jueves, 3 de diciembre de 2015
Una cena con ingleses
¿Qué
hace un tipo de pueblo, yo, de Campomanes, sentado a la mesa de un alto
personaje de las finanzas?
Reconozco
que quien dude de la veracidad de
algunas de las historias que cuento en el blog, tiene alguna razón al
dudar, pues no es fácil comprender por qué extrañas carambolas me llevó la vida
a compartir mesa y mantel con personajes así.
Un
día conocí a Jeff Alwood en el camping de Tapia. Jeff era profesor de sistemas
informáticos en una Universidad de Londres. Jeff y su esposa nos invitaron a mi
familia y a mí a pasar las vacaciones de Semana Santa en una casa que había
comprado por el centro de Francia, cerca de Limoges. En la zona abundaban las
casas de ingleses que las tenían para huir, de vez en cuando, de su puñetera
niebla. Jeff era amigo de otro inglés, Mister Duggan, que tenía no una casa
sino una mansión a unos 25 kilómetros. El tal Duggan nos invitó a todos a cenar
un día a su mansión. Previamente los Duggan aceptaron acudir a la casa de Jeff
donde degustaron una espléndida tortilla española.
En
justa correspondencia nos invitaron a cenar. Jacqueline, la esposa de Jeff, nos
advirtió que la señora Duggan era una excelente cocinera, lo cual era tan
difícil de creer como si te hablan de un gallego confiado o de un asturiano
bien hablado. Inglés y buena cocina son términos antagónicos. Pero la cortesía
era algo que debe prevalecer si de ingleses hablamos. Y menos mal que no
exigieron ir vestidos de gala. A los británicos les gustan tanto las ceremonias
que si te descuidas te meten en una.
Allá
nos fuimos, íbamos nueve, cinco en mi coche y cuatro en una cochambrosa
furgoneta de los Alwood.
La
mansión era espectacular, aunque su configuración en forma de L, tenía dos
puertas paralelas, una frente a otra.
Una
vez dentro solo conservo el recuerdo de haber deambulado por salones y enormes
pasillos. Lo que sí recuerdo con claridad fue la visita a la gran cocina donde
estaban preparando la suculenta cena que nos esperaba. En una cesta de mimbre había varias botellas
de vino, al parecer del mejor Burdeos. Alfombras, cortinones aparatosos,
butacones…En fin, a mi me aburría mucho toda aquella parafernalia.
-
La
cena:
Os
juro por mi nieta Oli (dos años) que todo lo que voy a contar, es verídico y
que de ninguna manera trato de difamar a una respetable familia inglesa.
El
comedor era un gran salón. Dos aparatosas lámparas – araña – colgaban del techo
y hacían brillar cuanto había sobre una mesa enorme, manteles, cubertería,
cristalería, vajillas, flores…
Las
sillas tenían un respaldo que excedía al sedente por alto que fuera, en casi 40
centímetros. Nos sentamos a un lado los hombres y enfrente las féminas. En cada
puesto había un enorme plato metálico y casi de orfebrería sobre el que había
un plato de loza. Luego averigüé que se llamaba fondo de plato y sobre él se
depositaban todos los platos que sucesivamente se comen. Yo no había visto
semejante cosa en la vida. Dos chicas con delantalito, cofia y guantes blancos,
estaban atentas a las órdenes que salían de la anfitriona. Cuando esta hizo
sonar una campanilla, las mozas se ausentaron un instante para reaparecer
trayendo cada una, una legumbrera.
Empezaba
el ansiado festín. Empezaron a servir una de cada lado. Todos teníamos sobre el
fondo de plato una especie de plato hondo, pero de un diámetro como el de un
plato de postre. Cuando llegó mi turno no podía dar crédito a lo que se servía.
¡Alubias
pintas! ¡Tanto lujo, tanto protocolo, tanta parafernalia para comer un platu
fabes! Nadie pareció extrañarse. Por lo visto a todos les pareció normal tanto
plato para comer unas humildes fabes. Los que nos sorprendimos guardamos la
compostura que nos exigía la educación y no pasó nada. Mi familia y yo quedamos
con la cara que ponen los futbolistas cuando en el minuto 3 les meten un gol
por la escuadra. Pero había que seguir
jugando, digo cenando. Con otro campanillazo de Miss Duggan, las sirvientas nos
fueron poniendo ante nuestros
atribulados ojos el segundo plato. En un plato plano venía una patata entera,
ya pelada y cocida.
Junto
con ella venía una gruesa salchicha – tal que el carnoso bracito de un bebé de
color medio blanco – grisáceo – observé, que los ingleses troceaban la patatona
y luego trataban de aderezarla con unos recipientes pequeños que contenían sal,
pimienta, mostaza…
Yo
a mitad de aquel tarugo de salchichona, me sentía desanimado para continuar,
pero no quedaba otro remedio que seguir. Si has tenido coraje y fuerzas para
subir dos veces a Peña Ubiña ¿No vas a soportar una cena inglesa?
Tercer
campanillazo y la anfitriona ordenó: “The salad, please” “La ensalada, por
favor”.
Las
mocinas trajeron varias fuentes que contenían unas hojas pequeñas (del tamaño
de una uña). Vi que se servían aquellas fueyinas en un plato de postre y la
aderezaban como nosotros lo hacemos con la ensalada, con sal, aceite y vinagre.
Y a comer forraje.
Meses
más tarde, comentándolo con un entendido, deduje que se trataba de berros.
A
estas alturas de la cena, mi ánimo estaba tan abatido y resignado que si me
ofrecen un plato de grava…lo hubiera comido.
Quedaba
un requisito para la esperanza, el postre.
-
El
postre:
Cuando
Miss Duggan tocó la campanilla de nuevo y dijo “The pie, please”, “La tarta,
por favor”.
Llegados
a este puesto me veo, o llegando a creer que soy un hombre sin vicios. Los
pocos que tenía, han quedado atrás. Como el tabaco. No obstante hay algún vicio
que me resulta casi imposible de erradicar. De los pocos lectores que me siguen
en el blog hay varios con los que con frecuencia comparto mesa y mantel y saben
que soy un goloso enfermizo. Todo lo relativo a confitería, repostería,
dulcería, mermelada, esta es gran debilidad. Así que al oír la orden de traer
la tarta, pensé que al fin algo podíamos salvar. Nos pusieron el platito de
postre y luego nos fueron sirviendo la típica ración triangular. No tenía mal
aspecto, así que me lancé a por ella con el fin de degustar algo.
Fue
un golpe que no esperaba, por tanto más doloroso. Aquello tenía un sabor
repulsivo. No me atrevía a tragarlo y mi primer pensamiento fue pensar que
harían mis hijas cuando lo probaran. Mis hijas tenían trece años una y la otra
doce. Y la pequeña era una criatura encantadora, pero tan expresiva para todo
que me eché a temblar ante su posible explosión.
Con
el bocado en la lengua me apresuré a ver cómo reaccionaban. La pequeña metió aquella bazofia en la boca y en el acto
se llevó la mano a la boca, con lo carrillos hinchados, sin tragar, miró para
mí. Yo hice un gesto que captó en el acto “Hija, esto es lo que hay, de modo
que hay que echarle valor”. La otra niña lo mismo. Como buen padre se me paró
el corazón al ver sufrir a mis niñas que no merecían semejante agresión. Detrás de cada trocito de tarta metían pan en
la boca o bebían agua para aguantar hasta el final. ¡Dios mío! ¿Cómo es posible que un pueblo
inteligente que llegó a dominar medio mundo no haya sido capaz de aprender a
comer?
Jacqueline
nos había advertido que no encendiéramos un cigarrillo hasta que la anfitriona
comenzara a fumar.
Después
de la cena los hombres pasamos a un salón biblioteca y Mister Duggan tuvo la
deferencia de pedirme ante un gran atlas que le explicara lo más relevante de
Asturias.
Este
relato que acabo de hacer es rigurosamente verídico, pero le he añadido
expresiones valorativas como si pretendiera hacer burla de los ingleses.
Siempre
me ha parecido una vulgaridad hablar mal de otro país. Cualquier país tiene
cosas encomiables y otras que a nosotros nos repelen. Yo aprecio mucho varias cosas
típicas de la sociedad inglesa. Muchas de esas cosas las envidio y me da pena
no verlas en nuestra sociedad.
Puestos
a burlarnos de lo negativo ofrecemos nosotros motivos más que sobrados para
merecer una opinión peyorativa.
No
me tiréis de la lengua porque empiezo a señalar nuestras vergüenzas y no paro.
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