lunes, 19 de diciembre de 2016
Adiós a la fardelina
Esto ocurrió
cuando una gallina costaba 4 pesetas y una docena de huevos 2,50. En aquella
época la carretera que unía Campomanes con La Frecha -dos kilómetros– tenía tantos baches que
ninguno de ellos se distanciaba de otro más de dos cuartas. Por increíble que
parezca, había circulación, poca, pero la suficiente como para que resultara
milagroso que circularan vehículos por semejante calzada.
Jesús Fernández
García, más conoció como Suso el Molineru una noche que regresaba a casa con
una borrachera monumental, se precipitó al fondo de uno de estos baches y no
fue hasta casi el medio día del día siguiente que se le pudo extraer de allí
con vida. Era la postguerra y no había en Asturias ni un bidón de alquitrán con
que reparar tantos cientos de kilómetros que estaban como aquel.
Yo era conocido
entonces como Pepín y reconocido como un elemento de cuidado. Debido a un
sangriento incidente que tuve con el maestro de Campomanes. Mi madre, que era
muy resolutiva, decretó que con tan estrepitoso suceso, tenía que cambiar para
la escuela de la Frecha. Fue ahí cómo uní mi destino al de un maestro
magnífico.
Desde el
primer momento se generó una evidente
empatía entre aquel hombrecillo y yo. Mi intuición infantil me advirtió de que
estaba ante un hombre competente y respetable, es decir, ante un buen
profesional de la docencia y hombre que era acreedor del mismo respeto que
tenía por mis padres. El maestro, a su vez, intuyó que en aquel rubito de 10
años tan travieso, había algo aprovechable, mi devoción por la letra escrita,
mi afán, mi bulimia lectora. Me tenía en clase siempre dopado con novelas
(Julio Verne, Víctor Hugo etc…) Me relegaba a un rincón al fondo, separado de
todo y no le generaba ningún problema.
La escuelina,
tenía en su frontal y en uno de los laterales, un espacio cubierto, similar a
los soportales, llamado “cabildu”(Cabildear,
reunirse para debatir temas que conciernen a un colectivo). En un clima
como el asturiano en el que tanto abundan los días de lluvia, esos espacios
exteriores, resultaban indispensables y, de hecho, cumplían un cometido
importante. En la escuela cubrían una necesidad obvia: tener un sitio donde los
niños pudieran estar al aire libre, pero
resguardados de la lluvia. En el cabildu dejábamos cada crío sus madreñas.
Todas alineadas en una larga fila. Allí nos esperaban serias, formales,
ordenaditas toda la mañana. A final, cada chico calzaba sus dos madreñas. Nunca
nadie confundió sus madreñas con las de otro. Había una especie de fidelidad
conyugal que identificaba a cada crío con sus madreñas. Todas parecían iguales
pero todas eran diferentes.
A la hora en
que yo me levantaba mi madre estaba atendiendo su negocio (una carnicería).
Encomendaba a una vecina el despertarme para salir camino de La Frecha. Calzado
con mis madreñas echaba a andar por aquella carretera llena de baches. A poco
de dejar Campomanes atrás, había una recta de unos 300–400 metros que tenía un
desnivel que presagiaba ya las pendientes del cercano Puerto de Pajares. La
recta comenzaba al salir de una curva cerrada. La circulación era poca y los
pocos que circulaban eran vehículos viejos, asmáticos, silicóticos. Cuando uno
de aquellos trastos llegaba a la curva que precedía a la recta empinada, casi
se detenía para cambiar – reducir la marcha. Ese era el momento exacto de
encaramarse por detrás… Para un
individuo de 10 años era una tentación irresistible abalanzarse a la trasera del
camión y con una agilidad de ardilla subir a él. No importaba el ir calzado de madreñas. A esa
edad nada es imposible. Vamos a ser serios. Aquello estaba prohibido, era
peligroso y podía ser traumático. Además significaba viajar sin billete…
demasiadas cosas para detener a un guaje inclinado a desafiar peligros casi a diario.
El asunto
resultaba más divertido cuando el conductor del vehículo se percataba de la
presencia del crío. Si era impulsivo y mal humorado sacaba la cabeza por la
ventanilla y producía unas palabrotas terribles. Pero claro, como no podía
detener el camión, su mal humor producía un suplemento de regocijo en el guaje
polizón.
La maniobra de
abalanzarse contra la trasera del vehículo y luego izarse para subir, ofrecía,
a veces, la dificultad de llevar las manos ocupadas con una fardelina en la que
llevábamos la enciclopedia y la pizarra. Había que lanzar el bulto y ya con las
manos libres, agarrarse y arriba.
Una vez
terminada la pendiente, a donde llegaba el camión agonizante, era necesario
apearse en marcha, pues allí se iniciaba un largo trozo de carretera llana y el
camión cogía cierta velocidad. Al apearse, convenía dar unos pasos a favor de
la marcha del camión. De no hacerlo así, el batacazo estaba asegurado. Una vez -día
aciago aquel- a la hora de tirarme no
encontraba la fardelina con la enciclopedia. En unos instantes el camión empezó
a circular más veloz. En un segundo se planteó el problema de lanzarse, pues la
siguiente oportunidad no se presentaría hasta las primeras rampas de Pajares.
No podía irme a seis kilómetros. Dejé la fardelina y me eché afuera. Al
quedarme sentado en la carretera vi al dichoso camión… alejarse raudo con mi
enciclopedia y mi pizarra. En dos segundos se presentó el problema en toda su
terrible realidad, a ver cómo explicaba yo aquello a mi maestro y sobre todo, a
mi madre… El maestro no se enteró. Nada más entrar, me dio la novela de turno y
me envió al fondo del aula.
Al medio día me
quedaba a comer con mi abuela materna, como de costumbre. La abuela tenía
bastante hacienda y se la trabajaba una mujer hombruna que lo mismo atendía al
ganado que araba las tierras.
La abuela se
dio cuenta de que algo me pasaba. Le costó un minuto escaso el hacerme confesar
mi tragedia. “Bendita mujer”. Vio que mi problema era la reacción de mi madre y
tomó cartas en el asunto. Vivía con ella todavía el menor de sus hijos que trabajaba
en las oficinas de fábrica de Mieres. Le dio orden de traer al día siguiente
una nueva enciclopedia y otra pizarra. Así fue. El maestro ni se enteró, y mi
madre seguramente lo notó pero guardó un caritativo silencio.
Fue así como me
vi separado de aquel genial libro donde yo había leído que existió Viriato,
Pelayo, que 3 no es lo mismo que 3 al cubo y que la capital de Finlandia se
llama Helsinki.
La enciclopedia
era de Dalmau Carles Pla, estuvo vigente
hasta finales de los años 40. Luego la sucedió la Enciclopedia Álvarez, si
alguien conserva una Dalmau Carles por
casa de esa época que sepa que vale 1500 euros.
Era más
catalana que Jorge Pujol y era el texto obligado de la época de Franco en todas
las escuelas de España… ¡Igual que hoy!
Hace poco me he
comprado una edición facsímil de dicha Enciclopedia. Ella es más vieja que yo.
La conservo con el mismo amor que dedico a la media docena de libros que han
constituido parte de mi ser. Unas por fundamentar mis criterios intelectuales,
la Dalmau Carles Pla, Los Evangelios, La sociedad abierta y sus enemigos, de
Karl Popper, La rebelión de las masas de Ortega y Gasset, y en el plano
estético: El bosque animado, de Fernández Flórez y El amor en los tiempos del
cólera, de García Marquez.
Pepe
Morán. Dominico-ex
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2 comentarios:
Las costumbres de los nenos asturianos me parece a mí que eran muy parecidas, tanto si estos habían nacido en la parte occidental, central u oriental del Principado, y esto sucedía lo mismo o parecido, cuando la docena de huevos costaba 2,50 pesetas, que pasados unos cuantos años; por lo menos, hasta bien entrados los sesenta. Digo esto porque en mi pueblo que dista de la carretera, la que es hoy día la AS-15, del orden de 500 metros, la diversión preferida de la chavalería en aquellos tiempos, sobre todo en las tardes de los domingos y días festivos, era bajar para el pueblo de Ventanueva y esperar allí a que llegase el Correo de Pepe Rengos, que era el coche de línea que hacía el servicio de viajeros entre Cangas del Narcea y Degaña. Sobre las seis de la tarde llegaba aquella especie de diligencia con motor a la confluencia de los ríos Muniellos y Narcea, donde estaba la parada de Ventanueva. Una vez detenido aquel sofocado y destartalado carruaje, se producía el intercambio de viajeros si los había y mientras el cobrador aprovechaba para entregar la saca de la correspondencia en la cartería, de ahí que al autobús se le conociese como el Correo. Entregado el encargo postal el hombre ponía el pie en el pedestal y antes de adentrarse en el habitáculo, desde esa posición elevada, echaba un vistazo a los laterales del coche para cerciorarse de que todos los viajeros estaban en su sitio. Apenas había cerrado la puerta y se oían las primeras carpidas del motor para poder reiniciar la marcha, ya tenía unos cuantos rapacinos, menores de 15 años la mayoría, agarrados como simios prensiles a la escalera trasera del vehículo para nada más que arrancara aquel trasto, ya fuera de la visual del cobrador, poder gatear hasta lo más alto del techo, lo que entonces constituía la tercera clase. El reto entre aquellos arriesgados “diablecos” consistía en ver quién los tenía más gordos para aguantar arriba más tiempo en el techo del coche, y ser el último en abandonarlo, teniendo en cuenta que aquel artilugio con ruedas y motor cada instante que pasaba iba adquiriendo mayor velocidad. Los menos presurosos en bajarse, si el coche ya había alcanzado cierta velocidad, tenían que enfrentarse a la dura prueba de aterrizar, y la toma de contacto de los pies con el asfalto era muy peligrosa ya que debían equilibrar la gran diferencia de velocidad existente entre el coche y los pies del azariento intrépido. Más de una vez y más de dos, hubo buenos escarmientos a la hora de tomar tierra. De hecho, en una ocasión alguna persona mayor, con sentido del peligro, le puso al tanto al padre de uno de estos circenses, de las aficiones que tenía el rapaz, y un domingo bajó el padre antes que él y cuando el retoño, sin saber que estaba por allí su tutor, se subió al autobús-correo tan pancho, pero pasados unos segundos alguno de los rivales le advirtió de la presencia del imprevisto observador. El saltimbanqui al ver al progenitor con cara de pocos amigos se puso muy nervioso ya que el padre era hombre muy gafo y no se andaba con chiquitas. Como no podía ser de otra forma, el esquilo aquel al bajarse precipitadamente para huir de las garras paternas, se cayó y se rompió una pierna. La rotura del fémur no fue nada comparado con los barganazos que le solmenó su procreador. Gracias a que se lo quitaron de las manos, porque de no haber sido así, seguro que hoy día no lo contaba.
Esta entrada me hace recordar muchas cosas. Por una parte lo de “agarrarse” a la parte trasera de los coches de línea y camiones. Recuerdo que por delante de la casa en que yo vivía había un poco de cuesta y como los camiones iban muy despacio siempre había chavales que se agarraban a la parte trasera e iban corriendo un rato. Muchas veces terminaban cayendo o dándose golpes. Caían al soltarse, pues como bien dice, había que correr un poco una vez sueltos. También si frenaba se daban un golpe contra el propio camión. Eso no impedía que volvieran a hacerlo. Además solían ir por lo menos tres o cuatro. Era raro ver a uno solo.
Por otra parte lo de llevar la enciclopedia y demás materiales de la escuela en una fardelina. Yo eso ya no lo viví,-fardelinas si usé para otras cosas- pero a la escuela recuerdo llevar un cabás de madera. Después vinieron las carteras de distinto tipo -evolucionando con los tiempos-. También alguna carpeta. Después vinieron las mochilas y ahora las mochilas trolley con sus ruedas. Claro que la carga de libros ahora es mucho más grande.
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