martes, 27 de diciembre de 2016
ENTRE RECUERDOS Y OLVIDOS
No sé si, tal
como afirma Gera, el blog emula al llano mejicano, lo que sí es cierto es que está vivo. Después de la fértil sementera de adviento, nueve
entradas hasta la fecha, alcanza ya las cincuenta y nueve. Además han vuelto a florecer los
comentarios como en sus mejores tiempos.
Aunque
Hemingway, Fitzgerald y tantos otros brillantes autores lo hayan desmentido escribiendo grandes obras,
los excesos y ajetreos, propios de estos días de
fiestas navideñas, no suelen ser buenos compañeros para ponerse a escribir. Más aún cuando trata de hacerlo un aficionado pedestre, no un escritor.
Consciente de ello, pero
aprovechando la permisividad que
confiere la víspera del día de los inocentes, me dispongo a rellenar uno o dos folios con un
declarado propósito: que el blog en 2016 alcance, o
supere con la aportación de otros participantes, las sesenta
entradas.
Invierno 63/64.- El primer trimestre era
siempre difícil. Impregnado por el dulce regusto a las recientes vacaciones
veraniegas avanzaba lentamente hacia la oscuridad a medida que se acortaban los
días. El segundo y el tercero ya resultaban diferentes, buscaban la
luz y el buen tiempo a la par que se alargaban los días, y, en el
horizonte, el final de curso cada vez más cercano se
veía.
Tal vez llovía o solo hacía viento aquel desapacible anochecer. Las vacaciones de navidad
recién estrenadas habían dejado al instituto-convento de Corias
sumido en un aletargado y melancólico silencio. Los alumnos internos,
fulgurantes los ojos y henchidos de gozo, regresaban a sus hogares después de un primer trimestre de clases interminables y días carentes de final. Los externos, con no menor gozo, deambulábamos por la Calle Mayor. Unos, con el más o menos
disimulado propósito de ver aparecer las chavalas que cursaban bachillerato en
Oviedo y regresaban de vacaciones a casa. Otros, esperando el comienzo de la
función en el Toreno. Imposible ahora recordar si en la cartelera
anunciaban “Horizontes de grandeza” con Gregory Peck, Charlton Heston y Jean
Simmons, actores-ídolos de entonces, o “Rocco y sus hermanos” interpretada por la magnífica Annie
Girardot, un atractivo Alain Delon que levantaba arrebatadores suspiros entre
el público femenino y una deslumbrante Claudia Cardinale que los
provocaba si cabe aún mayores entre el masculino. Al menos así parecían manifestarse las inclinaciones dentro de su “orden natural”. Si alguien tenía esas inclinaciones diferentes más le convenía ocultarlas en aquella época… y temo que también en ésta.
Terminada la función, con las
estudiantes recién llegadas recluidas en sus casas y el resto de cangueses
esperando la cena caliente en torno a la mesa, la calle Mayor, todo Cangas, era
solo inhóspito silencio. También la hora de regresar a casa de quienes
vivíamos en los pueblos de alrededor.
La bicicleta, con el sillín perlado por la primera lluvia de la noche, aguardaba
pacientemente apoyada en la farola donde la había dejado,
lista para emprender un no fácil regreso a Limes. La carretera, más o menos como la de Morán cuando iba
a la escuela portando la fardelina, era
un mosaico de profundos baches, alcanzando algunos la categoría de socavones, rebosantes
de recientes lluvias. Sus bordes, afilados como navajas, tendían sucesivas trampas haciendo peligrar las precarias cubiertas
neumáticas de la bicicleta. Dejadas atrás las últimas luces de Santa Catalina la oscuridad era absoluta. Solo la
parpadeante y débil luz generada por la dinamo, su inestable intensidad dependía de la velocidad de la rueda, rasgaba con timidez las tinieblas.
De cuando en cuando una ráfaga de viento descorría una nube como si fuera una
cortina y por la rendija abierta
asomaba la luna colgada del cielo y escoltada por dos o tres estrellas.
Entonces su lechosa luz convertía
la carretera en engañosa pista de plata y los árboles emergían desnudos desde la oscuridad
transformados en inquietantes y fantasmales sombras chinescas. Las afiladas
cuchillas que bordeaban los baches permanecían
emboscadas bajo el brillo plateado, listas para cercenar cubiertas y llantas,
incluso dar con los huesos del incauto ciclista, yo en este caso, en el
maltrecho asfalto. Menos mal que ya estaba avezado y conocía casi al dedillo todas las trampas tendidas en un recorrido
memorizado cientos de veces al año.
Pero aquella
noche ningún obstáculo, ni siquiera el fuerte viento que se abalanzaba desde las
cimas de Leitariegos para encajonarse en el valle y golpear de frente, disminuía la euforia al pedalear. No solo era el comienzo de las
vacaciones, también me aguardaba un acontecimiento singular que se repetía solo una vez al año.
Dos días atrás se había llevado a cabo la matanza, una matona y
tres gochus las víctimas, y era el día de partir. Salvo para sujetar las víctimas en el momento del sacrificio nadie me había pedido colaborar en las tareas posteriores de partir, picar,
embuchar, salar y demás propias del sanmartín, tal vez pensando que serviría más de estorbo que de ayuda. Así pues con la
conciencia tranquila podía llegar a mesa puesta y participar en la
opípara cena que año tras año se celebraba con motivo
de la matanza. Ocasión que reunía a
familiares, vecinos y amigos alrededor de la mesa.
Los
callos, lavados escrupulosamente en el río por manos
de mujer enrojecidas de frío, hervidos durante horas con repetidos
cambios de agua y cocinados después, ligerísimos y
perfumados de laurel, estaban siempre
deliciosos; las chuletas, doradas por fuera, jugosas por dentro, con el
perceptible toque dulce del último engorde a base de castañas eran auténticos manjares. Estos platos nunca
faltaban en aquellos pantagruélicos banquetes regados con el primer
vino del año que chispeaba en las jarras, hacía cosquillas
en la garganta y dejaba un agradable sabor afrutado en la boca.
Aquellas cenas, con ciertos aires saturnales
que hacían palidecer incluso a los festejos de las cercanas navidades, se
prolongaban, entre dulces caseros, cafés orujos,
animadas charlas, antiguos cuentos, chistes, risas y algunos pellizcos
clandestinos por debajo de la mesa, hasta altas horas de la noche. Incluso
hasta unas sopas de ajos si el amanecer ya despuntaba.
Estos son recuerdos de una tarde-noche
lejana. Recuerdos rescatados de entre otros muchos olvidados. De recuerdos y
olvidos, positivos y negativos, se compone ese mosaico dejado atrás en el ya largo recorrido por el corto camino de la vida.
Si el recuerdo instalado en el consciente
configura buena parte de la personalidad, y ayuda a la percepción de la realidad; el olvido, ese conjunto de vivencias ocultas
pero no ausentes que permanecen ancladas en el subconsciente, también puede estar condicionando esa misma personalidad y realidad percibida.
Este blog, su enunciado lo dice, es de
recuerdos de Corias, pero tal vez va más allá. En el olvido de cada cual habitan episodios, quizá no menos importantes que algunos de los recordados, que también pueden estar incidiendo en el vínculo de
cada antiguo alumno con Corias, y con este blog incluso después del largo tiempo transcurrido.
Al despedir el año, a la par
que no pocos de los episodios de la vida buscan y encuentran refugio en el
olvido, puede resultar lícito, al margen de toda pretensión filosófica,
elucubrar y tomarse licencia para reivindicar la importancia de ese
olvido. De los espacios en blanco existentes en la memoria que no emergen, aparentemente,
en el blog ni en ninguna parte pero que
sería injusto, además de erróneo,
minusvalorar.
Es posible que nuestra vida, al menos la
pasada, vista desde el cerro bajo el cual se apilan muchos años, ofrezca cierta similitud con la escritura. Si en la escritura
los signos, letras, y los llamados no-signos, espacios en blanco
que separan las palabras, son determinantes para dar sentido a lo escrito;
también los hechos recordados, signos, y los hechos olvidados, no
signos, puedan contribuir de igual manera a configurar la personalidad y la
particular percepción de realidad de cada persona.
A la importancia del espacio en blanco, no-signo,
en la escritura se refiere con frecuencia el escritor y lingüista Alex Grijelmo (a qué espera la
Academia de la Lengua para nombrarle académico)
ilustrando esa importancia con frases del tipo “un barco
chino” frente a “un bar cochino” o “dígalo, sin vergüenza” en
contraposición a “dígalo,
sinvergüenza”
Frases que cambian radicalmente de sentido según se sitúe el espacio en blanco o no-signo. Advierte que en estos
casos ese espacio en blanco o no signo
adquiere incluso la categoría de signo.
Pero escribir sobre los conceptos recuerdo
y olvido no resulta fácil, más cuando
trata de hacerlo un lego en la materia como es el caso. Son conceptos
juguetones y traviesos que mutan, de motu proprio o por injerencia externa, de
condición adquiriendo la personalidad del otro con sutil fluidez. Claro
que siempre existirán recuerdos irreductibles que jamás mutarán en olvido. Éstos son los pilares básicos del armazón que sustenta cada personalidad y cada
visión propia de la realidad.
En fin… divagaciones
a brochazos que espero encuentren justificación por
despedir de nuevo un año para recibir otro nuevo. Un 2017 que espero
y deseo sea, menos con los enfilados por la justicia y por Samuel, magnánimo con todos.
ulpiano rodríguez calvo
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1 comentario:
A propósito del medio de transporte que utilizaba Ulpiano, el mismo que la mayoría de los alumnos externos del instituto laboral para trasladarse de Cangas al colegio y regreso, en el caso de Ulpiano entre Limés y Corias, me ha venido a la memoria el hecho de ir en bici de noche por la carretera llena de baches y socavones guiado simplemente por aquel pequeño haz de luz que producía la dinamo mediante la fricción de ésta contra la cubierta de la rueda delantera principalmente, pero también se instalaba sobre la rueda trasera. Yo utilicé de vez en cuando, una bici de un primo mío que aquello proyectaba sobre el suelo la misma luz que la que despide una luciérnaga dentro del hueco de una pared en las calurosas noches del mes de julio. Lo curioso era que aquellos focos de las bicicletas llevaban una palomilla en la parte superior con dos posiciones, bien a mano del conductor, para poder cambiar la luz larga por la corta cuando te cruzabas con otro vehículo. Y pensando ahora sobre ese detalle, se me ocurre que aquello sí que era tener respeto a las normas de tráfico y al resto de los conductores que circulaban en sentido contrario al tuyo sobre otros vehículos por la misma carretera. Lo del cambio de luces casi da la risa pues, supongo lo que podría deslumbrar a los conductores de coches, sentados en posición mucho más alta, cuando se cruzaban con aquel coco de luz. No obstante, a los chavales nos hacía ilusión el que la bici tuviese luz, pues el tener que cambiar de larga a corta, o de corta a larga, daba la sensación de que aquel vehículo ya tenía más mandos de lo normal y eso requería una preparación especial para manejarlo adecuadamente en cada momento. La bici de la foto responde a esa descripción bastante bien, con la salvedad que los frenos son de cable y eso ya era una modernidad en aquellos tiempos. Lo propio sería que los tuviera de varilla y el sillín como lo tiene, sobre dos muelles duros como pedernales y que, a pesar de su rigidez, eran los encargados de aliviar un poco el dolor de rabadilla después de una sesión de pedaleo.
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