miércoles, 13 de mayo de 2015
PEQUEÑOS RECUERDOS (continuación)
Con la llegada al Paseo de la Florida
terminaba el relato anterior de mi primer viaje a Madrid.
Este
Paseo, donde estaba la Estación del Norte (también llamada Príncipe Pío) -hoy en
proceso de reconversión en centro comercial y de ocio- era paso
casi obligado de quienes partían o llegaban de Asturias. Varios bares
regentados por paisanos ofrecían tentadores bocadillos de filetes
empanados y tortilla. Estaban siempre llenos de asturianos que iban o venían. También de aquellos que sentían morriña y
acudían en busca de evocar vivencias comunes con alguno de la tierra.
En el Paseo de la Florida estaba, aunque
entonces no tenía remota idea de ello, y afortunadamente está, la ermita de San Antonio con los admirables frescos de Goya. En
torno a esa ermita se celebra, en la actualidad comercializada y venida a
menos, la popular verbena de
modistillas, y al lado se encuentra la popular Casa Mingo.
Al llegar nos esperaba Manolo, marido de mi
hermana Gela. Paco -no sin antes advertir que en el primer viaje después de Pascua me recogería para devolverme a Limés; ese era el compromiso adquirido con mi madre, y perder así solo los días imprescindibles de clase en Corias-
marchó a descargar para regresar a Cangas y continuar haciendo girar la
fatigosa noria del transporte de carbón.
Madrid, del que ya tenía forjada una idea a través de lo oído, además de visto en fotografías, películas o documentales, superó con creces las expectativas. Tal vez exagere y no fue exactamente
así, pero el recuerdo, pasado por el tamiz del tiempo transcurrido,
es ese. Hasta entonces mi referencia de ciudad era Cangas. En los fugaces
viajes a Oviedo o Gijón no había conseguido
captar lo que era una gran ciudad. Esa sensación la percibí cuando nos llevaron a pasear por la abigarrada colmena de gentes
diferentes que era y es la Gran Vía o por las descomunales, entonces me
parecían, dimensiones de la Castellana. (A pesar del empeño del Régimen de que fueran llamadas José Antonio y Generalísimo, eran y son conocidas así). La Castellana de entonces estaba flanqueada por numerosos
palacetes con recoletos y preciosos jardines, últimos
resistentes arrasados pocos años después por el
voraz desarrollismo para sustituirlos por frías torres de
hormigón y cristal.
En la Plaza de España se habían levantado los edificios más altos de todo el país: la esbelta Torre de Madrid y el orondo
Edificio España. Éste albergaba un lujoso hotel con una piscina en la terraza que
causaba sensación. En la actualidad, después de años sin uso, ha sido adquirido por un empresario chino y está en espera de que, con beneplácito del
Ayuntamiento pero amenaza judicial, le sean vaciadas las entrañas para, conservando solo
la fachada principal, ser transformado
en un gran centro de diversos usos. La burbuja del ladrillo vuelve a ser
inflada con los aires de la eterna especulación.
Sin embargo fueron otros edificios, como el
Palacio de Comunicaciones (Correos) en Cibeles -hoy sede del Ayuntamiento en
virtud de la megalomanía del alcalde Gallardón- ,los que más llamaron mi atención. Años después supe que esta edificación, al igual que el Círculo de Bellas Artes, Casino, Hospital
de Jornaleros de Maudes, y otras decenas de ellas desperdigadas desde Cuatro
Caminos hasta Atocha o desde Ventas a Princesa eran obra de Antonio Palacios.
Este brillante arquitecto fue artífice, su estilo marcó tendencia, de la transformación de Madrid
durante el primer tercio del siglo XX.
Muchos de estos edificios, sin nada que
envidiar a los renombrados de Viena o París, por
fortuna aún perviven y se pueden contemplar hoy al pasear por Madrid. Menos
suerte han tenido otras de sus creaciones; los templetes de acceso a las
estaciones de Metro de Sol y Red de San Luis fueron arrumbados hace décadas.
De aquellos días las imágenes que aún retengo se
asemejan a fotogramas en blanco, negro o
gris desteñidos por el tiempo transcurrido. Aunque alguno, como un flash,
todavía presenta sus perfiles con nitidez.
Al segundo día ya
comenzamos a aventurarnos y a realizar
exploraciones solos. Hacíamos como el Pulgarcito de Perrault, solo
que en lugar de dejar piedras por el camino memorizábamos el
nombre de las calles para asegurarnos el regreso. Un día, utilizando esa técnica, nos fuimos al final de Salamanca,
hasta Manuel Becerra. Regresamos por Diego de León y al
llegar al cruce de Serrano era avanzada la noche. No había tráfico y al cruzar esa calle me demoré en el
centro mirando, me parecía un inabarcable y fantasmal escenario
que por un lado descendía hasta María de Molina
antes de ascender y perderse por la Colonia del Viso mientras por el otro
descendía hasta donde alcanzaba la vista en busca de Goya y Puerta de
Alcalá. Decenas de farolas de luz fría arrancaban
destellos plateados al asfalto de la calzada. Percibí una rara sensación mezcla de vacío y soledad. Todavía hoy, cuando paso por ese lugar, me viene a la memoria aquella
impresión. Por cierto, ajena a que en ese lugar se encuentre la embajada
americana y, enfrente, la iglesia donde diariamente acudía a misa Carrero Blanco. En la parte posterior de esa iglesia,
calle de Claudio Coello, una bomba de ETA hizo volar al almirante recién salido de misa diez años después.
A lo largo de la vida se presentan
situaciones que parecen ya vividas, al menos así lo siento
en ocasiones. Treinta años después de aquella
noche en Serrano reviví la misma sensación al cruzar caminando, también a hora
tardía, el llamado Eje Monumental de Brasilia. Ni el entorno ni las
dimensiones tenían nada que ver, quizá éstas las vamos agrandando en paralelo
con la vida. Pero en aquellas
inmensidades oscuras jalonadas por espaciadas luces volvía a perder la mirada en el incierto horizonte del lago Paranoá, después de que
sobrevolara los edificios más famosos
proyectados por Niemeyer, y experimentaba similar impresión a la
de Serrano en1963.
Un fraile que había estudiado
en Corias, a la sazón obispo en la Amazonia, al regresar después de muchos años se ofreció a darnos
una interesante charla sobre esa remota zona americana. En ella resaltaba los
contrastes existentes entre Cangas y las tierras lejanas donde había vivido. Una de sus mayores sorpresas al regresar, contaba, fue
descubrir las dimensiones reales del río Narcea. De
sus tiempos de estudiante recordaba un río importante
y caudaloso; al regreso, acostumbrado a las dimensiones de los ríos amazónicos, le parecía casi un
regato.
Si no existiese el subjetivismo de las
querencias propias, que establece sus medidas íntimas y
personales, se podría decir que las dimensiones de las cosas vienen determinadas por
la amplitud de conocimientos de aquellos que las miden.
Procuraré no perder
el hilo y tirar del sedal para recuperar, asidos al ya herrumbroso anzuelo de
la memoria, otros recuerdos de aquella primera visita a Madrid.
Decía antes que
casi todas las imágenes eran en blanco, negro o gris. Sin embargo al escribir esto
comienzan a surgir algunas coloreadas. Aparece el verde de las añejas falsas acacias plantadas en
alcorques de paseos y calles. La primavera de aquel año debía venir adelantada y entre ese verde ya había florecido
el “pan y quesillo”. Tiempo después supe, según me contaron personas que vivieron la terrible época, que esa floración contribuyó a mitigar
la feroz hambruna madrileña de posguerra.
También aparece,
rodeando el estanque de aguas turbias y pequeñas barcas
pintadas de blanco y azul, la mancha verde del Retiro con sus gigantescos árboles, algunos ellos para mí hermosos
desconocidos. Allí, final del parque, en los Jardines de Cecilio Rodríguez, las rosas ya pugnaban por liberarse de la prisión de los capullos. Al lado estaba la Casa de Fieras con monos
chillones y revoltosos, infatigables en su foso. Además de aves exóticas, felinos y hasta un oso. Éstos
recluidos en pequeñas jaulas, como reos de una Inquisición medieval,
mostraban con su incesante ir y venir por el reducido espacio una devastadora
melancolía. Nunca he sido muy partidario de zoos, los animales salvajes
nacen para ser libres, y aquél especialmente me pareció más un lugar de tortura que de diversión. En la
actualidad el edificio principal alberga una biblioteca municipal.
Sin embargo los colores más vivos, quizá también más naíf, de aquellos días me llevan a cuando junto a los compañeros de viaje caminaba por una acera, no consigo situar la calle
ahora, flanqueada por un alto muro de ladrillo. El muro cercaba lo que debía ser colegio o residencia de monjas y estaba orlado por
abundantes y preciosos racimos de glicinias que colgaban sobre la acera. Entre
las glicinias y acodadas sobre el muro permanecían, supongo
que avizorando a los paseantes, tres o
cuatro muchachas de nuestra edad. Quedé mirando y
una de ellas, agraciada rubia de ojos azules, nos lanzó un piropo del estilo que se suele atribuir al ramo de la albañilería mientras las demás se reían. No sé si Luciano, él era el más “chispardeiro” de los tres, se lo devolvió junto algún otro requiebro. Yo temo que no logré evitar ponerme colorado antes de avivar el paso.
No fue ésta la única ocasión en la que me sacaron los colores
aquellos días. En los años sesenta la llamada procesión del Silencio, entonces una de las más
renombradas de Madrid, desfilaba por Gran Vía la
medianoche de Viernes Santo. Movidos más por
curiosidad folclórica que por fervor religioso mi cuñado y yo nos
acercarnos a ver su paso. Al llegar la multitud ocupaba ya las aceras, solo se
alcanzaba a ver algo por encima de cuatro o cinco filas de cabezas.
Los cofrades desfilaban ataviados con túnicas de severos colores y cubiertos por tétricos capirotes. Empuñaban humeantes cirios o hachones al
tiempo que la banda de música atronaba llenando la noche de notas
lúgubres.
Resultaba un espectáculo impactante, al menos para mí que solo
había visto algo parecido en el No-Do.
El problema surgió cuando un
tipo de mediana edad, vestido con elegancia y aspecto de extranjero, americano
o nórdico, comenzó a pegarse. Al principio pensé que le impedía la visión y me
desplazaba a izquierda o derecha, pero al ver que me seguía y no lograba distanciarme de él deduje que
su intención era otra que la de ver la procesión. En ocasiones
anteriores, y circunstancias diferentes que no vienen al caso, ya había tenido que zafarme de ese tipo de “aproximaciones”. Ante la incómoda situación propuse a
mi cuñado, él no se había percatado de nada, regresar a casa. El
individuo aún nos siguió un trecho por Hortaleza, lo vi al mirar
atrás. Mi cuñado también se giró y me preguntó que miraba, le dije que nada, pero el
perseguidor, supongo que temeroso al verme acompañado, dio la
vuelta de regreso a Gran Vía.
Más tarde comenté a mi cuñado cual era motivo por el que había querido
irme tan pronto a casa. Se puso furioso, le habría roto la
cara, decía, y aunque era más aguerrido verbal que de llegar a las
manos, no dudo que le hubiera montado un cirio. Con la perspectiva del tiempo
creo haber obrado bien al no involucrarle en aquella embarazosa situación.
Ésta peripecia,
partiendo del convencimiento actual de que la inmensa mayoría de personas, de cualquier orientación sexual, no
tenemos ese comportamiento parece nimia. No tanto si recordamos los abusos
sexuales perpetrados contra menores, en ocasiones por personas supuestamente
muy respetables, que con demasiada regularidad salen a la luz. Por fortuna para
mí aquello solo fue una anécdota más del viaje.
La mayor parte de las tardes de aquellos días transcurría en Kwai, el angosto y siempre lleno bar
de Costante. Todas las tardes, en ocasiones hasta avanzada la noche, se
celebraban allí
interminables partidas de dados organizadas por una
peña de la que mi cuñado era uno de los impulsores. La peña estaba compuesta por un nutrido grupo de asturianos, algunos
todavía estudiantes, que con el paso del tiempo desempeñaron altos cargos en el gobierno del Principado, en las más importantes empresas asturianas y en varias multinacionales. A
pesar que de nunca me gustó el juego (menos todavía las partidas de tute en el bar del pueblo donde todos parecían adivinar las cartas, recriminaban por echar la que consideraban
equivocada y arrojaban la suya con un golpe en la mesa que hacía retumbar los cimientos junto al más sonoro y
barroco cagamento) en Kuai comencé esos días a
familiarizarme con los dados, único juego que, una vez olvidado el
ajedrez, de tarde en tarde practico por requerir poco esfuerzo: solo lanzar los dados con más o menos gracia. Costante era de Piñera, pueblo
situado camino de Leitariegos y encima de Las Mestas. Por su personalidad
arrolladora era uno de los mejores embajadores de Cangas en Madrid. En una de
las paredes, bien visible, tenía un póster de grandes dimensiones con una vista de los
rascacielos de Manhattan y un rótulo: “Vista
parcial de Cangas del Narcea” En los ochenta Kwai se convirtió en uno de los templos de la “movida
madrileña”. Al caer la noche el local, también la acera,
se llenaba de tribu urbana, de actores y cantantes famosos en busca de los
explosivos cubatas que preparaba Costante. Si alguno se desmandaba, él, rondando los ochenta años, con su
vozarrón les ponía firmes. Por esa época cuando yo iba a casa de mi hermana que vivía enfrente, si intentaba pasar de largo por delante del bar, me
llamaba tronando: “Dónde va uno de Limés sin venir a verme”
Costante murió hace años y el local del Kwai hoy es una tienda.
Uno o dos días después del Domingo de Pascua, día en el que
había asistido a la proyección de Dulce pájaro de juventud, la película
desencadenante de estos recuerdos, llegó Paco con
otro cargamento de carbón y el momento regresar a Cangas. También el de poner fin a estos precarios recuerdos .
Dejaba atrás la sensación de haber conocido una mínima parte
de Madrid, y de esa parte solo el envoltorio sin penetrar en su interior.
Imagen que, como es lógico, cobra más fuerza hoy
después de vivir, salvo limitados periodos, cincuenta años en esta ciudad. No se trata de que en aquel viaje no visitara
museos, algo que sería obligatorio hoy - el Prado pude
visitarlo por primera vez después de llevar años en
Madrid. Tampoco las tan renombradas salas de fiestas, si bien, para mí baldón, por Casablanca, Micheleta, Pasapoga y otras me dejé caer antes que por el Prado. Más bien se
trata de otra percepción; si las ciudades, Madrid entre
ellas, tienen alma no es una sola, son
miles de almas cambiantes con cada época, por eso son laberintos
inextricables difíciles de conocer.
Al llegar a Limés y Corias
me dediqué a contar el viaje a los
amigos, supongo y temo que coloreado con los más peregrinos
adornos dictados por la imaginación, Eso sí, omitiendo
por pudor el “incidente” del Viernes Santo.
Para terminar, recordar y pedir disculpas a
Miguel Ángel, él, con acierto, recomendaba que las entradas ocuparan un folio, y ésta supera los tres. Y, como diría Gión con mucha más gracia que yo, “Ya con eso, alón”.
ulpiano rodríguez calvo.
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3 comentarios:
Después de sentir como propias, muchas de las vivencias que magistralmente nos describe Ulpiano en esta continuación de sus Pequeños Recuerdos, diré algo referente a la Estación de Príncipe Pío que me llamaba poderosamente la atención las primeras veces que a ella llegué a lomos de aquellos trenes expresos que paraban en todas las estaciones y que montabas en Oviedo sobre las nueve de la noche y llegabas a Madrid entre las siete y media y ocho de la mañana. Nada más apearse del tren lo primero que hacías era moverte un poco por el andén para desentumecer los huesos y el cuerpo en general, de venir toda la noche de cualquier forma pues, si tenías suerte, ibas sentado, pero muchas de las veces de pie o acurrucado sobre la maleta en el pasillo. Acto seguido te dirigías escopetado a la Cantina de la Estación para tomar un café caliente. A mí lo que más me llamaba la atención era la cantidad de copas de anís, de coñac y de sol y sombra (mitad y mitad) que se tomaban por la mañana en Madrid junto con el café. En aquel ajetreo mañanero sobre el mostrador no se movía otra cosa que no fueran botellas de Veterano, de Terry, de Fundador, de Soberano o de Anís La Castellana. La verdad es que a aquellas tempranas horas un anisete con las porras o churros sentaba que ni pintado. Yo a partir de Ávila ya iba pensando en las porras y en la copa de Castellana que me iba a hincar. Otro detalle curioso de aquellos años era el siguiente: Yo recién terminado de estudiar me fui a Madrid, como la mayoría, para hacer alguna entrevista que otra de trabajo y como llegabas hecho una birria, con un aspecto deplorable, de estar toda la noche en mala postura, con la ropa arrugada y el pelo todo desgreñado, había que solucionar aquello y mejorar un poco la facha antes de presentarse a la cita. Y la solución estaba clara. En el entorno de la Estación había varias pensiones en las que, por un módico precio te permitían hacer uso de una habitación durante un rato, lo suficiente como para poder ducharte y cambiarte de ropa. Yo utilicé este sistema muchas veces. De hecho, llegué a tener cierta confianza con una señora que regentaba una de estas pensiones y, aunque el aspecto era cutre, tétrico y lúgubre, a mí me solucionaba la papeleta perfectamente, y yo encantado pues me guardaba hasta la maleta, con lo que me ahorraba el importe de tener que meterla en la consigna de RENFE durante casi todo el día. Aquel sistema era estupendo. Era como si fuese un “meuble” por horas, pero no para refocilamiento carnal de parejas, sino de higiene y de adecentamiento unipersonal. Sé que a muchos esto les sonará a chino, pero es tan real como la vida misma ¡Qué tiempos aquellos!
Ulpiano, tienes que reconocer que, en aquellos tiempos, eras un bien parecido, con lo que esto implica.
Por un lado te piropean las chicas de un colegio y por otro te tantean para ver si haces a pluma o a pelo.
Los que pasamos cierto tiempo por aquellos lugares, y en aquella época, tenemos anécdotas de todo tipo.
Algunas, todavía hoy, les sigo dando vueltas intentando aclararlas.
Supongo que Galán no llegaría a utilizar alguna de las camas de los pisos que comenta.
En alguna de ellas el sistema era parecido al del cuerpo de guardia en los cuarteles o en los barcos, es decir, cama caliente.
Por la zona de la Carrera de San Jerónimo no era muy raro encontrar pensiones con este sitema tan peculiar de alojamiento.
Ulpiano, para mí es un lujo leer lo que escribes y más si el tema es “Madrid”. Ya dije muchas veces aquí en el Blog que me atrae mucho, y como no voy a poder, por muchas razones, ver todas esas cosas que cuentas me encanta leer estas entradas, que además, escritas con esa manera tuya de relatar que emana placidez, son doblemente agradables.
Cuando estaba trabajando en Agricultura, había muchos ganaderos que iban a realizar trámites y a veces me contaban que habían estado aquellos días en Madrid donde alguno de sus hermanos tenía un restaurante. En cuanto se ponían a contarme algo, intentaba alargar un poco el tiempo dedicado, pues me gustaba mucho lo que me contaban. Lo malo es que allí había mucha gente y no podías perder tiempo.
Dices que tienes la memoria de aquellos tiempos en blanco y negro. Curiosamente yo también la tengo así de las cosas de hace cincuenta o más años.
Bueno, pues anímate y sigue con tus “Pequeños recuerdos”. –Me recuerdan, por la forma de escribir- algunas novelas que leí y que ahora sobre la marcha no sé decir cuales son.
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