domingo, 27 de noviembre de 2011
MEA CULPA, MEA CULPA
Coincidiendo con la entrada de la caza y del tiracantos del amigo Roberto, me vienen a la mente las múltiples perrerías que, inconscientemente a veces, hacíamos de pequeños los nenos en los pueblos a falta de parques y de un mínimo de sensibilidad y de conciencia medio ambiental. Digamos que también era por carecer del concepto vital necesario que hay que tener desde pequeños de respetar todo lo que nos rodea, y por falta de ciertos consejos adecuados por parte de nuestros mayores para no considerar como normales, determinados desmanes que, el género humano de por sí, dado lo perreros que somos, no se resiente por realizarlos. Todo lo contrario, más bien se regodea por ello y , llegado el caso, hasta presume de haber sido capaz de llevarlos a cabo.
Yo recuerdo, que de guaje en el pueblo, principalmente en los veranos cuando no teníamos otra cosa que hacer por no ser época de escuela, uno de los distraimientos que teníamos era acumular pequeños seres vivos; a veces llegábamos a juntar verdaderos montones, así a lo tonto. Daba igual que fuesen caracoles que grillos, “chumiagos” o saltamontes. Sobre todo animales pequeños y fáciles de capturar. Para hacernos con ellos no había problema alguno, ya que abundaban por doquier y hurgábamos por todos los sitios, paredes y rincones a nuestro alcance, hasta dar con estos inofensivos seres para después sentarnos plácidamente sobre una gran piedra e ir machacándolos uno a uno con un morrillo sobre la baldosa. ¿A cualquiera que se le contara esto hoy día? Seguro que diría que ese comportamiento, era más propio de un psicópata que de una persona normal, y que debieran ponernos lo antes posible en manos del psicólogo o más bien del psiquiatra. Y tendrían toda la razón. Aunque lo que necesitábamos estaba más que claro: unas buenas morradas.
Lo pistonudo de todo aquello era que, cuando pasaba a nuestro lado alguna persona mayor, mientras estábamos haciendo este tipo de fechorías, no se le ocurriera recriminarnos tal acción o darnos unos buenos capones (esto era cosa de frailes), por no decir un buen hostión, por practicar aquella perversidad y vileza con unos seres vivos e inofensivos que no se meten con nadie y que solo hacen cumplir con su función biológica como la que tiene encomendada en este mundo todo ser vivo. Pues nada, chico, todo lo contrario. Igual les causaba hasta gracia. Solían decir: ¡Son cosas de críos! De ahí que nosotros a veces, nos sintiéramos hasta ufanos por la proeza realizada, un día sí y otro también. Menos mal que de buenas a primeras, un buen día, te entraba la sensatez y tú solo te dabas cuenta de que con estos actos, no estabas haciendo más que el irracional.
Otra de las múltiples maldades que yo hice inconscientemente de niño con ciertos animales, hasta que tuve conciencia de la realidad y pasado el tiempo me he recriminado a mí mismo mil veces por haberlo hecho, fue el haber desollado en vivo a las pobres ranas para demostrar a los amiguetes, las dotes que yo poseía como desollador de batracios sin utilizar anestesia.
Para llevar a cabo esta perversidad infantil, que a mí me la enseñó un cabrón de un madrileño, hacíamos lo siguiente: una vez atrapada la pobre rana se le intentaba despegar un poco de piel de los deditos de una de sus patas. Logrado esto, cogías la parte de la piel levantada y tirabas poco a poco hasta ir despegando y desvistiendo al pobre animal por completo, como si le hubieras quitado una camiseta o un esquijama. El animalico en cuestión, aún desprovisto de su completa epidermis, y totalmente desollado y en carne viva, intentaba caminar como si nada hubiera pasado y yo me se sentía orgulloso ante los espectadores por la habilidad demostrada, casi mágica, pues el bicho después de despellejarlo vivo, seguía en plenas condiciones y caminaba como si tal cosa.
El infortunado animal aparentaba cierta vitalidad por el propio dolor que sentía, pero era consciente que los minutos que le restaban de vida estaban contados. Yo pasado el tiempo me he hecho la siguiente pregunta. ¿Cómo habré podido ser yo tan perverso y tirano con unos seres inofensivos que a mí me gustan mucho, todos en general sin exclusiones, y que me produce bienestar simplemente el verlos en su ambiente natural y en estado normal?
Todavía es el día de hoy que, cada vez que me acuerdo o lo cuento, me dan ganas de abofetearme a mí mismo. Si digo la verdad, una de las cosas que más me abochornan de haber hecho de niño, ésta es una de ellas. Yo no tenía porqué tener estas inclinaciones tan retorcidas, pues mi madre siempre me instigó e indujo a ser respetuoso con los animales y con las plantas, y procuró que yo fuera consciente de que todos los seres vivos siempre están a nuestro servicio y cumplen una función biológica para proporcionar a la tierra y al hombre equilibrio y bienestar. Yo, normalmente, siempre hice buen caso de todo lo que mi madre me decía, por la cuenta que me tenía, pero a veces la inconsciencia y la tontería infantil, tenían mayor impacto en uno mismo que los buenos consejos maternos.
Hace unos años leyendo en un País Semanal un artículo que trataba sobre la perversidad que los niños practicaban con algunos de sus juegos, me ha reconfortado mucho leer lo que dijo una inteligente mujer andaluza, creo que era onubense y escritora, de edad similar a la mía, la cual contaba algo muy parecido a lo mío y que también se tiraba de los pelos por haber sido tan insensata y cruel con algunos seres vivos. A esta buena mujer también le habían enseñado sus hermanos a “desvestir” a las ranas de la misma forma que lo hacía yo. Ella no se explicaba cómo, siendo niña, pudo ser capaz de practicar semejante brutalidad y vileza.
Como atenuante de esta señora diré que según contó, ella era la única niña entre varios hermanos varones y los veranos se los pasaban toda la hermandad en el cortijo de los abuelos en plan montaraz en pleno campo y allí ella, aún siendo chica, era uno más, y hacía lo mismo que veía hacer a los montaraces de los hermanos. Tal que, una de las distracciones preferidas de estos cafres en los ratos libres, parece ser que también era el “desvestir” a las ranas en vivo, como demostración de habilidad anatómica.
Ella reflexionaba sobre su comportamiento y lo achacaba a que al pasarse todo el día en compañía de los hermanos varones, poco a poco fue adquiriendo la misma insensibilidad y embrutecimiento que ellos. De ahí que, de mayor, se recriminase una y mil veces, su perversa actitud de haber practicado semejante aberración con las pobres ranas; lo mismito que me pasó a mí.
En mi caso diré que, una vez alcanzado el sentido común, muchas veces me he preguntado: ¿Pero de dónde coño sacaría yo aquellas desviaciones tan perversas, si en mi casa jamás me las han insinuado, ni nadie de mi familia era irrespetuoso con los animales. En mi entorno familiar nunca se me ha orientado hacia la perversidad; todo lo contrario. Como ya he dicho antes, mi madre en concreto, siempre fue gran defensora de todos los animales y de las plantas en general. Cualidad que yo, afortunadamente de mayor, se me ha despertado plenamente, y de la cual estoy completamente satisfecho.
Menos mal que, afortunadamente, la naturaleza de por sí es sabia y la mayoría de las veces, a pesar del comportamiento tan hostil que el hombre tiene hacia ella, no nos lo tiene en cuenta, y no nos paga con la misma moneda.
B. G. G. (bloguero “prior”)
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2 comentarios:
No te fustigues Prior,
también ahora siento pena
cuando a mosca o moscardón
sacuden a mano plena,
bien extendida la palma
como el "depredador" Obama.
Otros tiempos eran rapaz,
sin valor para animal,
que no fuera sólo usar.
La educación de los niños
no era entonces la ideal,
para que estos seres vivos
se sintieran respetar.
"Llegará un día en que los hombres como yo, verán el asesinato de un animal como ahora ven el de un hombre" (Leonardo da Vinci)
Sin llegar a la calidad de los ripios de Martínez, intentaré también "desafligirte" un poco.
Recuerdo en mis años en Corias que un compañero se había construido (lo juro) una guillotina con unos papeles o cartón doblado en v y una hoja de afeitar (gillette) que hacía deslizarse por ella, obviamente, de arriba a abajo. En la base, un poquito de pegamento hacía que el pobre animal (en este caso, una mosca ya sin alas) se quedara fija, esperando que cayese el mortífero instrumento y le segase la pequeña cabecita.
Hoy, este chico es capitán de la mercante y conduce todo tipo de cargueros (tipo PRESTIGE) por los siete mares. NO sé si sigue practicando semejantes torturas...
Y en una ocasión que yo fui a Madrid hace unos años, vi a un charlatán de los que venden objetos diversos (en este caso, pulseras magnéticas milagrosas) que también hacía algo parecido a lo tuyo:
De un tijeretazo (su mujer le acompañaba en el número y le cubría la mano con un pañuelo) le cortaba la cabeza a la ranita. Después la colocaba sobre una base metálica en contacto con la pulsera milagrosa, y la ranita (o lo que quedaba de ella) se convulsionaba, cosa que el charlatán aprovechaba muy bien para persuadir a los mirones de que aquella pulsera estaba cargadita de beneficios.
Y las vendía, tu.
Ah! Y también las usan para comprobar embarazos...
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