martes, 13 de agosto de 2013
La Rifa
Aquel
invierno del 66 cambió mi pacífica vida de alférez en una guerra de guerrillas.
Resulta,
que próxima la Navidad, había un ritual muy conocido. La rifa de una cesta de
Navidad. Dicho así no preanuncia nada trágico. El problema radicaba en qué el
encargado de organizar tal rifa era un comandante que seguramente era su único
quehacer anual. Era un tipo ya mayor, grueso y al final de su vida militar.
Pertenecía a una hornada residual de alférez de complemento que ascendía cada
10 años y no podían pasar de comandante.
El
buen hombre se lo tomaba tan en serio que dos meses antes de la rifa, le veías
por todos los rincones ofreciendo papeletas. Aquello era una autentica
pesadilla. Mañana, tarde, noche, una semana, otra, te abordaba en cualquier rincón
y ya no recordaba que le habías comprado una rifa los días precedentes. Era
pertinaz acorralador, como esos negritos que andan por ahí vendiendo relojes.
Si comprándole una papeleta te creías libre de él, te equivocabas, igual que con un
manotazo espantas a una mosca y el asqueroso insecto volvía sin piedad a tu
calva. Había gente que dejaba de ir al bar por miedo a la papeleta. Hubo un
teniente jovencito que cayó en depresión a tratar. El pobre miraba debajo de la
cama al acostarse convencido de que allí encontraría, agazapado, al obstinado
comandante. El único que se le resistía era yo. Lo tomó a pecho y me perseguía
hasta en plena misa. Siempre con el obsesivo argumento de que yo era un tacaño.
Yo me defendía con dos argumentos contundentes: ¿Para que quería yo una cesta a
mil kilómetros de mi familia? Y que yo era un gafe en positivo y no había rifa
que se me resistiera.
Era
impermeable a toda razón, él entraba, salía, subía, bajaba, iba, venía talón en
mano. Como un siniestro murciélago estaba en todos los sitios.
Yo
esperé hasta el día anterior. Le vi tan desquiciado que le pedí una papeleta. “El
turrones” (así le llamaban) quedó feliz. Por fin, en el minuto 89 de nuestro
personal combate, conseguí meterle un gol por la escuadra.
A
las 24 horas de mi rendición, estaba yo leyendo un libro en mi habitación
cuando toc, toc… llaman a la puerta
“Adelante”, dije. Se abrió la puerta y allí estaba plantado El Turrones cruzado
de brazos con un aspecto trágico. Un minuto de silencio. Yo de pie saludando.
Al fin reventó “Baje al bar de oficiales, le ha tocado la cesta”.
Bajé,
allí estaban todos esperando la escena. Saludé reglamentariamente. Sin perder
la compostura ordené a un camarero: “Coja usted de allí una botella de Fino La
Ina para invitar a estos señores y luego vuelva con un compañero para llevar
todo lo demás a mi habitación”.
Hubo
protestas variadas. Que ¿Qué iba a hacer yo con aquella monstruosidad de cesta?
¿Qué cómo era tan egoísta y no lo repartía…? Que no tenía hijos…que no había derecho…
No
me dejé impresionar por tanta queja y me fui tras los soldados.
La
solución la tenía pared con pared con el cuartel. Allí estaba la parroquia a
cuyo cargo pertenecía el barrio más pobre de Cádiz.
Me
fui a ver al cura, a quién expuse mi problema. Yo buscaba la manera de que la
maldita cesta arreglara a alguna familia del barrio. Por mi parte ponía como
condición dar con una familia con muchos niños y sumamente necesitados. De eso
había un montón. Le invité a ver la dichosa y cuartelera cesta. Quedó impresionado.
Aquello era casi un supermercado. Los dos coincidimos en que sería
imprescindible canjear esa enorme cantidad de licores por algo más nutritivo.
Pregunté al Turrones donde lo había adquirido e incluso me dio el ticket de
total. Me presenté en el súper y les expuse mi pretensión, que me dieran todo
el valor en otras cosas, eliminamos las 18 botellas de whisky, ginebra, vino
etc. en su lugar cargamos con arroz,
galletas, huevos, leche, etc. Sólo dejamos el turrón y polvorones para los
niños. Vestido de militar me presenté en el domicilio elegido por el cura.
Aquello era una cuadra. Faltaban cristales en alguna ventana, todo estaba roto,
desquiciado. Horrible vivir así en España en pleno siglo XX. La madre yacía en
la cama al padecer no se qué afección cardiaca. Estaba hinchada del lado
izquierdo de una manera llamativa. Los niños eran cinco, desde un bebé de tres
años, hasta una chavalilla de catorce. Los había rubios, morenos, una pelirroja
de diez años. Aquello estaba claro, pero ese no era mi problema. Yo solo
pretendía deshacerme de la “jodida” cesta y de paso alegrar la Navidad a unos
pobres. Una vez preparado todo el material, kilos y kilos de todo. Lo cargamos
en un vehículo militar y allá nos fuimos tres soldados y yo.
Primero
hubo que sacar unos 1800 kilos de basura para poder meter lo que traíamos. La
mujer, gorda, hinchada y fofa, no cesaba de dar las gracias a gritos. A todo
esto había más espectadores que si hubiese venido Lola Flores. Colocada la
última caja de ColaCao nos fuimos recogiendo de allí, se acababa el cuento. Yo
ingenuo y sentimental pensé que aquella tropa no había tenido Reyes en su vida.
Así que decidí comprarles los regalos de esa noche. Entre la hermana mayor y yo
confeccionamos una lista: uno de tres años quería un “pamión gande”, otra, más
chocolate. La mayor de unos 153 cm y 24 kilos de peso, se descolgó con que ella
quería unos zapatos de tacón “mu alto”. Fui con ella a la próxima calle
comercial y le expresé el tema al dependiente. Yo iba de paisano no fuera que…
El pobre dependiente logró encontrar unos zapatos. Ya calzada, teníamos que sostenerla pues se
nos iba al suelo. La mandé esperarme afuera y le expliqué al dependiente el
origen de la extravagancia. Y ¿Qué le vamos a hacer…? Dijo el hombre. De
regreso a su chamizo, tuve que agarrarla varias veces para que no perdiera la
verticalidad y se estampara contra el suelo.
Pero,
al fin me veía libre de aquel lío. O eso creía yo. Porque a los pocos días se
me presentó una adolescente a reclamarme 50 pesetas era rubia y pecosa, de unos
diez años, de origen claramente noruego, que se había apuntado a una excursión
alegando que yo corría con los gastos.
Así
se desencadenó mi tragedia. Cada día era requerido por el cuerpo de Guardia.
Que tenía visita, cuatro o nueve, todos comenzaban con la misma requisitoria: “Pater,
que hemos oío que usté ayuda a tor mundo” Al final el Teniente Coronel Moreno
Truhán asturiano de Gijón, amigo mío me consiguió una habitación en el hospital
militar.
Esta
fue la solución más acertada. Había un capitán que pretendía poner dos carros
blindados a la puerta, una brigada era partidaria de sembrar todo el perímetro
del cuartel de minas. Se rechazó por ser demasiado bestia.
Pasó
la mili y yo me fui a Londres. Allí, como son todos sosos no rifan con cintas
de colores.
Hay
científicos que afirman que existe una predisposición genética a ciertos
vicios. Yo conocí a un dominico irlandés que fue declarado alcohólico al mes y
medio de haber bebido su primer whisky.
Digo
esto porque estos años pasados en Pola, por tres veces me volvieron los
síntomas de la enfermedad. Dos años seguidos en el campo del Lenense donde era
presidente, único directivo, entrenador y jugador, Tomi, en cuenta de nuestra
amistad, los dos años rifaban cestas de Navidad y me tocó la cesta los dos años.
Lógicamente en plan solidario, lo dejé para el año siguiente. Más recientemente
fui con mi querido amigo y ex alumno Moisés a la final de un importante torneo
provincial de bolos. Había cestas y rifas. Nosotros cogimos papelitos con
números. Yo como buen drogata de las rifas no pude contenerme y compré una
rifa. Nos fuimos a casa con la cesta. Por no ir directamente al psiquiatra
hablé primero con mi ex alumno Eugenio Avanzas, que le quitó importancia
alegando que él había tenido un paciente, ya difunto con los mismos síntomas y
que murió al fin harto de turrón, pero pobre. Ya decía yo que era raro que
aquel magnetismo sobre las cestas fallaba con la lotería, ciegos, primitiva,
etc
Son
caprichos de la vida ¿No llegó a presidente del gobierno un ágrafo, iletrado y
de cabeza vacía? Son rachas…
Pepe Morán Fernández. Dominico-ex.
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8 comentarios:
En la foto que ilustra esta entrada se puede ver dentro del grupo de aspirantes a oficial de complemento de 2º curso, que están subidos en el tanque en el campamento militar de IPS de Monte la Reina, Zamora, al “Prior”. A ver quién lo descubre.
Después de leer la entrada de Morán, diré que nosotros tuvimos una historia parecida a la que nos cuenta Pepe, pero en mi caso, sin mediar para nada la suerte o la fortuna así de forma machacona una y otra vez como le pasa a Morán.
En los años de grandeza de nuestro país, décadas del setenta-noventa, todos los años por la Navidad la empresa nos regalaba una hermosa y nutrida cesta de Navidad, atiborrada de licores, turrones, vinos y dulces variados. En nuestro caso, al ser la familia muy pequeña, todos los años nos sobraba más de la mitad de todas aquellas cosas que allí había. Tal que, algunos años llegaba San Juan y casi hasta el Carmen, y aún andaban rodando por los cajones de la mesa de la cocina los polvorones, las figuritas de mazapán, o por los armarios el Baileys de marras o los licores de melocotón o bellota.
Muchos de estos productos que no se consumían de forma habitual, pasadas esas fechas navideñas, terminaban siendo más un estorbo que un beneficio. Así al aproximarse la Navidad siguiente decidimos dar todo lo que nosotros no consumíamos y nos acordamos de una familia gitana que vivía temporalmente en un carromato y que solía pasarse largas temporadas en invierno en unos solares no muy lejanos a nuestro barrio. Llegado el momento de recibir la cesta, hicimos la separación de los productos y una vez segregado todo lo que nosotros no gastábamos le añadimos productos más consumibles y necesarios de consumo diario, sobre todo habiendo niños, y una mañana de diciembre con una helada tremenda nos fuimos con la caja rebosante hacia el carromato. Nada más que llamamos desde el exterior, la mama gitana que era el único miembro de la familia que estaba levantado, se asomó y nos hizo subir al carromato y nada más que pasamos dentro, hacía allí un calor que daba gusto estar. El calor provenía de un bidón grande que estaba prendido, lleno de leña y carbón a modo de estufa o “chambombo”. El zángano del gitano padre al intuir que los visitantes venían con algo bueno hizo intención de incorporarse del camastro y nos invitó a tomar algo. Nosotros dijimos que no teníamos tiempo y que solamente pretendíamos dejarles un pequeño regalo de Navidad. La gitana se puso tan contenta que los churumbeles salieron todos escopetados de los cubiles y al momento ya estaban abiertos todos los turrones y chucherías y aquellas criaturas tenían una cara de felicidad que daba gloria verles. Animados por la hospitalidad de aquella pobre gente y por el calor que desprendía el “chambombo” nos acomodamos allí como pudimos y tomamos un exquisito café negro, como lo denominó la gitana, que nos supo a ambrosía, mejor que si lo hubiéramos tomado en el salón de los pasos perdidos del Hostal de San Marcos. Lo curioso fue que al descender del carromato nos encontramos con un vecino el cual no daba crédito al ver que salíamos de aquel cuchitril y sobre todo, porque estábamos siendo despedidos con agradecimientos y honores desmedidos por parte de aquellos calés. Al cabo de unos días volví yo a ver al gitano y me reiteró de nuevo las gracias y entonces yo aproveché par preguntarle si le había gustado el Brandy de Carlos I que iba en la cesta y todo serio y circunspecto me contestó: ¡Ayyyy, chacho, eso lo guardamos y solamente tomamos un buchito cuando nos duelen las mueeeeelas! Seguro que ya no le quedaba ni gota, pero las formas hay que guardarlas. No solo hay que ser correcto en la vida, también hay que parecerlo. Eso está muy bien.
Nosotros viendo el éxito obtenido aquel año con la donación de la dichosa cesta, dijimos: El próximo año según nos regalen se la traemos directamente a esta gente que a nosotros no hace más que subirnos el colesterol y a esta pobre gente, aparte de hacerles un gran avío, también les alegra un poco la vida. Lo peor fue que al año siguiente ya no pudo ser porque estos señores, como tienen el azogue metido en el cuerpo, llegado el mes de diciembre ya se habían mudado de lugar.
Facil adivinar Benjamin, eres el único que está sin gorra.
Muy bien Marta. Buena observadora. En aquellos tiempos el tocado militar era de riguroso cumplimiento en todo momento,aún estando de descanso, pero yo aprovechando las instrucciones del fotógrafo, las interpreté a mi aire y me quité la gorra.
A mí me pasa algo parecido a lo de las cestas de Navidad, pero en mi caso son objetos de cristal (Juegos de vasos o copas con su licorera, jarra, cubitera…) Tanto es así, que si por casualidad me veo comprometida a comprar una rifa, o me le entregan a cambio de alguna compra, y es algo de eso, a continuación la tiro. Es lo único que me toca. Una vez recibimos una carta del Banco diciendo que teníamos un obsequio en la Oficina y era un juego de vasos de whisky con su cubitera, otra vez compré una rifa de media cristalería, por compromiso, a unos chavales conocidos y me tocó también. Y ya por último al comprar algo el supermercado me dieron un número para unos vasos y una jarra, y a los pocos días voy y encuentro que tocó el número que yo tenía. No dije nada, porque no me apetecía cargar con ellos que además no me gustaban. Lo peor de todo es que no me toca más que eso, como dice Morán con la lotería y otras cosas valiosas, falla el magnetismo.
Benjamín, no me había fijado en la foto, porque creí que era una captada de Internet, pero al decir que estabas tú la agrandé y nada más mirarla “descubrí” rápidamente al Prior. Me recuerda la foto “del novicio”, así que aunque intentes camuflarte, lo tienes difícil. Por otra parte, vuelvo a repetir que tienes muchísimas fotografías.
En cuanto a los receptores de tu cesta de Navidad, que dejaban el Brandy para cuando les dolían las muelas, puede ser cierto… aunque difícil en ese caso. Recuerdo que hace dos semanas, más o menos, coincidí esperando en la consulta del dentista con José Manuel Cuervo, y hablando de lo mal que se pasaba cuando éramos niños-jóvenes, que no había los remedios de ahora, si te dolía alguna pieza dental, recordábamos el “remedio” del orujo, aguardiente o similar, -dejarlo un rato sobre la zona y te calmaba un poco el dolor, o más bien te resquemaba todo alrededor y percibías menos el dolor-.
Puse el comentario y no había visto el de Marta y la contestación del Prior. Tengo que decir que no me había dado cuenta del detalle de tener la cabeza descubierta y los demás no. Para esas cosas soy un poco despistada. Me saltan las alarmas rápido cuando veo algo que es o está distinto, pero me cuesta encontrar el por qué.
A propósito de “ Las rifas” de Morán, también tengo alguna anécdota que me persigue durante 50 años.
A principios de los 60 del pasado siglo, conocí a algunos miembros de una familia de etnia gitana, ubicada en Cangas, digo algunos porque la prole era larga .Mi difunto padre, sin tener amistad ( cosa harto difícil en aquellos tiempos entre los civiles y gitanos), se llevaba muy bien con el jefe del clan de los “ Jozelillos”.
A finales de los setenta , parte del clan se asentó en Villapedre (Navia), en la margen derecha de la N-634, sentido A Coruña, en el cruce de la carretera que va a Anleo. No me explico como se enteraron que estaba en Luarca. El resultado es, cada vez que pasábamos delante del “ campamento”, los “churumbeles” se acercaban a la carretera, para ver si el motorista de turno era el que suscribe. No me quedó más remedio que parar y hacer honores a su hospitalidad. Su vivienda eran carros entoldados a su lado paciendo varios caballos. Charlamos de los recuerdos pasados juntos, me invitaron merendar : sacaron un jamón y vino de de Cangas, que decliné amablemente por estar de patrulla.
Todo transcurría perfectamente, hasta que un día se presenta en mi casa asustado, le invité a entrar y me contó lo sucedido: había dado muerte a dos personas. Sin entrar en detalles le dije que estaría buscado por la otra familia y la Guardia Civil, por lo tanto se iba a entregar a los Agentes de la Autoridad. El día del juicio tendría una atenuante.
La familia por encanto desapareció de Villapedre . Me imagino que con la “ Ley Gitana” sufriría el destierro de Asturias.
A principios de los noventa, me vuelven a localizar en A Coruña. Vivían unos en Carballo, otros en A Coruña en el poblado desaparecido de “Peña Moa”. Concretamente “ Pacho”, con el que más intimé, llegaba a la Comandancia a tomar café conmigo. Seguridad por el teléfono interno me comunicaba que había una persona que deseaba verme, salía a buscarlo a la entrada y tomábamos un café dentro del recinto policial. El personal debido a su “ tez aceitunada”, no dejaba de mirarnos. Él con su porte elegante, vestido completamente de negro, bastón y sombrero, era como un actor de Hollywood.
Un día me llamó por teléfono , quería verme era urgente. Quedamos en vernos el día 24 de diciembre de 2008 e Padrón, donde vivía. El motivo estaba viudo y se había casado con una “paya”, por lo que tuvo que largarse de A Coruña, y no tenía dinero, me pedía ayuda económica. Me tocó la fibra sensible de la Navidad, tomamos café y le dije que esperase. Me acerque a un cajero en dicha localidad y le entregué 150 Euros que me pedía, sabiendo que no me los iba a devolver, pese a las promesas que me hizo.
Hablando con mi hermana Trini , creo que anda por Tineo, me imagino que como todo en la vida el destierro halla prescrito.
Le deseo lo mejor en su nueva vida, si coincido con él en Tineo tomaremos unos cafelitos juntos, recordando viejos tiempos.
Carlos, me ha gustado mucho tu comentario referente a la buena sintonía que has mantenido con los “Jozelillos”. Me imagino la escena tomando café dentro del recinto policial, tú vestido de uniforme y el caló trajeado a la usanza gitana con sombrero y la gayata en la mano, sería digna de ver; de película de Berlanga. Tus superiores y compañeros seguro que pensarían: Vaya amistades que nos trae por aquí el agente Carlos. Como detalle parecido de las relaciones entre payos y gitanos, yo también tengo una pequeña reseña que es la siguiente. Como todos los de la zona sabemos, esta familia gitana, Los Joselillos, normalmente solían estar acampados bajo los galpones aquellos de La Vega, donde se hacía el antiguo mercado de ganado, y a cada poco se desplazaban, parte o toda la familia a los pueblos del concejo para pedir. En Vega de Rengos, cada vez que andaban por allí, solían pernoctar unos días debajo del hórreo de la Casa del Furniecho, donde nació mi madre y la abuela de la casa se compadecía de las criaturas que había pequeñas y les daba todos los días bastante leche recién ordeñada de las vacas de casa, por lo que la gitana vieja que era la jefa de la tribu, estaba muy agradecida a mi abuela por la hospitalidad y trato en general. Yo, aunque vivíamos en Posada, andaba por allí a menudo con mis primas y los “Jozelillos“ me conocían todos perfectamente, y además sabían que era nieto de la casa. Cuando fui para Corias, un domingo por la tarde a principios de curso, estaba de paseo por Cangas junto a otros compañeros y a la altura del Bar La Mina, nos cruzamos con uno de aquellos calés jóvenes que iban por Vega. Nada más verme me reconoció y muy amablemente se acercó a nosotros y me preguntó que, qué hacía yo por allí, y le dije que andaba de paseo junto a los compañeros, porque estaba interno en el convento de Corias. En ese momento me preguntó que cuándo iba a ir a casa y le dije que hasta las vacaciones de Navidad, nada. Entonces el calé con aires de solvencia, protección y paternalismo me dijo: chaval, (él era de edad parecida a la mía) tú cualquier cosa que necesites, dinero, ropa o lo que sea, ya sabes donde estoy, no tienes más que pasarte por La Vega. A mí me hizo mucha gracia aquello ya que en realidad el pobre hombre andaba canino del todo. Seguro que no llevaba encima ni un céntimo de peseta; ni para mandar a un ciego tocar. Pero en aquel momento quedó como un señor ante mí y mis compañeros. Llegadas las vacaciones se lo conté a mi madre estando en casa y ella a pesar de darle la risa, se sintió agradecida por el ofrecimiento “virtual” que me había hecho el caló y me dijo: “mira, bastante hacía el pobre hombre; eso le tienes que agradecer, que mucha otra gente en su lugar, no hubiera hecho lo mismo”.
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