lunes, 15 de junio de 2015
EL EMBARQUE DEL “INDIANO”
Foto: Álbum de los antiguos alumnos de Corias
A propósito de los castillitos de
los indianos yo creo que, como le ha pasado a Ulpiano, algunos de estos singulares
edificios también nos han marcado e impactado a muchos de nosotros siendo niños
pues, aparte de cómo fueran de acogedores sus moradores, en aquellos tiempos de
nuestra infancia, años cincuenta, en
nuestros respectivos pueblos sí había algunos
villorrios robustos y hermosos con rango y tradición nobiliaria, pero de
construcción clásica que no nos llamaban tanto la atención como aquellas
novedosas mansiones que solían construirse
a modo de castillos de hadas estos acaudalados
aventureros cuando retornaban a sus orígenes con el riñón bien cubierto.
Estas suntuosas construcciones
eran todas levantadas con la vanidosa intención de deslumbrar a propios y a forasteros,
y para que quedara patente que, aunque los indianos de marras en su día, hubieran partido de su tierra con una mano adelante y
otra atrás, y sin dejar las más mínimas propiedades huérfanas o mostrencas, transcurridos unos años algunos sí retornaron bien forrados gracias a su astucia y arrojo para los “negocios”
ejercidos, valiéndose de la candidez e ingenuidad de los indios al otro lado
del Atlántico.
Estos caserones, aparte de ser enormes
en cuanto a espacio, tanto construido como útil, lo que hoy día en las tertulias rosa llaman un
“casoplón”, estaban hechos con estilos provocadores,
muy diferentes de los caseríos clásicos
del país, ya que utilizaban tejados quebrados, muy irregulares y puntiagudos, con
vertientes a varias aguas y en general, con
formas y estructuras totalmente
desconocidas y novedosas para los nativos. A mí si digo la verdad, siempre que tuve la
oportunidad de contemplar alguno de estos “casoplones” que existen (hoy día la mayoría en estado ruinoso) por la costa occidental asturiana, me gustaban
mucho más los árboles y la vegetación exótica que solían tener a su alrededor,
en parterres y jardines, que las propias construcciones en sí. Yo siempre he
sido, y sigo siendo, más partidario de
las casas solariegas, de los hórreos y de las paneras, que de construcciones exóticas, sin ningún
tipo de arraigo ni vínculo con el terreno que las sustenta. Eso, por no entrar en otras indagaciones más escabrosas, como
podrían ser el origen y la forma de adquirir los dineros que las hicieron realidad.
Pero bueno, me estoy desviando del tema porque yo lo que
quería comentar aquí, es algo relacionado con las casas de los indianos, pero es
un recuerdo que tengo siendo joven, estando
una tarde de domingo en el internado en Corias
que apareció Ton, “Chuma, chuma”, en mi celda y me dijo que tenía que ir con él a Grado a su
casa. Que era solo el ir y volver; por lo
tanto, no hacía falta ni que pidiese permiso a los frailes pues, para la hora de la cena ya estaríamos de nuevo
en el colegio. Yo, a primera vista dudé si aceptar o no el embolado y no puse excesivo interés en la propuesta pues,
sabiendo lo “trangallas” que era este hombre,
fiarse poco; pero por otro lado, el ir a otro sitio así fuera del colegio, para los internos siempre se
mostraba atractivo y prometedor, aunque luego fuese un puro fiasco, como así sucedió.
Tal que, acepté su invitación, me preparé un
poco, y al cabo de un cuarto de hora
llegó el taxi solicitado del señor Linera
a la puerta principal del convento, un SEAT 1500, y sin más preámbulos para Mosconia
que nos pusimos en marcha los tres. Fuimos directos sin parar en ningún sitio y
al llegar a la puerta de la mansión del indiano en Grado, el taxista aparcó al
lado de la verja donde le indicó Ton. El descendiente de indiano y yo nos
bajamos y el taxista se quedó en el coche esperando órdenes. Yo, nada más ver la casa ya me deslumbró la verja de forja que
tenía como cerramiento de la propiedad y, una vez adentrados en el jardín, al fondo se mostraba la
lujosa entrada bajo un porche de piedra repleto de jarrones de fábrica con flores
y enredaderas. Ton iba despendolado delante corriendo a todo meter, como si
nos persiguiera la pasma, y yo detrás, poco
menos que al trote, para poder seguirle como fiel escudero.
Nada más pisar la
casa salió una mujer de cierta edad del interior con porte elegante y
saludó al apresurado visitante, el cual, aunque era su hijo, por poco pasa de
largo a su lado con un simple hola. Acto seguido la señora preguntó quién era
el acompañante que traía, a lo que Ton respondió que era un alumno del colegio.
Aquella distinguida señora, elegantemente vestida, sabiendo bien cómo era el
calavera del hijo se mostró muy amable y cariñosa conmigo, y mientras hablábamos
ella y yo, el otro tolo se alejó de nosotros pues rebuscaba algo desaforadamente
por la casa. La señora me mandó sentar y
llamó al servicio para que trajesen unos pasteles
y café con leche. Tal que yo, me
las prometía muy felices con solo pensar en aquel recibimiento tan dulce y, efectivamente,
al instante apareció una sirvienta perfectamente uniformada, con traje negro y
delantal bordado impoluto de color blanco,
con una hermosa bandeja repleta de pastas, pasteles, café y leche. Nada más acomodarme en la mesa, como me
había indicado la señora, apareció el
desquiciado de Ton todo alborotado porque no había encontrado lo que buscaba y,
cuando su madre le dice que se siente que vamos a merendar algo, él me coge a
mí por un brazo intentando levantarme de la mesa y me dice que nos
marchamos de inmediato, que no puede demorarse más pues el taxi estaba a la puerta esperando. Su señora
madre conociendo el percal como lo conocía, me dijo: mozo, no hagas ni caso de este atolondrado que está medio
chiflado. Tú vas a tomar café con leche y por lo menos a comer un pastel o dos. Luego ya os vais. Él
si no quiere participar que se marche, pero tú no le sigas.
Yo me veía entre la espada y la
pared pues, temía que aquel atontolinado me dejara en tierra y pidiéndole
disculpas a aquella gentil y refinada señora, tuve que hacer de tripas corazón y despreciar
aquellos manjares que me estaba ofreciendo, llegando a tener que pasar por maleducado y descortés.
Allá como pude, o supe, afronté la situación y sintiéndolo en el alma, me
despedí de la señora y sin probar bocado me puse en pie para no quedarme tirado
en Grado. Nada más que salí a la calle ya vi que Ton estaba montado en el coche
y que le decía al taxista que arrancara. A pesar de que Linera ya tenía la
primera velocidad metida para salir, se hacía un poco el remolón para darme a
mí tiempo a montar. Gracias a él, porque sino ese día hubiera tenido que dormir
en Cáritas en Grado. En cuanto arrancamos le dije al tolo aventado que no
volvería nunca más con él a ningún sitio ya que estaba para encerrar. Cosa que
luego no cumplí, pero aquella tarde llegué a Corias endemoniado. A punto de tener
que exorcizarme.
Es el día de hoy que, cada vez
que me recuerdo de aquella ocasión y de aquella elegante y bondadosa señora, aún tengo una grandísima pena por no haber
podido degustar alguno de aquellos apetitosos pasteles en tan buena compañía. El caso fue que salí de aquella señorial casa de indiano jurando
y perjurando interiormente, que no volvería a dejarme embaucar por semejante “trilero”. Pero, como era de esperar, el cabreo duró poco y a la próxima vez que
surgió la oportunidad de salir de folixa, vuelta la burra al trigo y, nuevamente, más de lo mismo.
B. G. G. bloguero “Prior”
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2 comentarios:
Benjamín, poco agradeció Ton al “fiel escudero”. Eso de no dejarte tomar el café y comer algún pastel… además con “servicio uniformado” y todo. Ahora pasado el tiempo es un recuerdo gracioso, pero en aquel momento… Si me pasa a mí que los pasteles son mi debilidad, creo que vengo para Cangas andando, pero algún pastel seguro que comía. Además no estamos hablando de estos tiempos que si no comemos más es por cuidarnos, pero de aquella era por otros motivos.
Bueno, tú con los pasteles tienes tus historias -se ve que te gustan- pero la del primer día de internado, en cuanto a lo de comer pasteles te salió mejor. Todavía me da la risa cada vez que me acuerdo de la entrada en que lo contabas. Es más, a veces la busco para reírme un rato.
Como se deduce, los pasteles me gustan, y me gustaron siempre, muchísimo. Como anécdota contaré que hará unos veinticinco años fuimos de vacaciones a Torrevieja y estaba allí desde unos días antes el hermano de Manolo con su familia. Habíamos quedado en llamarlos nosotros a su hotel al día siguiente de llegar, por la tarde, y le parecía que tardábamos por lo que le dijo a su mujer que iban a buscarnos, -nosotros estábamos en un apartamento y no sabían la dirección- y le dijo ella -¿Cómo los vamos a encontrar? y dice él –Muy fácil, vamos a las pastelerías. Aunque parezca imposible ¡¡Nos encontraron!! Y en una pastelería.
Recordando estas cosas, y aunque no tenga mucha relación con la entrada, pero sí con mi anécdota, se da uno cuenta del gran servicio que prestan los móviles.
Coincido con Galán, también tengo predilección por las casonas asturianas. Casas trabajadas por mujeres y hombres. Casas de piedras labradas por escarchas, lluvias, soles y vientos; de paredes ennegrecidas por el humo de miles de hogueras extinguidas en la chariega; de muros que, bajo el abrazo verde del musgo, guardan celosamente secretos de muchas generaciones.
Sin embargo, aún hoy, cuando la capacidad de asombro es mucho menor que hace cuarenta años, no dejo de asombrarme ante algunas casonas de indianos que sobreviven a lo largo de toda Asturias. Construcciones levantadas, con mayor o menor gusto, por emigrantes enriquecidos, de manera lícita o no, al regresar a su lugar de origen tratando tal vez, de forma más o menos consciente, de epatar con la copia de aquella mansión, casi siempre de estilo inglés, que les deslumbró en las lejanas tierras donde se hicieron ricos.
Al contrario que Villa Excelsior otras conservan su lustre anterior al ser recuperadas, por lo general con acierto, para diversos usos.
Durante los últimos años pude visitar, por citar solo algunas de la franja costera que más llamaron mi atención, Quinta Guadalupe, en Colombres, hoy sede del Archivo de Indianos, además de Museo de la Emigración. También alojarme unos días en Villa Rosario,sobre la misma playa de Santa Marina en Ribadesella, convertida desde hace años en hotel. A éste mismo uso han sido destinados desde hace tiempo el Palacete Peñalba, en la ría del Eo, y el de Arias, en el centro de Navia.
Cuidadas también aparentan las casas de indianos de Somao. Éstas con el plus de las espectaculares vistas sobre el Cantábrico.
Otras, como Villa Borinquen, en Tox, al lado de Puerto de Vega, son de construcción más reciente y menos pretenciosa. El arquitecto de Villa Borinquen era de Cangas y se apellidaba Castelao según me parece recordar. Hace más de veinte años que también es hotel. Lástima que cuando estuve allí, mediados de los noventa, todavía no habían instalado el restaurante que en la actualidad, según me dijeron, es uno de los mejores de Asturias.
Casonas de indianos que, más allá de gustos y contrastes, aportan estampas pintorescas por la geografía asturiana.
No quisiera terminar este comentario sin citar La Quinta de Selgas de El Pito-Cudillero. Tuve ocasión de visitarla el pasado verano por primera vez. Tiene poco que ver con la mayoría de casas de indianos, su estilo es neoclásico, quizá de inspiración francesa. Su promotor - amante y mecenas de la enseñanza financió, ahora se cumple un siglo, la construcción de unas magníficas escuelas aledañas que aún funcionan como instituto - no hizo su fortuna en las Indias, se enriqueció en Madrid. Pero el conjunto de la Quinta, formado por el Palacio con valiosas obras de arte, el magnífico parque-jardín que lo rodea y el interesante pequeño museo dedicado a la enseñanza, lo convierte, es mi opinión, en un lugar de visita obligada en Asturias.
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