domingo, 13 de diciembre de 2015
BARCELONA (I)
Cuando el ‘veranillo de
San Martín’, perezoso, se demoraba por noviembre, impidiendo que el invierno
nos acosara con lluvias y punzantes lanzadas de frío, decidimos
ir unos días a Barcelona.
Hacía más de quince años, salvo pasar la noche en algún hotel del extrarradio, que no estaba en la capital catalana Las
noticias alarmistas del empeño independentista, amplificadas por los
medios de comunicación, alimentaban cierta expectación sobre lo que allí estaba ocurriendo.
No eran solo estas noticias, durante los últimos veinticinco años, por motivos que no vienen al caso,
hice paradas, casi siempre estancias cortas, a lo largo y ancho de Cataluña.
En ellas pude pulsar, sobre todo en ciudades
medianas y pequeñas, -desde Figueres a Vilafranca del Penedés o Montblanc- el incremento
de apoyos a la causa soberanista durante la última década. Más evidentes, cobrando mayor vigor, a
medida que se producía la desafortunada poda del Estatuto.
Resultaba difícil en los últimos años recorrer
estas ciudades en festivo o por la tarde sin encontrarse con nutridos actos o
manifestaciones de apoyo a la independencia. Cabría
preguntarse por los motivos o intereses del Gobierno para mostrarse tan ciego y
sordo ante lo que estaba ocurriendo. Pero sobre este tema ya me alargué hasta el aburrimiento en una entrada anterior.
Así pues, voy a
intentar contar algunas impresiones de este viaje, durante días renuentes al teclado del ordenador, antes de que sucumban bajo
los buenos deseos y la publicidad de campañas electorales
y fiestas de navidad.
Temprano, cuando el sol mostraba tímidamente su aura roja sobre los cerros de la Alcarria llegamos
a la estación de Atocha para tomar el Ave, ese gusano plateado que a
unos 300 Km/h lleva de Madrid a Barcelona en poco más de 2 1/2
horas. (Ciudadanos de comunidades periféricas, en
especial vascos y catalanes, están bastante indignados con la concepción radial de estos Ave en detrimento de corredores
trasversales. Ven en ella una muestra más de
centralismo, quizá
tengan razón. Quienes vivimos en Madrid somos unos
privilegiados, con la posibilidad de desplazarnos en tren a Barcelona, Málaga o Sevilla en menos de tres horas. Bastante menos lleva
trasladarse a Córdoba, Valencia, Zaragoza y otras importantes
capitales. Resulta lógico que hablar de esto en algunos
lugares, Asturias, Almería y tantos otros, que
llevan largos años en espera de un tren rápido, sea
como mentar la soga en casa del ahorcado).
Dejamos atrás Madrid y
recorrimos los sinuosos parajes alcarreños bajo el algodón tiznado de las nubes rastreras hasta
alcanzar Aragón. Solo de cuando en cuando ese grisáceo túnel desembocaba en luminosos espacios excavados por un sol
cegador.
La breve parada en Zaragoza descubre las descomunales dimensiones de la estación, gigantesca nevera en pleno invierno si es preciso deambular por
ella en espera de alguna cita. Una muestra más de las
faraónicas construcciones levantadas cuando el crédito era pólvora ajena. Pólvora ajena,
después llamada rescate bancario. El mismo que ahora, con intereses,
pagamos entre casi todos. Al menos esta estación, al
contrario de aeropuertos y tantas otras megalomanías vacías, tiene uso.
De Zaragoza parte un ramal de Ave a
Huesca. Según amigos oscenses
la llegada del Ave a Huesca obedece al empeño personal del Sr. Álvarez Cascos cuando era ministro.
Al parecer este personaje tenía
costumbre de desplazarse con frecuencia a la capital oscense con el fin
de participar en cacerías
por el Alto Aragón. Así podía viajar de Madrid a Huesca sin descender
en Zaragoza.
Que resulta cómodo puedo
dar fe por haberlo utilizado en más de una ocasión, de la
rapidez no tanto. El tren emplea casi el mismo tiempo en recorrer, los sesenta
Km de Zaragoza a Huesca, que los trescientos entre Madrid y Zaragoza. Por
algunos tramos, como el de Tardienta, la alta velocidad circula pisando huevos.
Verdad o leyenda, atribuida al Sr. Cascos,
continuamos viaje a Barcelona a través de los áridos y
semidesérticos Monegros. Solo algunos brochazos de verde delatan la
presencia de agua, llevada hasta allí por canales de riego, dando vida al
desolado paisaje. Olvidado, parece, quedó el
delirante proyecto de levantar un nuevo Las Vegas por estas tierras.
A la
altura de Fraga los campos tintados en tonos amarillos y rojizos anuncian la caída de la
hoja en los frutales, prestos ya para el letargo una vez entregada la cosecha.
Entramos en Cataluña por
tierras leridanas, y, en un soplo, alcanzamos las comarcas tarraconenses. Zonas
pobladas de vides y olivos, de buen vino y excelente aceite. Cerca quedan los
avellanares que dieron fama a Reus. También las
huertas donde, a finales de invierno y comienzo de primavera, alcanzan su punto
óptimo los calçots.
Tiernas cebolletas que, cocinadas a la brasa y mojadas en romesco, son
delicia de comensales parapetados tras un babero.
Comarcas ennoblecidas por los históricos y magníficos monasterios de Poblet y Santes
Creus. Que traen buenos recuerdos de estancias en Montblanc,
compartiendo ricas comidas y vinos del Montsant.
Poco después de dejar
atrás las altas chimeneas de un complejo petroquímico, emisoras de inquietantes penachos de humo, aparece, por la
ventanilla derecha, el mar. Aguas azules plateadas por los rayos de sol.
Durante un corto trecho, el Mediterráneo, bajo el influjo de la velocidad y
del efecto óptico, parece cabalgar sobre la verde vegetación de la orilla en vano
intento de darnos alcance. Mientras, la ventanilla izquierda, enmarca un
paisaje impresionista que parece salido de los pinceles de Regoyos. En ese
cuadro las aristas grises y azuladas de Montserrat son la cresta enhiesta de un
gallo, plácidamente dormido, que tiene por plumaje las multicolores hojas
otoñales de los viñedos del Penedés.
Las
gigantescas y grises naves del cinturón
industrial, aledañas a las abigarradas poblaciones del Baix Llobregat,
anuncian la llegada a Barcelona. Poco después el tren,
como no queriendo molestar, se sumerge en las entrañas de la
ciudad hasta detenerse en Sant.
(continúa en Barcelona II)
ulpiano rodríguez calvo
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2 comentarios:
Es considerada la primera huelga en España, la huelga de los tranvías de Barcelona, no es cierto que fuera la primera.A mitad de la década de 1940, cuando el final de la Guerra Mundial extendió la expectativa de un próximo final del franquismo, el rechazo al régimen en sectores significativos de la clase obrera y, sobre todo, el malestar por las condiciones de vida y de trabajo impuestas, se plasmó en una serie de protestas, habitualmente en forma de huelgas de “brazos caídos”, es decir parando la actividad laboral y permaneciendo en el interior de las empresas.
Los dos escenarios principales de dichas protestas obreras fueron Cataluña y el País Vasco. Desde la segunda mitad de 1945 y especialmente a lo largo de 1946, en grandes empresas textiles y metalúrgicas de Barcelona y de otros enclaves industriales catalanes, se desarrollaron sucesivos paros que comportaban la transgresión de la legalidad franquista –que equiparaba la huelga a la sedición–, la descalificación de la OSE y la ruptura del orden armónico que el régimen presentaba como una de sus principales realizaciones.
La reacción inicial de las autoridades franquistas mostró cierto desconcierto, y se combinaron las concesiones a los trabajadores –incremento de salarios y aumento de la distribución de bienes racionados– con la represión policial. Entre los episodios más destacados figura la huelga general de Manresa, en enero de 1946, la primera en España tras la guerra civil.
En el País Vasco, el malestar obrero se manifestó principalmente en las grandes industrias vizcaínas desde el verano de 1946 y especialmente durante los primeros meses de 1947, culminado en la huelga general del primero de mayo. A diferencia de las protestas obreras en Cataluña y en otros lugares de España, de carácter semiespontáneo y que por tanto no obedecieron a unas convocatorias efectuadas desde las organizaciones obreras clandestinas, aunque participaran en ellas militantes y simpatizantes, la huelga general de la ría bilbaína fue convocada por el Consejo de la Junta de la Resistencia, con el apoyo de todo el antifranquismo vasco, y pretendía mostrar al exterior su capacidad de movilización, aunque el amplio seguimiento fue posible por una conjunción de factores entre los que el malestar obrero tenía un papel determinante.
A finales de 1947, desaparecidas las esperanzas y con una represión endurecida, la protesta obrera abierta se extinguió, aunque sin desaparecer completamente, como no lo hicieron ni el malestar ni formas menos peligrosas de manifestarlo.
Tiene toda la razón el comentario anónimo. Es cierto que durante los años cuarenta se desarrollaron movimientos huelguísticos en distintos puntos de España. La huelga llamada de los tranvías de Barcelona se suele considerar la primera de carácter masivo por su amplitud y repercusión incluso fuera de los centros de trabajo.
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