miércoles, 17 de diciembre de 2014
Sindo, memorias de un caballo (IV)
La llegada de
aquel forastero al pueblo fue detectada al instante por todo el vecindario. La
apacible y monótona vida que allí llevaban agradecía el más insignificante de
los acontecimientos que introdujera en
sus vidas una variante. Téngase en cuenta que por aquellos años en un lugar como
este no había televisión, ni radio, ni prensa, ni nada que fundamentase ninguna
distracción en las conversaciones. En esas circunstancias la gente se dedica a
pasar revista a los ínfimos detalles de la vida de los convecinos, una visita a
la cercana Plasencia daba para comentar un mes. Ramón se dirigió al pueblo una
vez levantado el campamento en la dehesa. Lo primero que llamó su atención fue la soledad de las calles. Era un pueblo
grande y no se veía un alma. Acostumbrado a la vida en su Carisia natal,
aquella soledad le impresionó. Ignoraba que en un trayecto de 100 metros eran
cientos los ojos que espiaban desde el interior de las casas. Cuando llegó a la
plaza mayor – polvo, calor y soledad – la atravesó con la extraña sensación de
que era observado sin que nadie apareciera en el entorno. Tuvo la impresión
algo temerosa de que algún peligro le acechaba tras el espeso silencio que todo
lo envolvía. Vino a su mente una escena
en la que se veía a Gary Cooper atravesar una plaza idéntica a aquella: solo, marcial,
elegante, abandonado por todos, camino de su oficina de sheriff para hacer
frente al bandido ex presidiario que sabe que llegan las 15:00 para matarle.
Aquellos minutos que duró el recorrido del famoso actor en la plaza vacía, bajo
un sol de justicia, en silencio, era imagen insuperable que denunciaba que el
sheriff estaba solo ante el peligro.
Ramón no se creía
un héroe del oeste. Es más él era – yo le conocí – la antítesis de un personaje
novelesco. En realidad Ramón conocía sus propias debilidades entre las que
sobresalía un miedo casi irracional a lo desconocido. Era un caso evidente de
hipocondríaco de la vida. Siempre que se enfrentaba a una situación que tuviera
finales alternativos él sentía, sin poder remediarlo, que su mente daba por
hecho que seguro que el resultado sería el peor de los posibles. Como le decía
su amigo Julio “Tú siempre te pones en lo peor”. Él lo reconocía pero una vez
tras otra, siempre se empeñaba en esperar lo peor.
En aquella
ocasión en la desierta plaza de Torrecilla llegó a sentir la sensación de que
algo terrible le iba a suceder. Solo que esta vez su miedo no era infundado.
Algo, y no precisamente un bandido con un revolver amenazaba con caer sobre él.
Una mujer. Pero no adelantemos acontecimientos. Tampoco su mente llegó a
anticipar cuál era el peligro.
Llegó al bar.
Era el único bar del pueblo. Apartó la cortina de tiras de abalorios que hacía
de puerta y entró completamente cegado por la luz al pasar de la plaza al
oscuro recinto del bar. Dentro del bar había no más de tres personas, y no pudo
distinguir claramente sus rostros hasta transcurridos los seis o siete minutos
que tardó en adaptar sus ojos a la penumbra. Las conversaciones cesaron y se
acomodó en una esquina apartada. Llevaba metido en su alma que algo iba a salir
mal, que no era normal tener tanta suerte en un viaje que, en principio, podía
torcérsele el día menos pensado. Su pesimismo antropológico le llevo a la
melancolía. No estaba con ganas de charla, los demás muy prudentemente
respetaron su silencio.
Pidió un vino
de la tierra, un Pitarra, que se parece mucho a cualquier vino tinto mezclado
con gaseosa. Estaba fresquito y se dejaba beber.
Le parecía que
hacía un siglo el tiempo que llevaba fuera de su tierra. Comprobó eso tan
repetido de sus paisanos, que cuando se ven obligados a residir fuera de su
patria entran en una especie de melancolía llamada “morriña”. No estaba allí mi
amigo Llana que decía que “lo mejor que tiene Asturias es volver”.
A eso de las
seis, entró por la puerta el mayoral de la dehesa. Era un hombre de mediana
edad, corpulento y siempre jovial. “Hombre, estás aquí. Me alegro de verte. ¿Te
has acomodado bien en “Los Encinares”?” Le preguntó a Ramón sentándose a su
lado.
“Si hombre, sin
problema. En todo el viaje es la primera vez que acampo en una finca privada”.
Contestó Ramón.
“Oye, por mi no
hay problema si quieres quedarte dos o tres días o los que quieras aquí en
Torre”. Le invitó el mayoral.
“Gracias, pero
me estoy dando cuenta de que ya se hace larga la ausencia de mi tierra. No es
que lo pase mal pero para ser la primera vez que me ausento ya está bien. Va a
hacer un mes que salí”. Comentó Ramón.
Y añadió: “Oye,
sabes que echo en falta leer el periódico de vez en cuando. En mi pueblo todo
el mundo lee uno o dos periódicos a diario. Pero por estas tierras no veo nunca
ningún puesto de prensa. Por cierto ¿Sabes dónde podría ver el Marca? Me
gustaría saber cómo va el Oviedo”. “No chico, lo siento, pero aquí no llega
nada más que un ejemplar del Diario de Cáceres y está en el Casino, si te
parece vamos a tomar algo allí”.
Salieron hacía
allá. De camino el mayoral le explicó que el Casino era sólo para socios. Que
allí no podía entrar cualquiera. Que él podía entrar porque iba invitado. A
Ramón aquello le sonó un tanto raro, de modo que le comentó que en su pueblo no
había bares privados, que todo el mundo podía entrar en todas partes. Esto sí
que le extrañó al mayoral que quiso saber que si los que tenían (aquí hizo el
gesto de frotar el índice contra el pulgar de su mano derecha) no tienen algún
local reservado ¡Qué menos! Ramón se dio cuenta que por ese camino podría
entrar en un camino resbaladizo y cambió la conversación.
“Oye ¿Cuántas
hectáreas tiene la dehesa?”. Quiso saber. “Dos mil” contestó el mayoral “¿Y de
quién es? Si se puede saber, preguntó. “Del Marqués” puntualizó el mayoral.
Ramón se
percató de que aquel también podía ser un tema delicado y no siguió.
Una vez en el
Casino no se sorprendió de que alguno de los que allí había, trataban al
mayoral de “Don” y de “Usted”. Todo chocaba desagradablemente con sus hábitos
de relación social. El Mayoral le
presentaba varios de los socios y estos al instante mostraron un precipitado
interés en saber cosas de la mina. Ramón, acostumbrado a esa curiosidad, les
habló ampliamente de cuantos pormenores querían conocer. Les sorprendió mucho
que los que trabajaban en la mina eran los mismos todos los días, todo el mes y
todo el año. Que no se reclutaban cada día en la plaza del pueblo. Ramón
conocía ciertas informaciones sobre cómo eran las condiciones sociales de esa
parte de España, pues se lo había contado un guardia civil de Carisia que, por
falta de trabajo había muchos que emigraban y alguno más desesperado se lanzaba
a la higiénica pero arriesgada vida de salteador de caminos. Ramón, recordó
esto más de una vez al tropezar por sitios solitarios y con individuos que no tenían buena pinta. Por si acaso antes
de emprender el viaje había encargado a Carrizo, el zapatero que le hiciese un
collar para el Jass más ancho de lo normal con una capa doble hacia la mitad
donde poder llevar algunos billetes de
100 pesetas e incluso alguno de 1000. Era el único sitio que consideró seguro.
A nadie se le ocurriría mirar allí… en el supuesto de que alguien tuviera
posibilidad de quitarle el collar a aquel perro.
En los remotos
tiempos de las diligencias, los viajeros carecían de carteras o monederos, y en
vez de estos, como las monedas eran todas metálicas se utilizaban monederos
confeccionados con la piel de un gato. Allí iban doblones, pesos, maravedíes,
escudos, cuartillos, feísonos, blancas dobles, ardites. De hecho el monedero se
llamaba coloquialmente “el gato”. Cuando unos atracadores no encontraban dinero
en una diligencia se enfurecían y el jefe gritaba “Busque mejor que aquí tiene
que haber gato encerrado”, uno de los atracadores exclamaba “Hay que encontrar
algo que yo estoy sin blanca” y otro, más bruto decía “Hay que encontrar el
gato, ahí se me da un ardite destrozar la diligencia pero hay que dar con el
gato”. Si al cabo no encontraban nada se llevaban los caballos y los pobres
viajeros se quedaban abandonados a su suerte en medio del campo. Cuando al cabo
de varias horas, aparecían los de la Santa Hermandad, la Guardia Civil de la
época, con sus vistosos trajes verdes, la pobre señora gorda, sentada encima de
un baúl, gimoteaba “A buenas horas (llegan los de las) mangas verdes”.
A las once, una
luna lorquiana había convertido en ceniza el polvo de la plaza y eran multitud
las gentes que formaban tertulia por las aceras. Los críos gritaban como
posesos por las calles a esa hora, como corresponde a esa cultura meridional de
salir como los murciélagos, cuando la oscuridad ampara la tierra.
Ramón se
encaminó hacia la dehesa. Era su hora habitual de retirarse. Pese a su fondo
reservado, distante y algo aprehensivo, iba razonablemente feliz a dormir en su
carro.
Todavía no
había salido de la calles del pueblo, ya cerca de las afueras, cuando empezó a
oír algo que era, dicho sea con la palabra exacta, inaudito. En todo el viaje
ni una sola vez oyó al Jass ladrar a esas horas. Cuanto más se acercaba era más
evidente que su perro era el autor de aquellos ladridos. La cosa era indudable
y apresuró su paso temiendo que algo sucedía y no precisamente agradable.
Desde fuera de
la cerca vio lo que ocurría pero era algo tan anormal que no podía comprender
nada. Sindo corría alocadamente de un sitio para otro, cuando al trote, cuando
al galope y el perro trataba de retenerlo. El Jass estaba tan desorientado como
Ramón o más.
Mira que
conocía bien a su colega, aquel caballo sensato, formal, juicioso y dócil no
atendía a razón alguna y corría de aquí allá sin sentido alguno. Ramón pensó
que si viese un día al Juez del Juzgado de primera instancia y al teniente de
la Guardia Civil de Carisia deslizándose entre grititos por el tobogán del
parque infantil de la villa, se asombraría menos que de ver a Sindo carente de
toda formalidad, haciendo aquella exhibición de carreras absurdas. Conforme a
su propensión a ponerse siempre en lo peor, comenzó a dar por hecho que el
caballo sería irrecuperable para ninguna tarea seria…y para colmo lejos de
casa, en un pueblo ignoto de Cáceres. [ Continuará…]
Pepe
Morán. Dominico-ex.
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