En estos tiempos últimos, no es que yo asista con frecuencia a actos en los que concurra mucha gente, que se celebren en locales cerrados, donde se pueda detectar a la primera lo que estoy diciendo, pero cuando lo he hecho no recuerdo el tener que comentar con el compañero de al lado aquello tan frecuente de: oye tú, ¡vaya olor a quesos que hay por aquí!
miércoles, 10 de septiembre de 2014
AROMAS VENIDAS A MENOS
Algunas mañanas cuando regreso de caminar, si no ha hecho excesivo
calor y el trayecto no ha resultado muy fatigoso, no tengo necesidad de tomar
una ducha integral a esas horas y me conformo con asearme de forma parcial. Lo que sí debo de hacer sin falta nada más entrar en casa, es lavarme los pies con agua fría. Pues aparte
de necesitarlo por higiene, lo hago
porque me resulta un acto muy placentero y por el bienestar que noto después en los “pinreles” una vez pasados por agua y
jabón. Y digo esto porque muchos días mientras los tengo sumergidos en el agua del bidé, pienso
en los años de mi juventud en los que en
el verano, el olor a pies estaba latente en el ambiente de cualquier recinto
cerrado donde se juntasen simplemente media docena de personas. Sin embargo hoy
día me parece que eso ha desaparecido, o
por lo menos disminuido bastante y, de
producirse, pienso que serán solo casos
aislados. Entonces yo me pregunto: Si en aquellos años la gente también se
lavaba adecuadamente, ¿tanto habrá
evolucionado el funcionamiento de nuestras glándulas sudoríferas, como para que ya no nos huelan los pies? ¿O será debido a la mejora tan grande
que ha tenido el calzado en general, tanto en la materia prima utilizada para
su confección como en su diseño? Pues yo creo que se deberá a ambas cosas.
En estos tiempos últimos, no es que yo asista con frecuencia a actos en los que concurra mucha gente, que se celebren en locales cerrados, donde se pueda detectar a la primera lo que estoy diciendo, pero cuando lo he hecho no recuerdo el tener que comentar con el compañero de al lado aquello tan frecuente de: oye tú, ¡vaya olor a quesos que hay por aquí!
En estos tiempos últimos, no es que yo asista con frecuencia a actos en los que concurra mucha gente, que se celebren en locales cerrados, donde se pueda detectar a la primera lo que estoy diciendo, pero cuando lo he hecho no recuerdo el tener que comentar con el compañero de al lado aquello tan frecuente de: oye tú, ¡vaya olor a quesos que hay por aquí!
No se me olvidará un verano siendo niño, que estábamos en la sala de espera del dentista, que por
cierto era tan pequeña que no cabíamos
más de cuatro o cinco personas y en
aquel reducido espacio, casi un
cuchitril, aparte del miedo al sacamuelas de la bata blanca, había un olor flotante
a pies en aquella densa atmósfera, que echaba para atrás. Y el caso era que, de todos
los que estábamos allí, mirábamos los unos para los otros con cara de asombro,
pero nadie se atrevía a decir palabra. Todos callados como muertos. Menos mal
que después de soportar aquella tortura durante un buen rato, por fin uno decidió
levantarse y medio haciendo que silbaba abrió la puerta y se salió a la calle. A los pocos minutos
empezamos a desfilar el resto, uno tras otro, para hacer lo mismo y así poder oxigenarnos
durante unos momentos huyendo del insoportable hedor. Lo curioso del caso es que el foco emisor de
los efluvios “pinrelescos” estaba más que
claro desde un principio, pues no cabía duda que provenía de uno de los pacientes con pinta singular, el cual calzaba
unos chanclos de goma negra muy grandes, sin calcetines, y por si esto fuera poco, también tenía un enorme flemón en uno de los pómulos de la cara, que lo llevaba
semioculto por un pañuelo grande negro, atado por debajo de la mandíbula
inferior hasta la cabeza, a modo de
mortaja y coronado por una boina plana muy pequeña, como dicen los riojanos, una boina tomatera.
Este tétrico personaje para no
delatarse a sí mismo, cuando se iba quedando solo en la salita de espera
también utilizaba el turno de recreo, como uno más del grupo para al menos despistar, alegando que allí dentro hacía mucho calor. Lo malo era
que cuando “piespodres” salía a la calle, el resto que estábamos fuera, huíamos de él como de la peste y nos volvíamos todos en patota adentro, otra vez a la sala de espera. Así, anduvimos de peregrinación forzosa para adentro y para afuera, durante un gran rato hasta que por fin, el pestilente
fue llamado por la pasante y entonces pudimos respirar todos bastante más aliviados.
Aparte de este chusco caso, que fue real como la vida misma, recuerdo que en los cines baratos
de sesión continua de las ciudades, pasaba tres cuartos de lo mismo. Cuántas veces a media película, de buenas a
primeras, irrumpía en el silencio de la sala una voz procedente del “gallinero”
que decía, medio en tono de risa y medio amenazante: “¡Vaya cante a pies. Aquí
no hay quien pare! Y esa desagradable situación
era tan frecuente durante los meses de verano
en aquellos años que, a veces, hasta en los bailes que se hacían al aire libre
en los prados, en algunos corros de gente había olor a pies. Pues bien, como explicación
a la desaparición, o al menos merma, de la presencia de aquel pestífero olor en
cualquier aglomeración, yo pienso que no se debe del todo a que hayan mejorado las costumbres, ni
que se hayan aumentado las medidas tanto higiénicas como de fabricación del
calzado, sino a que con los años, nuestra
glándula pituitaria cada día que pasa también va perdiendo facultades; sobre
todo, en el caso de los hombres.
B. G. G. bloguero “Prior”
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4 comentarios:
Creo amigo Galan que has tocado un tema que provoca la risa a la mayoria de las personas por sus implicaciones anecdoticas.
Quien de nosotros en un momento especifico no ha dejado de lado la posible verguenza, si es que aun la tenemos pues en mi lugar hace bastantes anos que la desprioritice, y/o pudor, para decir aquello de "Prefiero perder un amigo que una tripa" y no sufrir como, segun los cronicones de mi padre, le sucedio a este minusvalido cubano que hacia el viaje de La Habana a Camaguey en un autobus con A/C, y he aqui que durante el viaje algun pasajero dejo escapar un, llamemosle "gas" por no offender ciertas sensibilidades, lo que origino que el resto del pasaje se llevara las manos a las narices y nuestro pobre cubano espeto sin remordimientos, "Caballeros, respiren que yo soy manco". Tampoco debemos de olvidar esa otra zona biologica de la union de los brazos con el tronco, las axilas, para evitar lo que le sucedio a esta dama que viajando en el mono rail que circula por el centro de la ciudad de Miami, en una de sus paradas sube un clasico super andrajoso, que al sujetarse en la barra para no caerse, presento su sobaco al cutis de la dama, y esta le penalizo con un "Puerco, es que no sabes que hay desodorantes?" a lo que otro pasajero puntualizo, "No senora, lo que sucede es que nadie le ha dicho que se esta muriendo".
En fin amigo, no comparto tu exquisitez, yo creo que a la mayoria de las personas se nos ha olvidado la letra de aquella cancion que decia entre otras cosas, "...el agua para lavarse y pa las ranas que nadan bien...". Habeis de perdonar la carencia de acentos y tildes, este teclado no me acepta las combinaciones de Alt+numero, y lo que hace es imprimir un signo URL. Es lo que hay. Un abrazo.
Estupendas las sandalias, y con pinta de cómodas. Con relación al tema “aromático” que nos trae Galán, tan proclive a las anécdotas y pinceladas de humor que tanto él como cubanín relatan, resaltaría las diferencias de medios higiénicos existentes; de cuando éramos jóvenes a la actualidad.
Entonces, al menos en Limés, eran escasísimas, por no decir ninguna, las casas que disponían de baño o agua corriente. Para lavarse había que recurrir a la palancana, al balde o, si el tiempo lo permitía, al río. Pero no recuerdo, salvo casos anecdóticos como los que se cuentan, que se oliese especialmente mal. Tal vez por tener el olfato acostumbrado.
Es posible, y lógico, que igual que ocurre con el resto de los sentidos,el del olfato, como dice Galán, con el paso de los años se vaya atrofiando. Sin embargo llama la atención como algunas personas, ya de cierta edad, son capaces de detectar, aunque haya transcurrido un tiempo, si alguien comió cebolla, ajo, o ha fumado. Esto último de forma especial cuando forman parte del frente anti-tabaco.
Hablando del olor corporal por ingerir ciertos alimentos; en una empresa, en la que trabajé hace bastantes años, también trabajaba un hombre que casi diariamente tomaba un bocadillo de ajos crudos. Decía que era un alimento muy saludable. De su olor corporal, quizá por estar en otra sección de la fábrica, no guardo recuerdo. Tampoco de como acabó su estómago.
Recuerdo a Carmelo cuando entraba en el dormitorio gritando:"aquí uele a humanidad".
¿Cuántas veces terminábamos la gimnasia con una ducha?. Muy pocas, y en invierno menos todavía.
Aquí habrá que preguntar a las mozas de Cangas si el desodorante aquel, con una bola de cristal, era suficiente o tenían que respirar solamente por la boca para poder aguantarnos a su lado.
Recuerdo un viaje en coche-cama de Oviedo-Madrid en el que un compañero de trabajo ya me había advertido de su problema pinrelar.
Una cosa es decirlo y otra soportarlo. Ventanilla abierta hasta Príncipe Pío y supongo que todas, hasta el final del convoy, estarían bien cerradas.
Galán, ¿ese elemento que mencionas, en la consulta del sacamuelas, no sería El Pelgar?.
Ulpiano con la maestría que le caracteriza, inicia el comentario elogiando las sandalias. Una buena manera de empezar.
En cuanto al tema de los olores, yo opino lo mismo. Antes no había los medios que hay ahora para la higiene. Yo recuerdo los baños en el “balde” hasta que nos cambiamos a una casa nueva cuando yo tenía diez años. Allí ya había un baño en condiciones. Aunque eso sí, tenía el inconveniente de que el agua caliente dependía del “calderín” de la cocina de carbón. Lo que condicionaba un poco las horas de baño. Poco tiempo después –no recuerdo muy bien cuando- llegó el calentador de Butano. Después eléctrico. Todavía recuerdo yo que en las peluquerías te lavaban la cabeza con una jarra de agua caliente que traían de la cocina, pues, de aquélla, las peluquerías estaban en las viviendas de la peluquera, al menos en Cangas. Ahora, y desde hace muchos años, es impensable eso.
En cuanto a lo que dice Galán de atrofiarse el olfato yo no tengo ninguna duda. Igual que en el aspecto físico cambiamos, y no precisamente para bien, los sentidos también los tenemos mermados. Yo creo que el que más evidente es la vista. La mayoría de la gente, al llegar a una cierta edad, necesitamos gafas.
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