gritaban como
posesos por las calles a esa hora, como corresponde a esa cultura meridional de
salir como los murciélagos, cuando la oscuridad ampara la tierra.
Ramón se
encaminó hacia la dehesa. Era su hora habitual de retirarse. Pese a su fondo
reservado, distante y algo aprehensivo, iba razonablemente feliz a dormir en su
carro.
Todavía no
había salido de la calles del pueblo, ya cerca de las afueras, cuando empezó a
oír algo que era, dicho sea con la palabra exacta, inaudito. En todo el viaje
ni una sola vez oyó al Jass ladrar a esas horas. Cuanto más se acercaba era más
evidente que su perro era el autor de aquellos ladridos. La cosa era indudable
y apresuró su paso temiendo que algo sucedía y no precisamente agradable.
Desde fuera de
la cerca vio lo que ocurría pero era algo tan anormal que no podía comprender
nada. Sindo corría alocadamente de un sitio para otro, cuando al trote, cuando
al galope y el perro trataba de retenerlo. El Jass estaba tan desorientado como
Ramón o más.
Mira que
conocía bien a su colega, aquel caballo sensato, formal, juicioso y dócil no
atendía a razón alguna y corría de aquí allá sin sentido alguno. Ramón pensó
que si viese un día al Juez del Juzgado de primera instancia y al teniente de
la Guardia Civil de Carisia deslizándose entre grititos por el tobogán del
parque infantil de la villa, se asombraría menos que de ver a Sindo carente de
toda formalidad, haciendo aquella exhibición de carreras absurdas. Conforme a
su propensión a ponerse siempre en lo peor, comenzó a dar por hecho que el
caballo sería irrecuperable para ninguna tarea seria…y para colmo lejos de
casa, en un pueblo ignoto de Cáceres. [ Continuará…]
Pepe
Morán. Dominico-ex.
domingo, 14 de diciembre de 2014
EL PADRE TAJO
Historia del Padre Tajo.
Llegué a conocer en La Coruña a D. Rafael, que siendo
Delegado de Agricultura en Teruel, hizo la gestión para realizar este
monumento.
Por cierto D. Rafael-ingeniero agrónomo y ya fallecido-era
asturiano de Ribadesella y casó con una mujer noble de Soria.
La primera vez que estuve en ese lugar, llegué perdido, veníamos
de Albarracín y nos perdimos por los Montes Universales y buscando una salida, vimos
un cartel que ponía-nacimiento del río Tajo. Aún no estaba el monumento y
para llenar una botella, tardabas 2 ó 3 minutos. Era verano.
Saludos, Inocencio Fernández
En el MONUMENTO al NACIMIENTO del
RÍO TAJO se erige el conjunto escultórico deJosé Gonzalvo Vives (1929,
Rubielos de Mora) que fue promovido por el Gobernador Civil de Teruel Ulpiano
González Medina y concluido en el año 1974. En dicho complejo, el escultor
utilizó la técnica de PLANCHAS SOLDADAS de hierro dulce para
escenificar "alegóricamente" la grandeza del origen y nacimiento del
río más largo de nuestra Península Ibérica.
SIMBOLOGÍA DEL MONUMENTO
Las esculturas de José Gonzalvo ubicadas
en un rincón de la Serranía de Albarracín (Montes Universales) representan los
símbolos heráldicos de las tres provincias que ven nacer al río Tajo y
simbolizan el MOJÓN DE LAS TRES PROVINCIAS donde se ubica el
nacimiento:
GUADALAJARA ("EL CABALLERO"). La
tradición cuenta que este caballero, Alvar
Fáñez, en la noche del 24 de junio de 1085 capitaneó las huestes cristianas
en la toma de Guadalajara (Wadi-I-Hiyara, en las antiguas crónicas andalusíes).
CUENCA ("EL CÁLIZ" y "LA
ESTRELLA"). El origen de estos símbolos se remonta a la toma de la ciudad
musulmana por las tropas cristianas. El 6 de enero de 1177, el rey Alfonso VIII puso
cerco a la ciudad de Cuenca hasta su reconquista el día 21 de septiembre,
festividad de San Mateo.
TERUEL ("EL TORO" y "LA
ESTRELLA"). El toro con la estrella en la frente representa a la ciudad de
Teruel, que adoptó este símbolo en base a una leyenda de 1171.
El protagonista era Sancho Sánchez, adalid del rey Alfonso II, que soñó con un
toro sobre el cual brillaba una estrella.
A su vez, el autor también quiso
introducir un símbolo integrador que representa a la PENÍNSULA IBÉRICA, donde el
río está escenificado en forma de rabo de toro desde su origen ("Montes
Universales", la bola de pelo) hasta su desembocadura en Lisboa (base del
rabo del animal). En este apunte, se dice que esta escultura, también llamada
"PIEL DEL TORO", simula la acción del toro de desprenderse de moscas
o insectos del cuello (ver imagen inferior).
La escultura predominante del conjunto es
el "PADRE TAJO" donde sus BARBAS extendidas hacen referencia a la
gran longitud o extensión de este río (el Tajo es el río ibérico de mayor
longitud de la Península, con 1,008 km) y representan las fuentes que manan aguas
cristalinas del deshielo. A su vez, la ESPADA simboliza el mismo
nombre del río Tajo, TAGUS por los romanos, que se plasma en una
hendidura en la Península de derecha a izquierda.
Por otra parte, su CORONA es el
símbolo del hielo o la nieve que da origen a los arroyos de Fuente García
y Navaseca que alimentan el citado nacimiento (pincha los fotomontajes
inferiores para una mayor resolución).
MOJÓN QUE REFLEJA EL ORIGEN DEL RÍO
De la misma manera, existe un MOJÓN en
el entorno del monumento que refleja el origen del río y la fecha en que fue
instalado por la Confederación Hidrográfica (O.H., en Madrid en 1877) (ver
mojón central de la composición inferior). Asimismo, las otras caras de mojón
identifican los dos arroyos que aportan agua a este nacimiento: 1) Fuente
García y 2) Navaseca.
¡Aiquí ta “Jasusín” el Pelgar. Tornou outra ve, ho!
Ya outramiente, tou ese rabañau de xente que chisba’l Blog, mucheres ya homes ¿qué tal vus va ho? You sei qu’esqueicei-me abondu nesta
timpurada pasada del trabachu, de la casería, de las vacas, de lus gochus, de
las pitas ya de tou. Hasta de entama-vus
alguna burricada que outra nu Blog. Pur
esu nun vulví asuma’l fucicu pur eiquí. Sei que intrugasteis abondu pur mí a cada poucu, peru nun cuntestei purque voi
cunta-vus la virdá: nun tuve nu miou pueblu, tuvienun-me tsuenxe d’aiquí recuchiu nun huspital en Ourense, al pia de
mediu anu pulu menus. Miánicas faltou poucu. Anantias de’l branu. Home, yera
pur San Xuan, na más que recuchi-mus la
yerba xebrei.
Anque la cousa nun foi outra que pul tsau de la salú. You ya dende piquenu tuve un defetu nu
fondu la bandouga que nun lu sabía naide más que mia mai, purque yera esu que
lus matasanus cháman-tse creu que
criptorquidia u cousa paecida. Falandu claru pa que nus entendamus tous, ía que d’algunus nenus na más nacer lus
perendengues nun tses baixan pa baixu pal fuetse, ou tienen que tar, ya quedan-tses
arriba na piérgula espaparutaus. Ya esu pasoume a mí.
El casu ia que, duler
nun duel, peru you alcuerdu-me muitu de cuandu curtexei cuna Gúmer, sí ho, aquetsa alemanona tan guapa
qu'echei de novia tandu nas Canarias. Minuda peirona taba feita. Aquetsa rapazona
siempre andaba la cundenada agüechandu ya chisbandu pa lus mious baxus, seiquisí, ya
farfutsaba asina pa etsa sola cuandu you taba en purricas: ¡ miánicas este home
nun tien perendengues! Ya you faia-me que nun intindia las parulas d’etsa ya catsaba la bouca u partsaba doutra cousa.
Peru la mecha de tou este belén prindiu-la la medicucha que vienu p’aiquí pal pueblu
nuesu nu mes de xeneiru pasau, que na más dir you onde etsa pur un poucu de murmera
que tinía, mandou-me baxar lus calzones ya la cundenada diuse cuenta
escapau. Esta mucher ta más alietsa que las munietsas que chapinan pul mulín.
Namás que m’agüechou la fardela que
paecía un figu pasu, echou las manus a
lus gadechus ya dixu: ¡Estu nun puede
seguir asina rapaz; hay que punetse
rumediu cuantu anantias! Nesi mumentu tsevantouse del tayuelu ou taba
estramazada, ya escumenzou d’acó pa cutsó, ya esqueirar ya ribuscar nus papelachus aquetsus que tinía delantre, ya chamar cunu
teléfanu hasta que diu ou faian esa
uperación, ya mandanun-me pa Ourense pa
un huspital de monxas clarisas reparadoras. Aquetsu foi un infiernu. Pasar paseilas
d’akilu. Entre la fame ya lus rezus, nun
fixe outra cousa hasta que me mitienun
manu al fardel pa upera-me. Agora, una ve aiquí na casina nuesa, toi bien, anque
tengu que tar quietu sin faer nada
d’esfuerzu. Toi esfeisulau nu escanu cumu
si fuera’l odre del tseite de ferir la manteiga.
Atsí nu hospital esi onde las monxas, tucou-me tar nun cuartu al tsau duna mucher viecha que taba tsouca. Pigaba unas carpidas pula
nueite que miánicas paecía el tsobu autsandu. Taba tulondra del tou ya nun faian xeitu detsa. You la metá de las
nueites nun pigaba güechu hasta risca’l día. Ya las peltrazus de las
monxas, minudas candongas taban feitas, lu mesmu pa xantar que pa cinar nun me daban más que caldachus cun pataca fervida y’alguna freba de pita cucida. Esu pula mañena ya pula nueite tamién. Aquetsas
mucheronas debienun cavilar que you yera
una ricién parida. Ya pur si fuera poucu
cuna fame, inda a lu que más timía yera
a lus bañus d’asientu que me ubligaban a faer
na más tsevanta-me bien ceu. Salía un vapor d’aquetsa augua que había nu balde que paecía que taba ferviendu, cumu’l augua del caldeiru pa pulgar lus gochus nu maseiru.
You na más pousar las ñalgas nu balde tsevantaba-me al mumentu ya punia-me dereitu, peru aquetsas tsuniegas
de mucheres tornaban-me sin parar pa que nun afuxera del augua. Tengu-tses uyiu a etsas que aquetsu que me faian yera p’astirar el pellexu del fuetse pa que lus perendengues nun me xebraran
a tou miter p’arriba pa la piérgula. El
casu ía que agora nun sei si me lus caltrizanun abondu u non cun tantu calor,
purque inda andu algu escarrancau, anque
alcuentru-me muitu menus refistulau ya
cun menus tserza. Toi más alietsu ya tengu muita más xixa. Muitu mechor. Tsástima
qu’estu de lus perendengues nun me lu fixeran cuandu you
yera tuvía un nenacu. Astoncias había poucus adelantus na melecina, ya cuartus
nas casas, ¿ou taban?; ni un perrón.
A la rabileira de la
Rulindes inda nun tse cuntei
la virdá. Solu de pinsa-lu pongu-me tsarizudo del tou. Dixi-tse que tuviera
herniau de lus dous tsaus, ya paezme que papoulu, purque cunu tsangurdía que ía, si lu escubriera,
miánicas curría la zueira cumigu pul
tou’l tsugar, pa eispués priguna-lu
d’un
cabeiru al outru del vatse.
Amirai, anque nun faigu nada, notu-me que toi floxu ya
trasgaldiu abondu, cumun xilingueiru, purque güei cunu poucu que garabatiei eiquí, ya tengu lus
didus encarabinius del tou. Tampoucu
puedu dir pa ibaxu’l hórreu purque nun para de chuver ; ta la nublina arrastru
toda espeltrazada que nun estena ni un menuto. Ya cun esu alón rapaces ¡Tamus pirdius!
“Jesusín”,
el pelgar
sábado, 13 de diciembre de 2014
EXCURSIÓN POR TIERRAS CONQUENSES Y TUROLENSES
Samuel en uno de sus comentarios alusivo a viajes nacionales, lo comienza así: “Poco a
poco vamos recorriendo la provincia de Soria y parte de Teruel, como es la zona
de Albarracín”. Pues bien, el amigo Inocencio ha tomado el testigo y nos envía una serie de fotos sobre lo mismo, con el siguiente texto: “Benjamín, como algunos han hecho mención a estos lugares, creo que
Samuel, te adjunto unas fotos que hice en 2013, referentes al nacimiento del río Cuervo, al del Tajo en Frías de
Albarracín y la Fuente del Torico en Teruel.
Yo visito esa zona con frecuencia,
por obligaciones familiares. Si lo estimas oportuno, las publicas para que las personas
que no conocen esos lugares, tengan algún conocimiento sobre ellos”.
Inocencio Fernández
viernes, 12 de diciembre de 2014
OPINIÓN
Sabido es por todo aquel que se implica
cuán grato es opinar y hallarse cierto,
sin embargo, hasta un docto o un despierto,
errar puede, tal vez, cuando se explica.
Con humor su entrada narra el gran experto,
mas niega al que ambiciona, y lo critica,
y si es dispar social, lo justifica,
sumando comentarios de concierto.
No estamos defendiendo al arribista
tampoco al que cabalga en presumido,
mas sí al honesto que se alza en la lista.
Es aspiración de todo bien nacido
nivelar al de arriba por conquista
y aplaudirle el haberlo conseguido.
Mi empeño fue hacerlo muy seguido
y aunque leo medidas de soneto,
sólo atisbo un impreciso boceto.
cuán grato es opinar y hallarse cierto,
sin embargo, hasta un docto o un despierto,
errar puede, tal vez, cuando se explica.
Con humor su entrada narra el gran experto,
mas niega al que ambiciona, y lo critica,
y si es dispar social, lo justifica,
sumando comentarios de concierto.
No estamos defendiendo al arribista
tampoco al que cabalga en presumido,
mas sí al honesto que se alza en la lista.
Es aspiración de todo bien nacido
nivelar al de arriba por conquista
y aplaudirle el haberlo conseguido.
Mi empeño fue hacerlo muy seguido
y aunque leo medidas de soneto,
sólo atisbo un impreciso boceto.
miércoles, 10 de diciembre de 2014
CANALÓN
RAM, RAM, RAM (acelerones), ram, ram, ram (al ralentí)
Exclamaba el crío rubiejo al
volante del Hispano-Suiza descapotable aparcado al principio de la calle
Rosales.
El coche, propiedad de un
dentista de Mieres que aparcaba allí todos los lunes, miércoles y viernes de
nueve a una. Era un coche espléndido, en negro, de grandes dimensiones, con
espectaculares niquelados, tapizado en cuero, tan espacioso como una sala de
estar, con seis llamativos faros y un maletero donde podría viajar una familia numerosa.
Uno de esos coches – hoy piezas de museo – que marcaron una época en la que los
únicos compradores de coches eran los escasos adinerados que había en Asturias.
De hecho en toda la calle y en la adyacente Fruela no había ningún coche
aparcado. El coche – refulgente de color níquel – siempre fue objeto de
admiración y curiosidad para todo el mundo, y más para los niños, que en
aquella época asistían embobados al espectáculo de aquellos monstruos que
llegaban a circular a 90 km/hora.
Ahora, cualquier Juan Lanas
casi con el sueldo de un mes se compra uno, aunque sea de segunda mano.
Entonces, era un signo de riqueza. En todas las épocas el ser detentador de
algo caro, escaso y nuevo, fue el ideal para quien pretendiera marcar
distancias de categoría social. Conforme las masas vayan teniendo acceso a ese
objeto y la mayoría lo adquiriera, pierde su valor de signo de clase. Se
imponen nuevos signos para destacar en el teatro social, para pertenecer a una
clase superior y en este afán por conseguir bienes que nos distingan de los
demás mortales se nos va la vida, jadeando siempre por lo nuevo, por lo
distinto. En fin, yo que te voy a contar, la sociedad de consumo en la que
hipotecamos nuestra vida para aparentar salir de la masa donde viven los Juan
Lanas.
Esta lucha del individuo por
distinguirse de los demás, de la masa, mediante la adquisición de cosas nuevas,
es lo que origina este frenesí de compra, de compra compulsiva, sin tregua.
Para no quedar marginado. Ahí está la razón de las modas. Esas multitudes que,
deambulan por las grandes superficies, fascinadas por las últimas novedades son
un triste rasgo de nuestra sociedad. Hemos renegado de valores más
consistentes, más serios y he ahí esos pobres idólatras del consumo,
convencidos de que la felicidad es sinónimo de comprar. Cuando luego aparece un
fenómeno de crisis en el que muchos se ven privados de lo necesario. La
reacción de las masas es muy previsible. Pero ¿No era aquello la felicidad?
¿Cómo es que ahora no hay para lo necesario? O cuando me venían diciendo que lo
superfluo era la meta, el fin.
Perdón, lector, se me ha ido
el boli al cielo.
Quedábamos en Oviedo, calle
Rosales, donde había un despampanante Hispano – Suiza, no es de extrañar que el
automóvil se convirtiera en el juguete más ansiado por los guajes de todas las
calles del barrio. Subidos al descapotable con la imaginación infantil,
resultaban reales, los viajes más descabellados.
El rubio que se apoderó del
volante preguntó:
“¿A dónde queréis dir?”
El enjambre de críos que taponaba
el coche rugía:
“¡A Gijón! ¡A Madrid! ¡A casa
mi güela!”.
Entonces el rubio decía:
“Vamos a Gijón, agarráibos
bien, que vamos dir a 100 por hora, GAN GAN GAN”.
Y el coche partía raudo con
unos 32 pasajeros a bordo y en medio del griterío fenomenal, un morenito de
seis años quedaba en tierra, como siempre.
De repente, se abre una
ventana del primer piso y un hombre de bata blanca, calvo y bigotudo grita
histérico:
“¡Fuera del coche, puñeteros,
ahora bajo y vais a ver!”
La desbandada es instantánea.
En unos segundos no queda ni uno solo en las cercanías del coche.
El pobre dentista está
desquiciado. Lleva meses con este problema. Hace unos días hizo limpieza general del vehículo
y encontró: siete piedras, un pañuelo, media manzana, una alpargata (la izquierda),
una peonza, medio kilo de barro y otro medio de papel, un cristal de gafas, dos
latas de sardinas vacías atadas con una cuerda. Y mocos, kilos de mocos
repartidos por doquier.
Había que tomar una solución
y no tardó en dar con ella. Contrataría a un sujeto ocioso, le ofrecería un
tanto para que cada mañana y sentado en el coche, ahuyentara a aquella plaga de
críos.
Y aquí tenemos el tío ideal.
Se le conoce en toda la villa y en la comarca. Un ex minero, ex por propia
voluntad, por su afán desmedido por las juergas, juergas de abundante comida y
más alcohol. Ahí está Canalón.
Las negociaciones no duraron
mucho. En esencia, quedaban en que cada mañana en Oviedo vigilando el coche
percibiría 5 pesetas. Un duro. No era mucho pero en aquella época tampoco era
una miseria, sobre todo si tenemos en cuenta que no se exigía ninguna
preparación y que era un sueldo por estar sentado sin hacer nada.
El primer día que actuó
Canalón, como guarda todo, salió perfecto. Solo que al retorno a Mieres en el
momento de proceder a abonar el dinero, surgió la desavenencia:
- - Bueno
Canalón, toma el duro de hoy.
- - No,
Señor. Nun ye un duru, son seis pesetes.
- - ¿Cómo?
¿No habíamos quedado en que era un duro?
- - Sí
Señor. Puntualizó Canalón, pero ¿Y la vergüenza que yo pasé que creíen que’l
coche yera míu?
Son infinitas las anécdotas
que he oído acerca del ingenio de Canalón. Me limitaré a contaros dos de ellas.
Un día lluvioso de Febrero,
por la tarde, le dijo a su mujer “Vas dir al bar X y yos pides 300 pesetes,
diyos que morrí y que les necesites pa l’intierru”. Como es lógico la pobre
mujer opuso cierta resistencia a semejante orden. Canalón, que era más bien
tirando a bruto en sus modales, la sujetó por un brazo y dijo “Vas a obedéceme
ahora mismo o frállote”. La infeliz se presentó en el bar y para sorpresa del
dueño y toda la clientela, expuso su problema, o mejor dicho, su funerario
problema. Todos quedaron consternados
pues con la muerte de Canalón, se les privaba de los mejores ratos que
disfrutaban con las ocurrencias del susodicho.
La mujer cogió el dinero y
regresó a casa. Canalón, se incautó de las 300 pesetas y se largó a la calle,
hacia el bar del que procedía el mismo. Cuando apareció en la puerta del bar,
tanto el dueño cómo los parroquianos, retrocedieron un par de pasos, pues
temían estar ante un muerto viviente. Por fin, el dueño del bar exclamó:
“¡Pero, Canalón ¿Tú nun tabes muertu?!”
Canalón, con toda naturalidad
se justificó:
“Si ho ¿Y qué queréis, que me
quede tou aburríu en casa hasta la hora de’l intierru? Venga, pon ahí un vasu”.
Ya cerca del final de su
vida, que se vio truncada por una cirrosis hepática que le mató con cuarenta y
pocos años, protagonizó una fechoría que fue muy celebrada en toda la comarca.
Un domingo, a eso de las
cuatro de la tarde, se presentó en el bar del Casino de Mieres, y desde la
puerta, exclamó con voz estentórea: “Yo voi pa’lante pero vais dir toos
conmigo”, y diciendo tal, se puso entre los dientes un cartucho de dinamita del
que salía una larga mecha y le pego fuego a esta.
Es fácil imaginarse lo que
tardaron en desocupar el bar los cuarenta o cincuenta que allí rendían homenaje
al café, al coñac y a Heraclio Fournier. Quizás exagero y me quedo corto, pero
no llegó a quince segundos el desalojo. El más cercano paró de correr a los
cincuenta metros del Casino. Dos, no pararon hasta Santullano. Transcurrieron
cinco minutos angustiosos a la espera de la explosión. Nada. Diez minutos más. Nada. Un cuarto de hora.
Aquí ya hubo dos o tres que se pusieron en lo peor, sospechaban que habían sido
víctimas de un timo. La sensación de haber sido engañados, se fue apoderando de
todos y animándose, unos y los otros, empezaron a regresar al Casino. Cuando
los primeros y más osados abrieron la puerta del bar se encontraron el
siguiente espectáculo: Canalón había reunido todas las copas de coñac y anís en
una mesa y estaba muy tranquilo dando cuenta de ellas. Salió vivo de ahí de
milagro, en el fondo casi lo celebraron, pues era la factura que pagaban por
tantas risas y tanto alcohol como compartieron con el exminero.
Pese a los reiterados
intentos que he hecho para conocer el nombre de Canalón, no lo he conseguido,
vean ustedes que injusticia que un gran hombre se pierda en el anonimato de la
historia.
Menos mal que aquí estoy yo
para reivindicar su memoria aunque sea con seudónimo.
Pepe
Morán. Dominico-ex
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