viernes, 14 de noviembre de 2014
Una vuelta por El Pardo
El otoño, fiel a la cita de todos los años,
sesteaba sobre Madrid. Como un etéreo gigante alargaba indolente sus manos; con
una sujetaba lánguidamente el calor del estío mientras la otra ofrecía tenue
resistencia a la llegada del invierno frío. Nada que ver con la otra estación
del año rival suya en la disputa de las siempre efímeras bellezas. La primavera
en Madrid es una alocada doncella que, pletórica de vida y flores, parte rauda
desde el gélido frío para entregar sus encantos, pronto marchitos, al abrasador sol de verano. Todo ello en el
tiempo que dura un suspiro.
La pugna se repite año tras año; la
primavera, lujuriosa, alarga los días, el otoño, recatado, los recoge
Aunque ambas estaciones resultan igual de
gratas, tal vez sienta predilección por esta última, magnífica para disfrutar
de cualquier lugar en el que uno se encuentre. Las retinas conservan prendidas
imágenes de paisajes cuyo recuerdo siempre invita a volver.
En los alrededores de Madrid, por los
cuatro puntos cardinales, abundan los rincones llamando a perderse en ellos.
Además de los propios madrileños, no por tantas veces desconocidos menos
impactantes, están al alcance de la mano los campos castellanos. Campos pálidos
de rastrojos ociosos en espera de simiente para hacer germinar el trigo
haciendo vivo contraste con los tonos ocres de las tierras recién desveladas
por la reja de un arado. Por las riveras, en otoño, llamaradas amarillas
devoran el verdor de las alamedas.
Sin embargo, debo admitir, existe un lugar
a las mismas puertas de Madrid que nunca, en ninguna de las estaciones, fue
santo de mí devoción. Escasas fueron, en los cincuenta años que llevo viviendo
en esta ciudad, las veces que estuve allí. Me refiero a El Pardo.
Cierto que recién llegado de Asturias solía,
en verano, ir algunos fines de semana a sus inmediaciones, a las piscinas del
Parque Sindical- también llamado entonces en castiza resistencia al Régimen “el
charco del obrero”- para darme un chapuzón, o, en contadas ocasiones, a las más
elitistas, en aquellos años, piscinas de Somontes con el mismo fin. Este último
complejo deportivo comparte acceso desde la carretera de El Pardo con del
Palacio de la Zarzuela, residencia oficial de los Reyes. Solo el primer tramo
de acceso es compartido, después el Manzanares y muchas cosas más los separan.
Con
posterioridad a aquellas andanzas acuáticas solo me aventuré por El Pardo para
dar algún paseo por las zonas libres del Monte, o por compromiso con compañeros
de trabajo, a comer o tomar algo, casi siempre en la terraza de El Cristo. Por
cierto quienes la llevaban, no sé si ahora la llevan, eran asturianos, de la
zona de Cangas y parientes de familiares míos.
En esas contadas ocasiones siempre procuraba pasar de largo ante
Palacio,como mucho mirando hacia él solo de reojo. Incluso años después de la
muerte y posterior desalojo de los allegados del infausto inquilino.
Hasta este otoño en el que, al fin,
despojado de escrúpulos y con ánimo
dispuesto decidí visitar el Palacio de El Pardo. Un lugar que durante largos años
concitó oleadas de temor o veneración.
Era un radiante día de mitad de semana el
elegido. Buena ocasión para cerrar una de las más inquietantes puertas de un ya
imposible retorno al pasado.
El pueblo de El Pardo, - se suele
llamar así aunque desde hace muchos años forma parte de Madrid - a pesar de las
horas transcurridas desde que la noche había sido rasgada por el día, permanecía
bajo el quedo silencio de pueblo dormido, y, al acceder al recinto, se recibía
una primera y agradable impresión por la limpieza y cuidado de accesos y
jardines, algo inusual en los últimos tiempos por Madrid y sus alrededores,
incluida la zona abierta al público del cercano Monte de El Pardo. Brigadas de
trabajadores recortaban setos, podaban y recogían hojas y ramas.
No
parece, sin embargo, resultar muy atractivo este Palacio para turistas y
madrileños en general; éramos solo cuatro los que esperamos para entrar y
cuatro fuimos los visitantes.
Las visitas, previo pago de la
correspondiente entrada - 9€ la normal y 4 la reducida- son acompañadas. En
nuestro caso por una guía eficaz y
sobria que relataba las vicisitudes del lugar ciñéndose a la historia y huyendo
de anécdotas folclóricas, tan usuales en otros lugares visitados.
El
Palacio de El Pardo, aunque sea más conocido por haber alojado a Franco durante
35 años, atesora más de seis siglos de historia. Su origen estuvo en un pabellón
de caza mandado construir por el rey Enrique III a comienzos del siglo XV.
Sobre ese pabellón, a mediados del XVI, Carlos I y su hijo Felipe II hicieron levantar el llamado Palacio de los
Austrias, a él corresponde el primer patio. Posteriormente por mandato de
Carlos III - en su empeño por trasladar reflejos de Versalles a sus Reinos,
testigo es Caserta y otras múltiples edificaciones - se edificó el Palacio de
los Borbones, en él tiene cabida un segundo patio. Ambas construcciones,
formando un mismo cuerpo, es lo que se conoce por el Palacio de El Pardo.
La visita comienza en el patio de los
Austrias. Los dos espaciosos patios fueron cubiertos no hace muchos años por
una burbuja de cristal térmico y en la actualidad son utilizados para celebrar
banquetes de alto nivel. Por regla general el de los Austrias es utilizado para
la recepción de invitados y en el de los Borbones se instalan las mesas dónde sirven el ágape. Uno de los banquetes más
sonados de los últimos años tuvo lugar con motivo de la petición de mano de la
futura reina Leticia por el entonces príncipe Felipe. Según la prensa dada la
numerosa afluencia de invitados fue necesario montar mesas en los dos patios.
Eran los dulces años de bonanza económica y
barra libre.
Se asciende a la planta superior de los
Austrias por una amplia escalinata. Del mobiliario y obras de arte originales
quedan escasos vestigios. En el año 1604
un pavoroso incendio destruyó todo el interior. Sí se conservan, en uno
de los techos, valiosos frescos, obra de Gaspar Becerra. También se salvó la
pintura de Tiziano “La Venus de El Pardo” Cuentan que Felipe III al ser
informado de esto había exclamado: Si se salvó ese cuadro lo demás no importa.
Este valioso cuadro tiene una tortuosa y
ajetreada historia que podría ser la trama de una novela histórica. Años después
del incendio Felipe IV lo regaló a Carlos I de Inglaterra. Después de que este
rey inglés fuera ejecutado se hizo con la pintura el cardenal Mazarino. A la
muerte de éste sus herederos se la regalaron a Luis XIV. Desde entonces,
Revolución Francesa por medio, pertenece a las colecciones francesas. Hasta
hace pocos años -fue retirado para someterlo a una compleja restauración -
compartía sala en el Louvre con La Mona Lisa de Leonardo. Está previsto que
vuelva a ser expuesto a lo largo de este año.
Las salas de los Austrias están lujosamente
equipadas con mobiliario de los siglos XVIII y XIX, sus vitrinas albergan vajillas manufacturadas por las firmas más
prestigiosas de Europa, también de La
Real Fábrica del Buen Retiro. De La Granja son las lámparas, espectaculares y
armoniosas cascadas de cristal, que cuelgan de los techos. Relojes, muchos
relojes de época, según parece a Carlos III le apasionaban aquellos
ornamentados medidores de tiempo. Valiosas pinturas de autores españoles y
flamencos y magníficos tapices colgados en las paredes. En ellas lucen espléndidos,
sin nada que envidiar a los tan afamados flamencos que allí también existen,
cinco series de tapices elaborados por La Real Fábrica de Madrid sobre cartones
de Goya. Cartones que en la actualidad se encuentran en El Prado. Goya vivió en
El Pardo, no en Palacio, buena parte de su vida.
Está prohibido hacer fotos dentro del Palacio, éstas fueron tomadas de la Red
Por las estancias de los Austrias nada
recuerda al franquismo. Su rastro solo aparece al llegar a la zona más sombría
de los Borbones. Si bien tampoco de forma muy visible. La Ley de Memoria Histórica
ha sido aplicada con rigor, con la ayuda previa me temo de su inquilina, tan conocida como mujer del
dictador como por su atracción hacia los objetos de valor. Con acierto no se
muestran fotografías, tampoco objetos personales, que pudieran incitar a un ya
minoritario culto.
A esta parte del Palacio se accede a través
de un salón ricamente decorado, antiguo comedor real. Pinturas, espejos y lámparas
de la Fábrica de la Granja adornan techos y paredes. Una larga mesa rodeada de
sillones tapizados en rojo es ahora recuerdo mudo de los Consejos de Ministros
de Franco. Era en torno a esa mesa donde se celebraban. A quienes tenemos más
de sesenta años nos basta cerrar los ojos para ver las caras, fantasmas del
pasado, de muchos de los que allí se sentaron.
Se
visitan otras dos estancias, aledañas a este salón, dedicadas a la actividad
oficial de aquel Régimen. Una, también lujosamente decorada, estaba destinada
para sala de espera de los ministros que acudían a Consejo y demás
prebostes que aguardaban audiencia. La
otra, más pequeña, era el despacho de Franco. Mirando al sillón situado tras el
imponente escritorio no resultaba difícil imaginar la figura menuda y decrépita,
a menos de dos meses de su muerte, empuñando la pluma con mano temblorosa para
estampar su firma y confirmar así otras cinco penas de muerte.
Solo dos de las habitaciones privadas de la
familia Franco, además de un vestidor con algunos uniformes del extinto
general, se ofrecen a la visita; el comedor y el dormitorio. La decoración en éstas
no es tan recargada, resulta evidente que todo lo de valor atesorado durante el largo periodo
de estancia se lo llevaron. Es perceptible la mano de la, durante aquellos años, señora de El Pardo, a sus gustos parecen corresponder las paredes forradas de seda
verdosa, las camas o el baño.
El dormitorio usado por el matrimonio
Franco-Polo dispone de dos camas gemelas - camas de orden, para dormir, no es
imaginable, menos en su edad tardía, que en ellas se celebrase algún tipo de
juego amoroso - y un amplio baño recubierto, suelo y paredes, de piedra noble
color marrón- rojizo según me parece recordar. Tanto dormitorio como baño tienen aspecto de casa
burguesa años sesenta del pasado siglo con ribetes de pretendida nobleza.
El dormitorio no tiene ventana o balcón a
los jardines exteriores, se asoma a un patio interior, el de los Borbones, y le
confiere una atmósfera un tanto sombría.
Todo
el recorrido de la visita se realiza en medio de una penumbra mitigada por luz
artificial, las contraventanas permanecen entornadas permitiendo solo el paso a
un fino rayo de luz natural. La explicación es preservar el color de los
tapices. Sin embargo esta circunstancia me recuerda algo leído en alguna parte; la extrañeza expresada
por el embajador británico después de ser recibido, la primera vez, por Franco
en este palacio después de la guerra. No comprendía que la audiencia se hubiese
celebrado con postigos cerrados y luz encendida en un luminoso día soleado. Al
embajador siempre le quedó la duda de si esa circunstancia se debía al deseo de
proteger los tapices o al temor del anfitrión a algún otro peligro exterior.
Claro que mantener los ventanales cerrados puede obedecer a una tradición
antigua. Al ser éste lugar ideal para que los reyes retozaran con sus amantes,
como parece que así era, en la medida en que fueran un poco discretos, no
siempre lo eran, tomarían unas mínimas precauciones.
Algunos de los objetos o muebles usados por el
matrimonio, no rapiñados por la familia o vendidos a un chamarilero,que
permanecen en el dormitorio llaman la atención; un televisor, tal vez en blanco
y negro, instalado dentro de un mueble con puertas y ruedas, un aparato de
radio, al parecer de largo alcance y fabricación soviética, y, sobre todo, un
mueble relicario adosado a una de las paredes dónde guardaban el brazo
incorrupto de Santa Teresa.
Ante la hornacina de la reliquia, por
fortuna ya vacía, vienen a la memoria los acosos y abusos sufridos por esa
inteligente e ilustrada mujer. Adelantada a su tiempo en opinión de documentados
historiadores. Acoso y abuso perpetrado por el mismo poder eclesiástico que
después la elevó a los altares. Acoso en vida por parte de altos dignatarios de
la Iglesia persiguiéndola con la Inquisición y tachándola de “fémina inquieta y
andariega” , entre otras peores cosas. Abuso
tras su muerte, cuando descuartizaron su cadáver para repartir las
partes del cuerpo por conventos de España y del extranjero, en un ritual mucho
más cercano al atavismo supersticioso que a una práctica religiosa civilizada.
Sin pretender entrar en camisas de once varas, y desde el respeto a las
creencias de cada cual, intuyo compleja la tarea de lograr hacer consustancial
la veneración practicada hacia un ser supremo, sobrenatural y la dispensada a
un inerte resto humano.
Contigua a ese dormitorio se encuentra una
pequeña capilla. Es la habitación donde murió Alfonso XII y que su mujer, María
Cristina, transformó en oratorio. Cuentan que Franco la utilizaba con
asiduidad.
Próximo también el Teatro de Corte de
influencia napolitana. Conserva éste gran parte de sus decorados y el palco real. Franco lo hizo habilitar para
sala de cine, dicen que solía ver dos sesiones semanales, la última a finales
de octubre de 1975, a menos de un mes de su muerte. La película, ironías de la
vida, llevaba por título el Veredicto.De sus gustos como cinéfilo circularon
abundantes, algunas jugosas, anécdotas.
Buena parte de la zona de los Borbones está en la actualidad dedicada a residencia
de Jefes de Estado extranjeros en visita oficial a España. Pocos días después
de nuestra visita se alojó allí la presidenta Bachelet. De ese área solo se
visita un espacioso salón- recibidor. Tiene apariencia un tanto suntuosa, como
un cinco estrellas al que se nota la
huella del tiempo y ya va requiriendo una remodelación para continuar dándole
ese uso.
Salimos después de echar una ojeada a la
Iglesia que se encuentra en el acceso al Palacio. Solo estaba permitido
contemplar su interior desde la entrada.
El día otoñal continuaba espléndido.
Invitaba, tras la obligada visita a La Casita del Príncipe, a adentrarse por la
zona abierta al público del Monte de El Pardo para atisbar, aunque fuera de lejos,
la riqueza de flora y fauna que atesora, también a sentarse y tomar el aperitivo en una de las soleadas
terrazas del pueblo mientras se decidía
un lugar adecuado para reponer fuerzas con la comida de mediodía.
Pero contar todo eso tendrá que esperar,
hasta aquí ya me alargué demasiado.
… ¿CONTINUARÁ?
Ulpiano Rodríguez Calvo
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5 comentarios:
Al hilo de la entrada de Ulpiano, que tiene más que destetellos de dominar ese oficio y aveces arte de juntar palabras para formar frases y con ellas transmitir... ¡Ay que ver que comienzo de artículo con esas finas apreciaciones sobre la primavera y otras estaciones! Pues al hilo, decía, de tu escrito sobre el Padro, quería recordar que hay una novela de Javier Sierra (que vende libros por miles dentro y fuera del país como si de un Kent Follet se tratara) que se titula "El maestro del Prado", una aproximación al arte pictórico, según el eslogan, que tiene una parte de arte, otra de autobiografía y otra de novela, o sea, ficción.
No, no la leído y dudo que la lea. A parte que no es la novela el género que más me gusta, siempre huyo de los libros tipo ladrillo (páginas y cientos de páginas) y de los superventas. Pero sí escuché un día en el Ojo Crítico, el programa cultural de RNE (19 a 20 h.) hablar de ella, e incluso en otra ocasión una entrevista con el autor. Así como haber leído algo en papel sobre los dos, novela y autor.
A menudo yo escucho
un refrán de pata llana:
yo soy aprendiz de mucho
y un profesor de nada.
A Ulpiano se lo aplico
cuando releo su entrada,
hay maestría en lo escrito
con imágenes a “esgaya”.
Con su pluma y buqué,
profesor es del saber.
La excepción firma la regla,
y este mozo de Limés,
como ya lo dije ayer,
escribe que se las pela
y apunta y acierta bien.
Aún sabiendo que es amigo de chanzas
Más que de edulcoradas alabanzas,
Si profesor es quién marcó el camino
Mi elogio tiene en él dulce destino.
José Manuel, no dejas respirar
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