miércoles, 7 de enero de 2015
NOSOTROS LOS DROGATAS…
Una noche a las
22:30 ya había comido yo más tortilla que la trasegada por una docena de
segadores un día de Julio sentados a la sombra de un castaño. Yo no había
segado nada, y no estaba en “prau”, si no en las dependencias de la parroquia
de los españoles en Londres. La regentaban unos religiosos de no recuerdo qué
congregación. El jefe prior era un
hombre joven, amabilísimo, de un carácter cautivador y un magnífico músico.
Creo que era navarro.
Allí nos
habíamos congregado unas 100 persona, todos invitados por la parroquia a una
misa, seguida de una cena. Yo acudí porque iba con frecuencia a pasar un rato
con el religioso antes citado. Acudí con la secreta esperanza de que para
cenar, habría … bueno, lo más ansiado por todo aquel que lleve meses y meses
fuera de España: la tortilla.
Doy fe de que
se han escrito miles y miles de libros sobre los temas más diversos e
insólitos. Que me lo digan a mí, que pasé más de 30 años viviendo ocho horas
con varios millones de ellos. Sin embargo, la vida ofrece con frecuencia,
paradojas increíbles. Me refiero a que algo tan transcendente, tan radicalmente
unido a nuestras vidas como es la tortilla no ha merecido la debida atención de
nadie: ni un libro ni una tesis de licenciatura…nada ¿Cómo es posible? Porque
sienten ustedes a un español cualquiera ante paisaje cautivante y bellísimo y
juro que no tardará más allá de diez minutos en exclamar “qué maravilla, que
bien se está aquí. Solo nos falta una buena tortilla de patatas”. Debe de
formar parte de nuestros genes. Yo confieso (ahora después de tantos años no me
avergüenza confesarlo) que más de una noche y de dos noches soñé con la
tortilla. Era mi subconsciente que reclamaba para el cuerpo lo que este pedía:
tortilla. Es más, nuestra dejadez para lo mejor de lo nuestro llega a límites
insólitos. ¿Saben ustedes de alguna localidad, grande o pequeña, que haya
dedicado una sola de sus calles a la tortilla? Más aún ni siquiera sabemos
quien la inventó. Otros sabios, con muchos menos méritos figuran en las
enciclopedias o tienen incluso una estatua. El inventor de la tortilla es tan
anónimo como el que inventó el tirar los penaltis con la cabeza. Una vergüenza,
que conste en acta mi queja.
No han reparado
ustedes en los nombres de las calles, dedicados a individuos que nadie conoce.
Estoy seguro de que en muchos sitios no encuentran a alguien que merezca una
calle y la dedican a alguien consultando la guía telefónica. A mí querían
dedicarme una calle en mi pueblo, pero me negué tozudamente. No podía soportar
la idea de que me pisaran todo el día y lo que es peor, soportar las vomitonas
y lo otro, de borrachos durante años y años. No quiero la calle.
En fin, si Dios
me da salud, quizá todavía emprenda la tarea de escribir seis o siete tomos
sobre la tortilla.
De momento
estamos en un barrio londinense y son las doce de la noche. Mi casa está a unos
cinco kilómetros, en las cercanías del Conven Garden, al lado de New Oxford
Street ¿Qué hora les dije que era…? Madre mía, pero si en Londres todo los
transportes públicos terminan a las doce. Así, de súbito, me vi ante la triste
realidad de que tendría que ir a pie hasta casa. Y solo. Era una noche de otoño
y aún no hacía demasiado frío. Tampoco llovía. Me despedí de todos y me eché a
la calle. Quien conozca Londres se imaginará el panorama. Calles con arbolado,
calles interminables, calles absolutamente silenciosas a esa hora. Casi ni
coches. En esos países se madruga mucho.
Las calles
completamente tapizadas de hojas desprendidas de los árboles que daban a las
aceras un color amarillento.
Llevaría un
kilómetro de caminata cuando ocurrió mi desgracia. Empecé a buscar tabaco por
todos los bolsillos. Nada. Ni un pitillo. Todos los drogadictos sabemos lo que
eso significa. El cerebro se revela y exige de forma perentoria un cigarrillo.
A los cinco minutos, te sitúas al borde de la desesperación. Ya ni piensas en
otra cosa. Todo viene referido al tabaco. La imposibilidad de adquirirlo es
evidente. Se le hace a uno imposible aguantar tanto tiempo así. A los dos kilómetros
lamentaba no llevar papel de fumar. Recordaba que en la postguerra oía comentar
que había gente desesperada que fumaban las hojas de la patata. Una de aquellas
hojas caídas en la acera, resecas, me había valido, bien desmenuzada, para
confeccionar un pitillo que, de acuerdo, sabía a rayos, pero acallaría mi ansia
de chupar algo. Teniendo en cuenta que Londres tendría diez millones de
habitantes, la probabilidad de encontrarme con uno de ellos era de 1/10.000.000
o sea, nada. Los celtas de casa Galdina, un duro la cajetilla de Celtas.
Hacia el tercer
kilómetro se encendió una lucecita de esperanza. Tal el náufrago en una isla
deshabilitada que ve un vapor que se acerca.
Allá a lo
lejos, por mi misma acera, avanzaba lo que parecía un hombre. No sé cuanto recé
para que llevara tabaco y me facilitara mi dosis de drogata. Efectivamente. Era
un individuo corpulento y bien trajeado.
- - Excuse me, Sir. I have still along way to arrive home.
I’m a big smoker. I have no tabaco. Could you give me a cigarette?
- - Of course.
Extrajo un
pitillo de la cajetilla y me dijo:
- - Here
you are.
Lo cogí con la
avidez que nos caracteriza a nosotros
los drogatas, y procedí a encenderlo con el mechero que ya llevaba en la mano.
Di una calada y expelí voluptuosamente el humo.
- - How much I owe cost you, Sir?
- - Well, three pence.
- - Here you are, Sir. And thank you very much.
O sea:
- - ¿Cuanto le debo?
- - Tres peniques.
- - Tome
usted y muchas gracias.
Continué
andando, no soporté al objeto de mis anhelos más allá de la tercera calada.
Detesto el tabaco inglés.
El resto del
camino lo pasé pensando en dos cosas:
1 1) Como una libra contenía 1.66
pesetas y un chelín, tanto, y un penique, tanto… tres peniques eran unas tres
pesetas con sesenta céntimos. Casi el duro de la Galdina por veinte
cigarrillos.
2 2) Estos ingleses son muy
raritos. Eso, para nosotros, no se hace. Se le da uno y otros cuatro para
luego. Un inglés razona distinto y quizás no ande muy equivocado.
Vamos a ver,
piensa el británico:
- - Yo
no conozco a este hombre de nada.
- - Este
hombre tiene un vicio.
- - Yo
lo comprendo y le saco del apuro.
- - Ahora.
Yo no tengo porque costearle su vicio a este hombre.
¿Quién tiene
razón? ¿El inglés? ¿Nosotros? Quizás los dos.
¿Tiene razón el
inglés que así piensa? Sí, la suya. ¿Y nosotros censurándola? Sí, la nuestra.
Todos tenemos nuestra razón.
Siempre que
conté esta anécdota todos reaccionan igual. Reprobando al inglés.
Entre nosotros
es corriente despreciar a los que no comen, no beben y no se divierten como
nosotros. No saben comer, ni beber, son unos sosos y sobre todo no saben
divertirse. Pues vale “lo nuestros es lo mejor” es una reacción aldeana. No ha
conocido otras culturas pero las denigra. Concedemos que son más prósperos, más
ricos, más ricos, pero no saben disfrutar de la vida.
Los únicos que
sabemos disfrutar de la vida, parece que somos nosotros, para disfrutar hay que
empezar a las doce de la noche y terminar a las siete de la mañana y quien no
sabe disfrutar así es que no sabe disfrutar, otros no piensan así.
Pepe
Morán. Dominico-ex
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Coincido plenamente con Morán, en lo poco agradecidos que somos con la tortilla de patatas y en cuánto nos gusta a todos. Es más no sólo nos gusta a los españoles. Por razón de los estudios de nuestra hija, hubo un tiempo que teníamos bastantes visitas de extranjeras/os que se conocían en cursos de verano y luego de allí a un tiempo, cuando venían a España nos visitaban, o venían expresamente a hacer la visita, y a todas/os, de países europeos o de América del Norte, les gustaba mucho la tortilla. Era el plato estrella. Generalmente ya preparaba una para el primer día, junto con otras cosas, pero invariablemente, si al día siguiente no la volvía a haber, le pedían a ella que le dijera a su madre si podía hacer tortilla otra vez para el día siguiente. También es verdad que les gustaba, en general, toda la comida española, tanto si era en casa como si íbamos a restaurantes.
Publicar un comentario