viernes, 22 de mayo de 2015
[Sin título]
En
la Semana Santa de 1990 viajé con la familia a Francia invitado por un buen
amigo inglés. Jeffrey Alwood, profesor de sistemas informáticos en una
universidad de Londres.
Jeff
había comprado los restos de lo que había sido una hospedería – refugio –
hospitalillo de peregrinos durante la
Edad media, en una localidad cercana a Angulem en el centro de Francia. Lo
había comprado por una cantidad de dinero insignificante. Al menos así me
pareció a mí entonces. Más cuando en el lote entraba una finquita como de una
hectárea. También es verdad que el edificio necesitaba una reparación muy
costosa para acomodarlo a las necesidades del siglo XX.
Allí
nos acomodamos con un talante de buena voluntad que suplía las carencias del
albergue. Bien es verdad, que convivir con amigos entrañables hace que todo
resulte grato y placentero.
El
hijo varón de Jeff y Jaqueline Gully, tenía entonces veintidós años y estudiaba
en Oxford. Hoy es probablemente el mejor saxofonista de Europa. Era y es
enormemente extrovertido y jovial. Por las noches bajábamos los dos al
semisótano donde había una amplia estancia abovedada y una gran chimenea. En
aquel ambiente medieval, liquidábamos una botella de vino mientras
dilucidábamos si eran mejores sus teorías socialistas o las más liberales, si
tenía razón Keynes o Popper.
Un
día vino a visitarnos Richard Duggan director del Barclays Bank que tenía una
mansión en las cercanías. Jeff, Duggan y yo nos liamos a comentar la “Oración
fúnebre de Pericles”
¡Ahí
es nada, el alarde de cultura!
En
estas estaban las cosas cuando se me cayó una chispa del cigarrillo en el
muslo. Me levanté, al tiempo que lo sacudía y dije “Me cago en la leche”.
Jeff,
que sabía poquísimo español lo entendió. ¡Vaya por Dios! Me dijo en inglés
“What’s wrong with you? Jon said “I shit on milk” (¿Qué te pasa que has dicho
me cago en la leche?).
Duggan
me miró atónito ¿Cómo era posible que una persona educada y culta dijera
semejante guarrada? Quizás hasta pensó que por qué precisamente en la leche y
no en la macedonia de fruta.
Puestos
a decir ordinarieces escatológicas…todo cabe.
Fue
la primera vez en mi vida que me di cuenta de que cuando usas determinado
lenguaje en tu vida cotidiana, en el medio que te es familiar, ocurre que
terminas utilizando expresiones que, fuera de ese ámbito tuyo habitual, suenan
escandalizantes.
Cuando
en un partido televisado que yo presenciaba en un pub de mi calle en Madrid un
árbitro asturiano dijo “Rafa, me cago en mi madre” la sensación que generó, fue
similar a un cañonazo en la ventana. AL pobre hombre se le olvidó que España no
es la Cuenca Minera de Asturias.
Cuando
en la Cuenca son multitud los que llegan a decir “Me cago en tu puta madre” no
se percatan de la inmensa brutalidad de tal expresión. Hasta ese punto ha
llegado la degradación del lenguaje que, en este caso, no es sino una muestra
más de la degradación de una sociedad avejentada, amoral, enferma y envilecida.
El
último año que di clase se había puesto de moda una frase estúpida y
maloliente. Se me ocurrió combatirla. Los alumnos tenían entre diecinueve y
veintitantos años. Los que tenemos cierto instinto para la comunicación sabemos
que, limitarse a verbalizar, no es muy eficaz. Que lo ideal es teatralizar lo
que quieres explicar. Cuando comienzas una explicación de forma llamativamente
extraña ya estás captando la atención del oyente. Como me interesaba que se les
quedara bien grabado en sus mentes lo que yo quería decirles, hice lo siguiente:
fui a la enorme pizarra que había en clase y, con una tiza tracé una raya
vertical que lo dividía en dos espacios. En el primero escribí las siguientes
frases.
1 - Nos puso un
examen…
2 - Lo pasamos…
3 - En ese sitio
se come…
4 - Me echó una
riña…
5 - Nos metimos
en un lío…
Y
al lado escribí 30 o 40 adjetivos, susceptibles de ser empleados para completar
las frases.
Todo
esto en silencio. Me senté y dejé que la intriga se apoderara de los alumnos.
La clase era de inglés comercial y, lógicamente, se preguntarían a qué venía
eso. Me volví a levantar y fui a la pizarra y con el borrador quité todo los
adjetivos que había. Me volví a sentar.
Dije:
Os preguntaréis porqué he borrado todos los adjetivos y os respondo que, para
vosotros todos están de sobra y los habéis sustituido. En ese momento me
levanté, fui a la pizarra y donde estaban los adjetivos escribí “Que te cagas”.
La
reacción fue unánime, que aquello era una trampa, que ellos conocían
sobradamente todos esos adjetivos. Les dejé protestar y me expliqué.
Sí,
los conocéis pero como no los utilizáis terminarán por desaparecer. Palabra que
no se usa, palabra que desaparece. Es una ley inexorable.
¿Alguien
sabe lo que significan redituar, renuente, elucidar, mancar, coadyuvar,
malcarado?
Los
bisnietos de bisnietos hablarán así “Tía tal si going a lanching out” “Nain
tron, ye sui polving cos I sobing que te cagas”.
NOTA
FINAL: La palabra mancar solo se utiliza y además, correctamente en el bable.
Yo la leí en una de las novelas de Miguel Delibes y me enteré que no era solo
una palabra asturiana.
Pepe Morán. Dominico-ex
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
3 comentarios:
Referente a lo que comenta Pepe Morán en este interesante artículo -como todos los suyos-, yo estoy muy de acuerdo y no me extraña nada que el británico se sorprendiera al oír el exabrupto que soltó nuestro exprofesor de Lengua, aunque fuera dicho en un momento incontrolado, de forma involuntaria, debido a la brusca reacción instintiva por la quemadura de la ceniza del cigarro. Hoy día, en ciertos ambientes de juventud, cuando les escucha uno hablar y para mayor asombro, más a las muchachas que a los chicos, da la impresión de que el utilizar toda esta jerga mal sonante y repetitiva es lo “guay” y que representa un signo más de modernidad y de libertad de expresión, pero la verdad es que los florilegios pueden resultar cursis y empalagosos, pero lo soez y lo malsonante chirría en el oído. Cuando te presentan a alguien y nada más que abre la boca, normalmente para hacerse el gracioso o el moderno, ya suelta cualquier latiguillo de estos de mal gusto, es como una carta de presentación para la persona que los dice. En mi caso cuando oigo decir a alguien, sin venir al caso, el “que te cagas”, si es joven no hago mucho caso y me olvido, pero si es persona mayor como yo, para mí ya puede hacer milagros que, en ese mismo momento para mis adentros, ya la he enviado a la papelera de reciclaje, por la pobreza de vocabulario y por dejarse contagiar por esnobismos tontos. Hay excepciones en las que, aunque los comienzos hayan sido malos, una vez tratado el individuo te hace cambiar algo de criterio debido a otras cualidades del gachó. De todos modos, estos casos suelen ser los menos. No hay mejor impresión que la primera. Yo, como la mayoría de los mortales, en determinados momentos también se me escapan exabruptos de los más vulgares y soeces, pero procuro tener buen cuidado de no hacerlo en público porque cuando los escucho por boca de otro me suenan tan mal que siento verdadera vergüenza ajena. Sé que esto que estoy diciendo para una gran mayoría de los jóvenes universitarios de hoy día, si me escucharan les sonaría a monserga de viejo y hasta les produciría hilaridad. Me da igual. Prefiero que me tilden de algo trasnochado que no de ridículo imitador. Todavía no hace ni una semana, estaba yo en una cafetería muy elegante y a mi lado había una mesa con unas jóvenes ya maduras sentadas, tomando unas tortitas que les habían recomendado por la buena fama que lleva el sitio. Nada más que las probaron una de ellas, que según las apariencias era la que había tenido la iniciativa, preguntó muy salerosa: ¿Tías cómo están? La respuesta fue unánime y simultánea: “¡Tía, están que te cagas!”. Yo, por la contestación, deduje que les habrían puesto algo pestilente en malas condiciones y que las estaba produciendo retortijones de barriga; pero no, no, que va, se lo comieron todo.
En relación a la palabra mancar tengo yo una anécdota muy graciosa.
Hace mas o menos 20 años, vino a pasar unos días con nosotros mi sobrina, hija de mi hermano que vivían en Cangas. Nosotros vivíamos en Majadahonda, Madrid.
Durante esa semana que pasó con nosotros, yo le busqué como amiga a la hija de una vecina que era mas o menos de su edad (unos nueve años) con lo cuál se lo pasaban muy bien jugando por la urbanización y bañándose en la piscina. En un momento determinado la amiguita se cayó haciéndose daño y mi sobrina de preguntó: Mancástete? a lo que la otra con cara de asombro preguntó: Que dices?. Que si te mancaste????, le contestó de nuevo. No entiendo lo que quieres decir, le respondió . Entonces mi sobrina, con muy buen criterio, se dio cuenta de que no estaba en Asturias, que estaba en Madrid, con lo cuál le volvió a preguntar: que si te has mancado???. Naturalmente la otra niña siguió sin entender nada, pero a nosotros nos hizo tanta gracia y nos reímos tanto, que es el día de hoy que cuando lo recuerdo, no puedo por menos que sonreír.
Es curioso. También pensaba que el término “mancar” era un localismo asturiano. Sin embargo, en la novela “Las voces del Pamano”, escrita por Jaume Cabré, aparece escrito : “el miedo impidió al niño decir ay, que me mancas”. Me llamó la atención que se utilizara esa palabra en una novela escrita en catalán y traducida al castellano.
Después recordé esta entrada de Morán en la que nos contaba que él había descubierto la aceptación de esta palabra, trascendiendo las fronteras asturianas, por la RAE a través de Delibes.
Claro que fuera de Asturias es una palabra casi en desuso; buena prueba es la anécdota contada por Olga en el comentario anterior.
Publicar un comentario