viernes, 4 de diciembre de 2015
ANÍS "MOSQUEADO"
Situaciones como la que narra Pepe Morán en el anterior artículo
suyo titulado, Una cena con ingleses, yo creo que el que más y el que menos todos
hemos pasado por situaciones similares alguna vez en la vida; salvando las distancias pues, la de Pepe, parece que se trataba de una
cena con gente de mucha alcurnia y alto
copete.
Yo recuerdo haber
pasado por varias coyunturas bastante apuradas
siendo joven, en las que te las veías y te las deseabas para poder escaquearte
de tener que ingerir determinados
alimentos que te ofrecían a veces, con más aspecto de lavaza para los cerdos que de comida para humanos, y a la vez tenías que procurar no quedar como descortés y mal educado. Tarea difícil esa.
En una ocasión siendo
niño, antes de ir a Corias, acompañé a mi padre a un pueblo no muy lejano del
nuestro para intentar cobrar un dinero que le debía una familia por la hechura de varias prendas desde
hacía ya bastante tiempo y, aprovechando que era la fiesta del lugar, nos trasladamos los dos romeros , así como
el que no quiere la cosa, equipados con "cayao" y sombrero, con cierto aire
festivo, hasta la casa de aquella saga de tramposos para comunicarles
por enésima vez, que el sastre y los suyos
también necesitaban cobrar el importe de sus trabajos una vez entregados para poder comer y
costearse la vida.
Nada más acercarnos a la propiedad ya nos guiparon desde
dentro de la solana y como se olieron la tostada el hombre de la
casa se escondió (como hace Rajoy) en la cuadra o en el “parreiro”, como lugares más a mano y seguros. Como representante famliar se asomó al corredor de la casa la señora, muy salerosa ella, pertrechada tras los ramos del maiz y saludando mientras se
limpiaba las legañas con los bajos del mandil y haciéndonos insistentemente señas de que subiéramos. Nada más cruzar el
umbral de la puerta ya comenzó a darnos
mucha coba y jabón
hasta lograr que nos sentáramos en el escaño, junto a la mesa de la cocina para tomar café. Nosotros,
a pesar de que no íbamos con intención de mucho alterne, aceptamos por educación como preámbulo del
cometido que llevábamos en mente, y una
vez bebido el café como ya llegaba el momento oportuno para atacar, la señora lo olió y para eludir el quite se ausentó un
momento de la cocina y regresó pasados unos minutos con dos copinas y una botella de anís de La Asturiana, la cual tenía la etiqueta tan sobada y tan despellejada, que apenas se podía leer la marca del contenido, y eso después de haberle dado durante el trayecto,
desde el hórreo a la cocina, varios
restregones con el mandil “limpialotodo” con el fin de que se notara algo el típico relieve exterior de las botellas de anís.
El ajado y sucio aspecto
externo de la botella no
era todo lo malo. Lo verdaderamente patológico y repugnante estaba en su interior, ya que el nivel del líquido llegaba como por la mitad del
recipiente, pero tenía flotando encima un cúmulo de moscas negras hinchadas como botes. Por el aspecto tan
inflado y reblandecido de aquellos
cuerpecillos peludos y alados se podía deducir, sin errar lo más mínimo, que los
dípteros llevaban allí sumergidos en maceración meses, por no decir años.
El Sastre que normalmente no bebía licores nunca, al ver el
panorama dio las gracias y se
disculpó diciendo que no tomaríamos copa pues, a él no le sentaban bien las bebidas fuertes y yo aún
era muy neno para tomar alcohol. Pero aquella
“espesa“ ama de casa, ni corta ni perezosa, hizo caso omiso de la advertencia y por su
cuenta y riesgo sirvió dos copinas llenas hasta rebosar; dos copinas como
dedales de aquellas de la raya roja, que tenían el fondo más negro que el sobaco de un grillo,
por el tiempo que hacía que no se lavaban. Sólo le faltó decirnos: Esto es un obsequio de la casa para el
cobrador del frac y su ayudante. Recuerdo que, ante la comprometida
situación, nos miramos el uno para el otro y ambos con cara de asco intentamos zafarnos por todos los medios de tener
que beber aquella guarrería, pero fue
tal la impertinencia e insistencia por parte de aquella bruta muyerona que no
nos quedó otro remedio que paparnos el infecto brebaje de un trago ¡Menos mal
que era poca cantidad!
Y lo peor de todo fue
que, después de aquel gratuito desafío sanitario-estomacal, llegaron varios familiares de visita a la casa y tuvimos que regresar a nuestro pueblo como habíamos ido, sin recuperar ni un duro de la deuda y encima con un imborrable
sabor en la boca a licor de moscas
podres.
Al poco de llegar a casa,
no tuvimos más remedio que contárselo a la jefa de la casa, a mi madre; eso sí, con cierto reparo, porque suponíamos lo que nos esperaba y lo que
nos iba a decir. Y así fue. Mi madre
tenía mucho raspe y remangue para todo. Tal que, una vez escuchados y ella percatada de que veníamos purgados, “vacunados” y sin cobrar la deuda se despachó a gusto con
nosotros. Nos llamó de todo: nos dijo que éramos dos guarros, dos inconscientes, dos flojos, dos pusilánimes y que no
teníamos lo que había que tener para
saber defenderse en la vida. Y que si nos poníamos malos a consecuencia de
haber bebido semejante vomitivo, ella no
quería saber nada de tal asunto.
Afortunadamente, el añejo extracto de moscas podres nos
sentó estupendamente a los dos. Y eso que no teníamos costumbre de beber
licores. Pasados unos días y sin aviso previo, se desplazó la señora Emilia hasta el pueblo del deudor y sin el más mínimo alboroto retornó
a casa con los cuartos cantantes y sonantes en el bolso. Lo que le haya dicho al
tramposo pufista no nos lo dijo, pero fue efectivo al cien por cien ¡La que
vale, vale, y punto!
Ah, también debo decir
que a ella le intentaron obsequiar con el mismo anís de marras que a
nosotros. Pero mi madre fue más
lista y les dijo que se lo agradecía
mucho, que no lo tomaran como desprecio
pero, tratándose de licores macerados, le
sentaba mucho mejor el sake, el aguardiente
de arroz de los chinos, el que lleva un
lagarto dentro de la botella.
B. G. G. bloguero
“Prior”
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