domingo, 11 de junio de 2017
AQUELLOS VERANOS…DE AYER
Los veranos de nuestra recién estrenada juventud discurrían al compás del fluir del agua en las fuentes. Comenzaban en junio como un
torrente y terminaban, acabado septiembre, cuando solo un lánguido hilo de agua manaba en las fuentes.
Si las notas finales del curso en Corias habían sido benignas, que lo eran, las vacaciones llegaban como un maná y sabían a gloria bendita. No solo por los meses de libertad lejos de
libros y frailes, significaban también subir un peldaño más en la
escalera de la vida. Una escalera que un día, antes o
después, habría que bajar. Pero entonces ese día parecía muy lejano y poco importaba.
La percepción del tiempo
es muy diferente en cada etapa de la vida. En los titubeantes inicios de juventud suena a falso que “veinte años no son nada” de Gardel. Veinte años, para quién comienza a medir su tiempo, es una
eternidad. Quizá
la vida parece larga hasta percibir que el futuro es
el ayer, y solo entonces se es consciente de su inmediatez, de su brevedad.
Aquellos años, a
caballo de los cincuenta y sesenta del pasado siglo, eran años de gritos, risas y silencios. Silencios de nuestros mayores y
gritos alborozados de quienes éramos adolescentes o niños. Nuestros gritos y
risas nacían del goce de abrir las puertas a la vida, y reflejaban el
desconocimiento de realidades ocultas o tal vez solo parcialmente desveladas.
El silencio de nuestros mayores tenía su origen en acontecimientos pasados, aún recientes para ellos, que les habían mostrado la cara más terrible
de la realidad humana.
Aquella era una época con
demasiados ausentes. Apenas
dos décadas habían transcurrido desde la dramática
contienda que había dejado muchos, demasiados, muertos por los valles y las sierras
de Cangas. Unos yacían bajo lápidas que les rendían honores de “Caídos por Dios y por España”; otros bajo
la tierra anónima de tapias, trincheras y cunetas. Víctimas todos
de una Cruzada sangrienta perpetrada contra el sistema de gobierno que la mayoría del pueblo español, democráticamente,
había elegido. Víctimas todavía recordadas
y lloradas, pública o secretamente.
Eran años oscuros
en los que la miseria y el hambre asolaban muchos hogares del concejo de Cangas
y de toda España. Una época en la que, a pesar de ser común el saludo “vaya usted con Dios”, Dios parecía ir con muy pocos.
Pero nada de esto, inmersos en la
inconsciencia y alienados por la “Formación del Espíritu Nacional”, disminuía las
expectativas creadas por alcanzar, al fin, las ansiadas vacaciones veraniegas.
Las vacaciones de verano llegaban, y con
ellas las fiestas y los baños en el río. La
primera romería que se celebraba en los alrededores de Cangas era la de San
Antonio del Pando, en la pequeña ermita que se asienta sobre la grupa de
la montaña que tiene por cola las casas del Cascarín y traza el parteaguas entre el Luiña y el
Narcea. Para entonces las praderas ya
comenzaban a cambiar el color de su
vestido sustituyendo el verde de primavera por el dorado de verano. La
fiesta de S. Antonio del Pando olía a rosquillas, avellanas tostadas y
hierba recién cortada.
Los baños en el río ocupaban las horas quietas que sucedían al mediodía. Los mayores, después de realizar duras tareas en el campo
desde antes de amanecer, dormían la siesta y un silencio espeso se apoderaba
del pueblo, hasta los pájaros callaban. Solo algún animal, molesto con las moscas, hacía sonar su
esquila como una campanilla oficiando misa.
Mientras la cálida brisa
de verano susurraba entre las hojas de
los castaños y las estremecía una bulliciosa algarabía se elevaba desde el cauce del río. Los
juegos y sobre todo las zambullidas en el agua
helada que bajaba desde los últimos neveros del Cueto de Arbas y Chao
de los Bueyes arrancaban alaridos más que gritos.
Las truchas sesteaban a contracorriente en
su acuática morada hasta huir sobresaltadas por los primeros
intrusos. Abundaban entonces en el Luiña. A veces alguna remolona se quedaba en la zona más profunda y oscura del pozo para, juguetona y valiente, hacer
cosquillas en el pie de un bañista que solía salir
despavorido del agua creyendo haber encontrado la siempre temida culebra.
Las ropas de baño, igual que
el resto de vestuario, eran precarias en aquellos tiempos. Quienes disponían de él usaban bañador, (tal vez entonces ya se llamaban meyba por la marca
comercial que los fabricaba), para otros el calzoncillo era su traje de baño. Y no
pocas veces, si no había público
femenino, se vestía el traje conocido vulgarmente como “pelota
picada”. Entonces, como cualquiera puede suponer, el jolgorio se
originaba por los devastadores efectos provocados por el agua fría en la parte del cuerpo que aquí quizá no convenga nombrar.
Mozas y muchachas, un poco alejadas, lavaban
ropa en el río y la tendían al sol sobre el verde del prado,
eficaz forma de quitar las manchas según decían. Con miradas furtivas y disimulando seguían nuestras evoluciones en el agua.
En
cuestión de vestuario ellas estaban más o menos
igual que nosotros. No era ningún secreto que no pocas mujeres de los pueblos, jóvenes y menos
jóvenes, utilizaban ropa interior, la llamada lencería, solo los días de fiesta, ir a la villa o acudir a
misa los domingos.
Nuestra indocumentada juventud solía confundir frivolidad con necesidad, pero ellas, junto a otras
muchas mujeres, nos enseñarían tiempo
después que la dignidad de la mujer no depende, y nada tiene que ver, con vestir lujosa
ropa interior de La Perla o no llevar nada debajo.
Comprar ropa resultaba caro cuando se disponía de tan exiguos ingresos. Quedaba lejos la sociedad de consumo
actual, la moda de usar y tirar, que por módicos
precios permite vestir de forma aparente, al tiempo de proporcionar fabulosas
fortunas a los dueños de Zara, H&M, Primark y demás
supermercados del vestir. Cómo se obtienen esas
fortunas sería tema de diferente relato.
Cuando ellas se aventuraban a dar un baño nos obligaban a salir del pozo. El posible contacto físico en el agua, tan
escasos de ropa, se tenía por peligroso y era prohibitivo. Las
que disponían de traje de baño lo traían puesto de
casa. Otras carecían de él y al no llevar ropa interior entraban en el agua cubiertas solo
por unas enaguas. Podía entonces acontecer algo mágico para nuestras indiscretas y ávidas
miradas. Alguna chavala, al penetrar en
el río entretenida con una amiga, no prestaba atención a los vuelos de su enagua y
ésta, como una mariposa traviesa, cobraba vida propia y flotaba
alrededor de su cintura desvelando bajo el espejo del agua cierta turbadora
sombra en la zona más secreta del cuerpo. Solo era cuestión de segundos,
los imprescindibles para que la azorada muchacha lograra hundir con premura las
faldas y cubrirse con ellas. Suficiente para que entre los fisgones, arriesgándose a
recibir una pedrada de las enfurecidas bañistas, se
levantara un clamor de risas, codazos y hasta el agudo silbido del más osado.
Situación similar se
daba cuando aquellas xanas del Luiña salían del agua
y apresuradas despegaban las ropas que adheridas a la piel realzaban y marcaban
indiscretamente las formas de su cuerpo. El jolgorio y algún comentario lascivo se repetía entre los
mirones y mientras algunas más vergonzosas buscaban refugio entre las
demás, otras, decididas y desafiantes, brazos en jarras gritaban: ¡De qué
os reís, babayos! Eso o algo así.
En ocasiones aquel aire cargado de
electricidad propiciaba que saltara la chispa. Cogidos de los pelos uno y otra
se enzarzaban en aguerrida pelea que solía terminar
en el agua donde sus cuerpos se atraían y rechazaban con igual intensidad.
Para los regocijados espectadores resultaba difícil discernir a veces cuánto de
aquello era producto del odio o de secreta pasión. Era difícil saber si aquellos cuerpos que se entrelazaban y retorcían, avivaban o apagaban rescoldos de una llama encendida tiempo
atrás, impúberes y desnudos, entre la hierba de un pajar. Quizá aún desconocíamos la permeabilidad de la frontera
entre el odio y el amor.
Al final solo eran escaramuzas, más o menos inocentes, libradas entre una sensualidad emergente y
las férreas costuras morales que la encorsetaban.
Estas incursiones por el río
finalizaban cuando los mayores, concluidas sus siestas y tal vez otras
placenteras ocupaciones, hacían apremiantes llamadas, incluso con
estridente silbato, para que regresáramos a los poco gratos trabajos que teníamos encomendados.
Luego quedaba la noche con la reunión de mozos y mozas en el llamado Paredón. Allí, bajo la única farola pública del
pueblo, durante las noches de verano se celebraba una especie de filandón mientras los murciélagos cenaban la nube de mosquitos
servida por la mortecina luz. Aquellas reuniones o filandones tenían algo de misterio para quienes aún no éramos considerados suficientemente mayores. Cuando intentábamos participar siempre había alguien
que con cajas destempladas nos mandaba para casa. Pero esas noches tal vez sea
otra historia que ahora no tiene cabida
aquí.
Algunos días no se podía disfrutar de las gozosas incursiones acuáticas. Con cierta frecuencia, desde Leitariegos o los altos de
Santa Ana, se abatían sobre Limes tremendas tormentas acompañadas de lluvias y aire frío. Entonces,
durante las horas de la siesta, vagábamos por el pueblo como pollos mojados,
o nos refugiábamos en un pajar husmeando algún
entretenido quehacer.
Aunque no siempre era el mal tiempo el que
nos impedía disfrutar del río. A veces los dueños de las minas mandaban desembalsar los lavaderos y el río se convertía durante dos o tres días en negro crespón de luto. Desde la orilla, melancólicos, veíamos discurrir el agua anegada de polvo
de carbón. Las truchas salían a la superficie boqueando
desesperadas, con las agallas cegadas por el mortal carbón, para después mostrarnos sus inmóviles vientres de lunares multicolores hasta que la corriente las
arrinconaba en un remanso o las arrastraba río abajo.
Atentados contra la naturaleza, contra la
fuente de vida que es el río, perpetrados con impunidad y ante
nuestra impotente y resignada indignación.
Así, entre
luminosos días divertidos y alguno desafortunado y oscuro, comenzábamos las vacaciones como si nunca fueran a terminar. El tiempo de
las castañas que marcaría el regreso a Corias quedaba lejano, y
en eso mejor era no pensar.
ulpiano rodríguez calvo
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4 comentarios:
Leyendo este detallado y evocador relato de Ulpiano, referente a los alegres veranos de nuestra juventud, allá por los años sesenta-setenta, y concretamente cuando relata aquellos baños en el río, medio robados, junto a las chavalas, me vino a la memoria el famoso pozo de Llano y su arenal, formado en un meandro del río Narcea, que en los años sesenta y setenta, durante los meses de julio y agosto, tenía tanto éxito y ambiente de ligoteo para la juventud canguesa como San Lorenzo para los gijoneses. Recuerdo que las tardes de los domingos de canícula, gran parte de la juventud de la Villa, bien en moto, en bici y muchos a pie, se desplazaban a Llano para darse un baño y luego tomar unas sidras en Casa Lola, a poder ser acompañados de algunas rapazas. Aquello era el no va más para muchos de nosotros. Lo malo para los de la zona de Rengos era que nos quedaba un poco distante el lugar de recreo pues, nos separaban 15 km, que era distancia larguísima para nosotros en aquellos tiempos ya que , no disponíamos, ni de moto ni de bici y para ir a pie era mucho trecho. Si acaso, alguna vez que caía por el pueblo algún afortunado con coche, que se apiadaba de nosotros y se ofrecía voluntariamente a bajarnos y después retornarnos a casa, con el fin de que intentáramos “mercar “ algo en Llano. Si la cosa no se había dado muy bien, qué le íbamos a hacer, para otro día sería; al menos volvíamos para casa contentos y remojados, por fuera y por dentro , y con la satisfacción de haber participado en algo que para los del alto Narcea era casi prohibitivo, debido a la distancia y falta de medios.
El relato de Ulpiano, magistralmente escrito en prosa poética, y la foto del pozo de Llano, con la que tan certeramente lo ilustra el Prior, me han despertado recuerdos de aquellos veranos de finales de los 50 y principios de los 60.
Estuve en el pozo de Llano un par de veces, quizá tres, con mis primas “Las Astorganas”. Eran mayores que yo, chicas de La Villa, y me asombró su desenvoltura, su “mundología”, en el trato con sus amigos. Poco tenía que ver el pozo de Llano con el de Limés y nada con el “mío”, en Ventanueva. Tampoco fui muchas veces a bañarme en éste porque, a las 5 de la tarde, los mineros comenzaban a regresar en oleadas y en la tienda de mis padres todas las manos eran pocas. Sin embargo recuerdo que, algún domingo, día de descanso en las minas, cuando el calor apretaba, la chiquillería del pueblo se reunía delante de casa como de costumbre, en el cruce de carreteras, y era tal el griterío que mi padre y D. Ramón Crespo, el médico, me pidieron en alguna ocasión que llevara aquel enjambre a bañarse al río. Íbamos cerca, a un pozo frente a la fuente de Las Mulatinas, en la carretera de Moal. Otro, llamado Larca, aguas arriba, era más profundo y peligroso, reservado a chavales algo mayores, mi hermano entre ellos, que se tiraban de cabeza desde las ramas de los árboles que le daban sombra.
La tribu a mi cuidado era numerosa: los del Médico, 6 nada menos; los 4 de Casa Regina, los de Casa Pedro, los de Casa Ramín, los del Castro, los de Lucía… Eran otros tiempos y a nadie se le ocurría pensar en mi dudosa solvencia para responder de aquel ejercito infantil, ni recuerdo que nunca ocurriera más incidente que la perdida de las gafas de Tomás, el pequeño del médico. Fueron inútiles las zambullidas y buceos de todos los demás, hasta que la falta de luz nos obligó a volver a casa. Las gafas no aparecieron.
No hace mucho tiempo oí hablar a unos mozalbetes en La Venta del pozo de Las Gafas y les pregunté a qué se debía tan curioso nombre. Me respondieron que no lo sabían, que “siempre se había llamado así”. Y entonces me pareció que Ventanueva era como Macondo y mi tribu infantil y yo la familia Buendía, que dejó memoria de sus “hazañas” en un pozo del río, pero a quien ya nadie recuerda.
¡Qué bien describe Ulpiano aquellos años! Cualquier cosa que escribe con esa apacibilidad, añadida a los recuerdos selectivos -para bien- que tenemos, nos hace disfrutar mucho.
A Ulpiano como a mí, nos tocaba el río Luiña que era el que pasaba por delante de nuestras casas, y según decían, el agua era más fría que la del Narcea. De todas maneras cuando se es niño o joven no es impedimento que el agua esté fría. Eso sí, en Cangas tanto los que nos bañábamos en el Luiña o el Narcea, teníamos que esperar a que pasara el 16 de julio, día del Carmen, para que la Virgen pasara por el puente y bendijera las aguas. En eso en los pueblos nos llevaban mucha ventaja.
Yo era niña entonces, y bajábamos a bañarnos cuando nuestras madres, bajaban a lavar al río y así aprovechaban para cuidarnos. Lo que sí hacían era coordinar un poco la situación para bajar varias juntas y a horas que fueran apropiadas para bañarnos. Los niños de Cangas, prácticamente todos, sabíamos nadar y eso que los cursillos no existían.
Yo nunca me fui a bañar a Llano, y eso que era la zona de baños por excelencia, tanto el Pozo con que nos ilustra Galán la entrada, como la llamada “Playa de la Moda” que estaba muy cerca.
En cuanto a las tormentas de las que también habla, a mí no me gustaban nada, me daban miedo y me metía en el rincón más oculto de casa. Mi madre nos cogía a los tres hijos y nos metíamos en una habitación los cuatro, con la luz apagada, a esperar que pasara. Mientras tanto mi padre que estaba en el taller se acercaba cada poco a decirnos que no pasaba nada. En otras casas todavía lo ponían más trágico y encendían una vela y se ponían a rezar a Santa Bárbara.
Excelentes recuerdos que nos relata Ulpiano de aquellos ya lejanos tiempos en que se terminaban las clases en Corias y comenzaba, si las notas eras buenas, el largo verano que se terminaba antes de que uno se diera cuenta.
En mi caso los baños fluviales, aunque en alguna ocasión subíamos a Llano, eran en el Pozo el Corral donde disponíamos de diferentes lugares para el zambullido, siempre condicionado a habilidad natatoria de cada uno. Así teníamos La Bola, la Regañada, la Pilastra y para los más valientes el Puente. Dado que nuestra familia procedía de la zona central de Asturias siempre había un hueco para aprovechando la visita a la familia en San Martín de Rey Aurelio o en Siero acudir a la playa de San Lorenzo en Gijón para ligar bronce marino.
Para los que vivíamos en la Villa las atracciones festivas eran mas accesibles ya que en el caso del Carmen el regreso a casa era cómodo, nada comparable con el que debían efectuar por ejemplo Ulpiano o Benjamín. Claro que con aquellos años nada se nos ponía por delante y si había que recorrer 10 o 15 Kilómetros andando se armaba uno de paciencia y ¡palante!
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