domingo, 19 de abril de 2015
PEQUEÑOS RECUERDOS
Durante los años tempranos
de la vida el futuro es una montaña de sueños con
perfiles luminosos y precisos que siempre tenemos ante nosotros, montaña que va decreciendo hasta casi desaparecer con el paso del
tiempo. Después, cuando la vida ya se despeña por una
turbulenta cascada de años, el pasado es una cordillera creciente
e imprecisa, difuminada por la neblina del tiempo, formada por recuerdos,
buenos y malos, que solo logramos escrutar al volver la vista atrás. Como en todas las cordilleras que se precien, también en la vida existen picos más altos,
sobresaliendo de entre la niebla del tiempo, que aunque más lejanos aparecen siempre más nítidos y visibles. Éstos, sean de nuestro agrado o no, con
solo mirar de reojo los tenemos presentes. Son otros los que solo aparecen
cuando la casualidad ilumina la zona sombría de esa ya
ingente cordillera de olvidos donde estaban depositados.
Esto que es obvio por sabido lo traigo aquí para justificar el porqué, en
ocasiones, rememoramos hechos acaecidos hace tiempo que creíamos nimios y perdidos.
Hace días, en plena
Semana Santa, mientras todos los barrios de Madrid se encontraban vacíos, a excepción del cogollo central donde se apiñaban turistas y otros visitantes, al pasar ante el cine Conde Duque
se iluminaron algunos recuerdos de mi
primera visita a Madrid.
El primer destello en la maltratada memoria
fue que en ese cine, entonces recién inaugurado, asistí en aquella ocasión al estreno en Madrid, Domingo de
Pascua, de la película dirigida por Richard Brooks
Dulce pájaro de juventud. Estaba catalogada por la censura del Régimen para
mayores de 18 años, con muchas erres, en el límite que
aquella moralidad estaba dispuesta tolerar. Aunque tenía 16 pude entrar sin problemas, siempre aparenté más edad, algo que entonces me parecía estupendo
y bastante menos ahora. En esa película un joven y ambicioso Paul Newman
seducía, con la esperanza de que ella le abriera el camino de la fama, a
una madura pero aún estupenda Geraldine Page. La película me
impactó. El personaje de Chance interpretado por Newman podía resultar un desafío tentador para quienes estábamos en el albor de la vida. Pocos años después pude leer la obra teatral, más dura y
descarnada, de Tennesse Williams sobre
la que estaba basada la película. Esa lectura quizá contribuyera, junto los años transcurridos, al enfriamiento de aquella tentación.
Mi hermana, Gela hacía algún tiempo que se había establecido en Madrid y estaba invitado
a pasar unos días en su casa y así conocer la capital. Era Semana Santa de
1963, vacaciones de Pascua en Corias. Unas vacaciones muy necesarias para
cargarse de ánimos y afrontar el duro tercer trimestre con los exámenes de final de curso. Sobre todo para quienes habíamos pasado los dos primeros trimestres sesteando, o atraídos por otros intereses, más que
estudiando.
El viaje a Madrid, en aquella época, para los chavales de Cangas resultaba asequible. Decenas de
camiones partían todas las semanas de Cangas transportando centenares o miles de
toneladas de carbón para alimentar las calderas que calentaban Madrid. Bastaba
ponerse de acuerdo con un familiar, amigo o conocido que hiciera esos
transportes para tener asegurada ida y
vuelta.
Uno de mis cuñados, Paco, hacía dos o tres viajes semanales llevando carbón a Madrid. Camionero desde que tenía uso de razón, antes de tener edad para sacar el carné de conducir ya había recorrido todas aquellas peligrosas pistas de tierra,
sangrantes puñaladas infligidas a las montañas vírgenes de Cangas, bajando carbón desde las
bocaminas a los lavaderos al volante de imposibles camiones comprados como
chatarra al ejército americano después de la Segunda Guerra Mundial. En uno de
aquellos viajes, en medio de un diluvio infernal, la pista se desplomó al paso del camión. Ambos terminaron en lo más profundo del barranco. Salvó la vida
después de varias operaciones y
meses de hospitalización. Las secuelas - en alguna ocasión hace referencia a ellas - persisten hasta hoy, ya próximo a cumplir ochenta años. Cuando
ocurrió el accidente yo era un niño, y él aún no estaba casado con mi hermana Amelia, pero recuerdo nítidamente al día que se produjo el accidente. Era San
Crispín, fiesta que mis abuelos maternos del Palacio de Ardaliz
celebraban reuniendo a la familia todos los años en diciembre.
Paco fue el encargado de llevarme a Madrid.
No íbamos solos, nos acompañaban, también en su
primer viaje a la capital, mi primo José del Palacio
y otro familiar nuestro, Luciano, de Regla de Naviego, que iba para quedarse y
aprender el oficio de carnicero. Años después Luciano
regresó a Cangas para abrir la carnicería situada
enfrente del Chicote. En ella trabajó hasta su jubilación hace pocos años.
Era primera hora de la tarde y llovía al salir de Limés. Después de Vallao
la lluvia se fue tornando en aguanieve. Cuando sobrepasamos las casas
solitarias y cerradas a cal y canto de Leitariegos nevaba copiosamente
cubriendo ya con un espeso manto la precaria carretera. Continuamos avanzando,
pero el camión, enorme, de tres ejes, con veinte toneladas de carbón en la caja parecía un barco en medio de una galerna de
olas blancas. Sin visibilidad y
patinando amenazaba con salirse de lo que se adivinaba como carretera. Ante
esta situación, a la altura donde actualmente se encuentran las instalaciones
de esquí, Paco decidió poner las cadenas. Costosa y arriesgada
operación que solo los camioneros obligados a realizarla conocen.
Nosotros, a pesar de su oposición, también salimos de
la cabina intentando ayudarle. La ayuda debió de ser
nula, más bien estorbo. Al final él consiguió colocar las cadenas. También
conseguimos quedar empapados hasta los huesos los cuatro.
Descendimos muy lentamente el puerto por la
vertiente leonesa. A mitad de la bajada había cesado de
nevar y la carretera estaba casi limpia por lo que detuvo el camión y procedió a quitar las cadenas. Cuando llegamos a
Caboalles estaba anocheciendo, con todas las ropas mojadas y, aunque llevábamos abundantes meriendas que nos habían puesto
nuestras madres, hambrientos. A Luciano y a José se les
ocurrió una luminosa idea. Teníamos unos parientes, con los que ellos
mantenían una relación más estrecha,
que vivían allí. Propusieron ir a visitarlos pues nos recibirían con los brazos abiertos. Así fue, nos
cambiamos de ropa mientras la mojada se secaba ante la lumbre que
chisporroteaba en la cocina y nos prepararon una opípara cena.
Sobre las once de la noche, con las ropas secas y los cuerpos satisfechos,
abandonamos Caboalles.
Al llegar a León, Paco,
planteó la conveniencia de parar y dormir un rato. Debía de estar agotado después del
accidentado paso por el puerto y tantas horas al volante, (entonces no existían tacógrafos). Con la emoción del viaje nosotros no teníamos pizca de sueño, preferíamos dar una
vuelta por la ciudad. Él se acostó en la
litera que llevan los camiones en la parte posterior de la cabina pidiéndonos que regresáramos al cabo de unas dos horas para
despertarle si aún dormía. Nos dispusimos a callejear y buscar algún lugar abierto. Pero era la una pasada y todo estaba cerrado, no
había nadie por las oscuras calles y hacía un frío que traspasaba la ropa que llevábamos
puesta. Aguantamos algo más de una hora sin saber muy bien dónde meternos. Poco después de las dos de la madrugada estábamos en el
camión intentando sacar a nuestro conductor de su reparador sueño y reemprender viaje. Aún hoy no logro imaginar el esfuerzo que tuvo que hacer para no
arrojarnos el gato a la cabeza.
Continuamos viaje. Durante ese trayecto creo
recordar haber quedado ensimismado, ajeno a la conversación de mis compañeros, en
distintos periodos. Aunque era noche cerrada, o tal vez por eso, percibía una sensación extraña de estar
viajando por el vacío. Acostumbrado a Asturias, donde incluso de noche veía o percibía la proximidad de la ladera de la montaña cerrando el horizonte, allí, en medio
de aquellas inabarcables llanuras castellanas, intuidas a través de la oscuridad, sentía
una inquietante y nueva sensación de vacío, sentimiento quizá acentuado por lo desconocido.
De
cuando en cuando en el horizonte lejano surgía una luz y
la duda de si se trataba de un nuevo pueblo. En ocasiones, en efecto, se
trataba de un pueblo dormido al que llegábamos mucho
después de haber avistado sus luces. Luces mortecinas reflejadas en los
muros de adobe envolviendo las casas con irreales mantos rojizos y
amarillentos. En otras ocasiones, después de largo
tiempo de mantener fija la mirada en una luz veíamos que ésta se separaba en dos, eran los haces de los faros de un camión que tiempo después, atronando, se cruzaba con nosotros.
Antes de llegar a Adanero comencé a percibir una línea de claridad en
el horizonte. Eran las más tempranas luces del amanecer. Poco
después, sobre las montañas que separan Segovia de Madrid, las
nubes se transformaron en un deshilachado, bermejo y rosáceo, telón de teatro. Era como si detrás de aquel telón Madrid estuviera siendo devorado por
una gigantesca hoguera que nosotros contemplábamos desde
la penumbra dormida de los campos segovianos.
Los primeros rayos de sol atravesaron el
parabrisas del camión, obligándome a entrecerrar los ojos que poco a
poco se terminaron de cerrar al quedar dormido.
Desperté cegado por
la luz. Nunca había percibido una luminosidad tan intensa, parecía que un gigante invisible había pulido y
sacado brillo a la atmósfera que nos rodeaba. Años después supe de las características luminosas atribuidas a Madrid
cuando la contaminación no consigue echarle su fatídico borrón, características espléndidas y cambiantes muy difíciles de
igualar. Dicen los entendidos que solo Velázquez logró captar en su paleta los tonos del cielo
madrileño; por eso al cielo de Madrid también se le
suele llamar velazqueño.
Bajábamos el
Puerto de los Leones. Los túneles del Guadarrama aún no estaban abiertos. Paco continuaba atento al volante, utilizando
con tino el freno eléctrico para que la pesada carga no
arrastrara al camión pendiente abajo. Echó una ojeada y me dijo: ¡vaya siesta, eh! Los otros compañeros de
viaje también estaban adormilados, pero pronto se fueron despejando.
Comenzamos a sacar las viandas que nos habían puesto en casa y sobre la marcha nos pegamos un desayuno del
que se puede decir de todo menos que fuera frugal.
Llegamos al Paseo de la Florida bien
avanzada la mañana.
Aquí debiera
continuar con el relato de algunos recuerdos de las andanzas de aquellos días por Madrid. Esta era la intención inicial,
pero al demorarme tanto con el viaje, y para no aburrir más, tanto a mi mismo como algún posible
lector, tendré
que dejarlo para otra, si se presenta, mejor ocasión.
ulpiano rodríguez calvo.
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8 comentarios:
Este viaje a Madrid, que tan bien describe Ulpiano, a mí me trae muchos recuerdos también, y no precisamente por haber hecho yo ningún viaje, pero sí de escuchar a muchos camioneros cuando yo estaba en el taller de mi padre. Unas veces comentaban entre ellos las peripecias y otras, como todo lo de ir a Madrid a mí me interesaba –ya lo conté muchas veces aquí-, si mis quehaceres me dejaban tiempo les preguntaba para que me contaran.
Eso de salir de Cangas lloviendo y al llegar a Vallado empezar a ser aguanieve, luego, al llegar a las “miras” del Puerto tener que poner las cadenas y llegar a Caboalles mojados, donde, aunque en vuestro caso teníais familia, ellos tenían sitios que les secaban la ropa y comían o cenaban, en ese caso pagando.
El parar a dormir dos o tres horas también me suena mucho. El bajar el Puerto de Los Leones, usando el freno eléctrico, que por cierto era una de las cosas que iban a arreglar allí, -pues ya sabéis muchos que el “fuerte” de mi padre era la electricidad.
Otra cosa que siempre se repetía también, era llegar al Paseo de La Florida.
Luego, hay otras cosas que cuentas, como lo del cielo de Madrid. Yo no sabía lo de Velázquez, pero, sobre todo en otoño, me parece espectacular.
Lo de las llanuras castellanas, en la noche y en el atardecer y amanecer, también me impactó a mí. No fue en Madrid, fue en Ciudad Real en un chalet que tiene la familia de Manolo a siete kilómetros de la capital. Desperté el primer día –que era el 22 de junio, creo, y vi que estaba dando el sol en la ventana y al mirar el reloj y ver que eran las seis y media de la mañana… Acostumbrada a que aquí que hasta las nueve o más, debido a las montañas no da el sol, me causó una gran impresión.
Bueno, pues espero que sigas contando cosas de Madrid, eso que ibas a seguir y te pareció que se hacía largo.
El menda no hizo su primer viaje a Madrid en camión, sino en tren y en segunda, con la maleta sobre las rodillas porque no había sitio en el perchero.
También el tren llegaba al Paseo de La Florida, que era donde estaba la estación.
Eran unos viajes, como las comidas del Lazarillo, sin principio ni fin.
Asientos corridos, pasillos abarrotados de gente y bultos y cerca de 9 horas de viaje.
Por lo bien que lo describe Ulpiano, me parece más atractivo el camión que el expreso de las 23.
Yo también viajé a Madrid en camión desde Galicia, veamos:
En el año 1972, hice el curso de Tráfico en la calle Batalla del Salado de Madrid. Las clases prácticas de carretera se daban en un galpón en Venta la Rubia, donde estaban los talleres y motos. El desplazamiento de un lugar a otro lo efectuábamos en camiones con bancos y un toldo por si llovía. Se incumplía las más elementales medidas de seguridad vial. Nosotros, que al finalizar el curso seríamos los encargados de la vigilancia de las carreteras. ¡ Vivir para ver!, eran tiempos de Pachín el anano.
Una vez que se cogía destreza haciendo toda clase de filigranas por las campas de Campamento, de vez en cuando tocaba salir a carretera convencional, por regla general al pantano de San Juan, al oeste de la provincia de Madrid. En una de éstas, íbamos en fila unos detrás de otros a una distancia prudencial para no entorpecer el tráfico rodado. Previamente se nos informara, que por cualquier circunstancia (avería o accidente), debíamos permanecer en el arcén hasta que pasase el coche taller a recogernos.
En un cruce señalizado con “ Stop”, una italiana conduciendo un seiscientos va y ¡zas!, me toca la moto y el guaje al suelo; me levanto y observo que no tengo nada y la moto menos, pues las abolladuras que tenía ya venían de las caídas en otras ocasiones en el circuito cerrado. En vez de continuar, era lo lógico ante la falta de heridos y daños en los vehículos, me quedé como un pailán a cumplir el protocolo establecido.
La clase finaliza y el guaje no aparece, según me dicen los compañeros las chanzas eran de órdago, decían que me habían visto sentado en la plaza de la Cibeles, otros subido al Madroño en Sol. La tardanza es debido a que el coche taller llama al equipo de atestados de la Academia, para levantar el atestado correspondiente y remitirlo al Juzgado de Navalcarnero.
A Los nueve meses destinado en Baralla (Lugo), me citan para juicio en dicho Juzgado. No tenía ganas de ir en tren. En la estación de servicio de Baralla, paraban a repostar muchos camioneros del pescado, que procedían del puerto de La Coruña y se dirigían a Madrid. Se lo comenté al dueño, como nosotros también repostábamos allí, no puso inconveniente en decírselo a cualquier camionero que parase a repostar. Como iban a fecha me dijo que eran muy puntuales entre las 19 y 20 horas era su hora de pasada. Llega un Barreiros se lo comenta y no pone inconveniente; allá me subo para mi travesía a Madrid. La subida y bajada del puerto Piedrafita, de aquella la carretera era mala y estrecha, recuerdo que subiendo para no tener que levantar el pié del acelerador en las curvas, se hacían varios cambios de luces; si no contestaban señal que no venía en sentido contrario nadie, por lo tanto se tomaban por lo poco por el centro de la calzada. Paramos a cenar en casa Gato de Cacabelos, era parada fija pues el comedor estaba llenos de camioneros con el mismo destino; mercado de Legazpi. Quise invitarle a cenar pero no hubo forma. Reiniciamos la marcha, yo con idea de entablar conversación pero el ruido era infernal, poco a poco Morfeo se fue adueñando de mi cuerpo hasta caer sopa. Desperté cuando empezábamos a subir el alto de Los Leones. A La llegada le invité a desayunar y nos despedimos. Me informé de los horarios en bus hacia Navalcarnero y allí nos presentamos al juicio.
La Italiana estaba muy molesta, el Fiscal le pedía una pena nimia, pero como era catedrática de la Universidad Autónoma de Madrid, un Oficial al instruir el atestado le dijo que no le pasaría nada. De principio este Oficial me quería echar a mí la culpa. No le caía simpático, aunque el sentimiento era recíproco. Otro oficial puso cordura y le dijo el “alumno no tiene culpa”.
Iba acompañada de su marido, al finalizar el juicio estuvimos hablando y me lo contaron, muy amables me trajeron en su coche hasta Madrid. Por la noche en el tren que cantaba “ Andrés Dobarro”, me dejó en Lugo.
Maribel, los viajes a Madrid de Ulpiano y Benjamín eran plácidos. La mercancía que llevaban no tenía que entrar en determinada fecha. Sin embargo los pescaderos de los puertos de A Coruña y Vigo, se decía que “iban a fecha”. Quiere decir que la entrada en el mercado era a una hora para poder entrar en la subasta, si no entrabas la mercancía perdía mucho valor.
Las normas básicas de circulación que hoy son de cumplimiento, de aquella estaban en Babia. Como bien dices circulaban circulábamos a toda pastilla, teniendo en cuenta las limitaciones técnicas de los camiones de aquellos años. No existían controles de velocidad, alcoholemia, donde la sobremesa era café, copa y faria…, los tiempos de conducción no estaban limitados, en la actualidad que tienen que hacer las paradas reglamentarias, controladas por los tacógrafos analógicos y ahora digitales. Se incumplía el número de pasajeros autorizados. Ulpiano en su escrito dice que van tres, cuando el permiso de circulación solo autoriza para un acompañante. En comparación con la actual normativa sobre Circulación y Tráfico y materia de Transportes; decir que en aquellos años estaba todo sin legislar.
Te veo muy puesta en la electricidad de camiones, ¿ dices que tu padre tenía un taller? ¿Cual pues lo desconozco?. Recuerdo que bajando el Piedrafita, los camioneros que abusaban del freno eléctrico, verles echando humo, no se les podía parar por posible incendio.
Lobato, en aquellos tiempos, de los que hablamos, ni las carreteras ni los vehículos permitían grandes milagros. Además de la luz de cruce y larga, en las curvas, era casi obligatorio tocar la bocina por si alguien venía ocupando la parte de la calzada que no le pertenecía.
¿Cuánto tardaba un ALSA de Cangas a Oviedo, aunque se descontaran las paradas?.
Garrido, de Tineo a Navelgas (28 Kms.), tardaba 2 horas. Si descontamos una hora de paradas, que ya es mucho, nos da una velocidad de 28 Kms. por hora.
De todas formas nos parecía algo difícil de superar.
Lo que comenta Maribel del freno eléctrico era, y sigue siendo, un gran elemento de seguridad en los vehículos pesados. No produce desgastes y su regulación es fácil, sencilla y proporciona gran seguridad.
Sobre el otro tema que comentas referente a los controles de velocidad, ya salió a debate en otra entrada y sigo diciendo que no siempre se colocan en los puntos negros y sí en aquellos lugares donde es fácil cazar al que se le olvida levantar el pie.
Carlos, me da casi vergüenza no contestarte hasta ahora, pero a veces las circunstancias, y también la “pereza” hacen que uno pase unos cuantos días sin escribir.
La pregunta que me haces de cuál era el taller de mi padre, te diré que era el de Ramón Alvite, también conocido como Ramón el electricista,. En los tiempos de los viajes esos que relatan a Madrid, tenía el taller en la Calle Pelayo –hasta 1975- y se dedicaba plenamente a la electricidad tanto industrial –minas sobre todo, y otras industrias, pues se hacían instalaciones y se “bobinaban” muchos motores-, como de camiones y todo tipo de automóviles. Por cierto, creo que tenías un amigo que trabajaba allí –Luis el hijo de Pilar- que después se casó y marchó para Madrid.
En el año 1975 pasó para El Reguerón y allí, aunque se seguía con todo, se visualizaba más la venta de coches. Cuando nos veamos, y a ver si el amigo Samuel organiza algo antes de septiembre, ya hablamos largo y tendido sobre el tema. Seguro que tenemos mucho de qué hablar. Ahora aunque no dispongo de mucho tiempo no quise dejar pasar ni un día más.
Dicen, y dicen bien, que en la variación está el gusto; por lo que este Menda no tiene ningún inconveniente en ceder la organización a cualquier voluntario-ia, para que no se piense que tengo el monopolio del tema.
De momento, salvo imprevistos, tengo el mes de agosto comprometido.
Maribel, uno también anda un poco despistado, unas veces lo va dejando y luego es cuando aparece la pereza, desidia….
Me dices que tu padre tenía el taller en la calle Pelayo. Por calles en Cangas la Mayor y poco más, pero el Taller de Alvite lo sitúo al final de la calle que entronca con la carretera de Leitariegos,frente la finca de las monjas, después en el Reguerón.
Efectivamente con tu padre trabajaba, mi amigo del alma Luisín, hijo de Coronel y de Pilar. Vivíamos en Regla los cuatro jinetes de la Apocalipsis: Luisín, Paquito( regenta la pizzería Labrugo en Cangas), y los hermanos Lobato, éramos pelgares entre los pelgares.
Siempre que visito Cangas, me desplazo a visitar a Pilar, nuestras familias eran muy amigas. La coincidencia de las fiestas de Nuestra Señora y San Roque, tanto en Betanzos como en Corias, me impide acercarme por esas fechas. A final de agosto cuando doy una vuelta, Luisín ya ha regresado para Madrid. Desde su boda con una guapa mujer de Carballo, no le he vuelto a ver.
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