domingo, 15 de diciembre de 2013
Un año en la cueva de Alí Babá
No tengo remedio, vaya
donde vaya, y vaya al sitio que ya he andado, me persiguen como una sombra los
problemas. El primer problema es el de las rifas. Desde una lejana juventud, no
hay rifa en la que participe que no gane, las gano todas. Con deciros que ya
van seis cestas de navidad, embutidos varios, y hasta algún viaje en febrero…a
Benidorm. Así que ya compro papeletas de rifa donde veo un talonario. Lo hago
ya como un vicio, compulsivamente. No puedo evitarlo.
Sin embargo compro el
cupón de la ONCE, o juego la primitiva y no me toca ni el reintegro. Todo ello
es un fenómeno sin posible explicación, lo consulté con un amigo, muy dado a
eso del análisis psicológico y no encuentro explicación.
El otro problema es tan
insólito como el de las rifas. Vaya donde vaya, como esté más de una semana,
algo me ocurrirá, gracioso u original, que resulta llamativo y casi siempre
positivo. Hubo hace años una serie de la tele en la que la protagonista, una
señora mayor, Jessica Fletcher, que fuese donde fuese ocurría algún crimen.
Jamás vi nada tan gafe como aquella señora. Yo soy un gafe polivalente, pero
prácticamente en plan positivo y alegre. No hice si no llegar a Londres, y me
echan a la calle mis hermanos dominicos, voy a buscar trabajo y doy con una abulense
atenta y resolutiva. Pasé en 24 horas de vestir un hábito o un uniforme militar
a servir platos combinados en un restaurante. En un artículo pasado os conté cómo
terminé recalando en una casa - ¿Casa?-
de compatriotas españoles que de seis los únicos decentes, éramos un chico
catalán y yo. Bueno, decentes, con alguna salvedad. La infraestructura no era
la mejor, planta baja (donde vivían los dueños, un matrimonio de viejecitos)
con una habitación y otras tantas en el segundo piso. La fauna que allí me
encontré, era el Patio de Monipodio, el Lazarillo, El Buscón y demás novela
picaresca española.
Contra lo que cabía
suponer y, aún conocedores de mi condición de fraile, fui recibido con gran
afecto y naturalidad. Se ofrecieron para
lo que yo hubiera menester. Carlos, mi vecino en el primero, fue el primero en
echarme una mano. Cuando la cocinilla de gas, exclamé apenado:
- “Vaya hombre, no tengo un duro y ahora a
comprar platos, sartenes, cubiertos…”
- “¿Qué dices? Exclamó Carlos, todo eso me
lo regalan a mi donde trabajo.
Al momento pensé en una
ferretería o algo así, no me di cuenta de que como todos los grupos de
maleantes, aquellos tenían su propio argot especial.
“¿Tú sabes donde está St.
James Street?” Preguntó “Bueno pues esta noche a las once en punto vas a esa
calle y me esperas con una bolsa de mano en la acera, frente al número diecisiete
de la calle. Empecé a sospechar y, en efecto allí había un restaurante. A las
once empezó a salir gente, y más gente, también Carlos, que sin decirme nada,
echó a un contenedor de basura algo que llevaba en las manos. Entró de nuevo y
tras unos minutos de espera salió otra vez y me silbó. “Rápido, la bolsa”. Se la di y extrajo del
contenedor los platos, cubiertos, etc…
Fue aquella vez mi primera
y única experiencia en un mundo de tahúres, o sea, robo es regalo. Con
semejante locura semántica, no había manera de entenderse. Un día me dice
Santiago: “Pepe, ¿Quieres ver la oveja que adquirí?”, esperaba un animal ovino,
pero no, era un jersey tipo escocés e irlandés de lana pura, con cuello de
cisne. Yo, los veía en las tiendas y moría por uno. Pero ya en aquella época
valían entre 6 y 7 pounds. Pero Santiago no lo quería para él. Él lo cogía para
el sábado siguiente venderlo por 80 libras. Así se ganaba la vida.
Él y Dioni, trabajan en
esto. Siempre con ropa de calidad y altos precios. Lo mismo que Antonio y
Carlos. Conocían hasta el mínimo truco para robar. Uno cogía la prenda y se la
ponía, y el otro permanecía cerca de la caja. Cuando el primero llegaba a la
caja, el segundo hacía algo para atraer la mirada de la cajera y del guardia de
paisano que allí había. Con un par de prendas a la semana ya tenían los gastos
solucionados. Se puede decir que
trabajaban en Portobello (rastro de Londres) Antonio y Carlos trabajaban
legalmente, semana sí, semana no. Tal era la abundancia de trabajo a finales de
los 60. Elio y yo éramos los únicos formales. Elio quería casarse con una de
León que andaba también por Londres. Los casé yo y comimos en un restaurante de
tres al cuarto, pero cantando el porompompero. Éramos muy buenos amigos. Tenían
un gran surtido de chavalas que subían hasta las habitaciones pese a un letrero
que decía al principio de la escalera “Women not allowed upstairs” El Santi era
de Madrid, tenía un promedio de dos por semana, pero él iba a casarse con su
novia madrileña, a tal efecto, se fue para no volver. Su habitación fue ocupada
por otro español, Luis.
El más problemático, era
Carlos, pues su osadía le llevaba a hacer temeridades que nos ponían a todos en
peligro. Había que oírle contar como él y Antonio vivieron en una casa como la
nuestra y se largaron una noche sigilosamente sin pagar los últimos dos meses.
Y se moría de risa al contarlo.
Yo, era envidiado por todos,
por ser el único que tenía una cama de 1,20, todas eran de 90. Al principio no
había día que no me pidiera prestada la cama, yo me negaba, ya que lo que él
pretendía era compartir mi cama con medio Londres.
El otro inquilino, el
segundo, se llamaba José Luis y era de Madrid, trabajaba como camarero en un
bar que había en el subsuelo de la plaza de Picadilly. Allí tenía un filón
inagotable de mozas, pero su novia vivía en Madrid, él planeaba ir en fecha
próxima a España para casarse. Así dos días después de irse, llamaron a mi
puerta y al contestar “Come in” se abrió la puerta y allí estaba una de las 220
novias, una danesa que cortaba la respiración. Al decirle que José Luis se
había ido a Madrid a casarse me montó un número…. “You are joking, he’s my boyfriend”
Yo no me rendía, no paraba de decirle “Que se fue a Madrid a casarse” “That’s
no posible, you are Docking at me” Ya me enfadé y le dije que tenía patatas en
la sartén….que entrara si quería o que se fuera. Entró. Como solo tenía una
silla, se sentó en la cama, gimoteando. Ella venía a entregar a José Luis, diez
libras que le debía. Yo, la consolaba diciendo que boyfriends hay a patadas y
que ese dinero que se ahorraba.
La invité a compartir mi
tortilla con vino, pronto se olvidó de todo, lo único que quería saber era qué
planes tenía yo para esa noche, le dije que primero estudiar, y luego dormir y
le aclaré que no contara conmigo que era cura católico, a lo que replicó “I’m
not a religious person”, pero yo sí, contesté. Todavía, aunque ya por poco
tiempo, estaba atado a mi condición de fraile. Total, años y años después pensé
si había acertado o había hecho el gili.
La vida de un fraile sin
experiencia y un alférez mimado no era fácil de asimilar en aquella vorágine de
vida. Además estaba viviendo sobre un polvorín. Cualquier día se presentaba la
policía y todos detenidos por estancia ilegal y asociación de malhechores, la
proeza de Carlos y Antonio nos iba a llevar a todos a la cárcel.
Figuraos el asunto de la
furgoneta. Resulta que ellos como cualquiera de nosotros, no dábamos crédito a
lo que veíamos en la basura. La mitad eran cosas casi nuevas. El famoso Estado
de Bienestar, que pocos años después llegó aquí.
Al poco de llegar, salí a
dar un paseo por los alrededores, con Carlos. Le hice notar que era escandaloso
la de cientos de cosas nuevas que había en la basura, y que no sería mal
negocio, ir antes que los basureros con una furgoneta, cogiendo cosas para
vender en el rastro. “¡Claro!”, me dijo, ese negocio lo emprendimos Antonio y
yo, pero nos lo chafó la poli.
El primer problema era
adquirir una furgoneta. Anduvimos y anduvimos, hasta que vimos una vieja
furgoneta que nos podía valer (que no valir, como diría mi amigo Chas el
Conde). Por fin, vimos la Bedford vieja que podía ser útil. Dieron con el dueño
y entraron en un trato, pero el tío quería 500 libras y ellos no tenían un
chelín. Volvieron por allí al cabo de unos días y por la noche se llevaron dos
ruedas. Repitieron el trato pero el dueño ya se había vendido. Tanto ellos como
el de la furgoneta estaban de acuerdo, Londres era un amasijo de ladrones.
Total, 100 libras. Llaves en mano, volvieron otra noche, montaron las ruedas y
a trabajar. Les duró el negocio unas dos semanas, se lo incautó la policía.
Un libro entero podría
llenar con las anécdotas de mi vida londinense. Por no fatigar al lector, solo
diré que ya cometía fechorías. A veces yo fluctuaba el producto de “regalos”
solamente procedí una vez.
Yo salía a la calle y a
setenta metros desembocaba una gran avenida “Satesbury Avenue” y justo en la conjunción
de las dos calles había un bar enorme y que a las siete y cuarto de la mañana
estaba lleno de gente, casi todos desayunando de pie.
Me atendió una moza con
aspecto de aldeana, grandota y servicial “¿Qué desea tomar?” “Un café con leche
grande y un bollo”. Me dio una taza y de una cafetera que llevaba en la mano me
la llenó de café. Siguió sirviendo. Yo quedé convencido por el acento, que no
era inglesa y por mi manera de meter las narices en todo, cuando me trajo el
bollo le pregunté “¿Eres inglesa?” Me contestó “No, I’m from Spain”, al decirlo
acentuó la “o” de from, y bajó en Spain. Estaba más claro que el agua “¿O sea
que eres gallega, no?” y luego “¿De dónde eres tú?” “Yo soy asturiano ¡Mira por
donde está aquí una prima mía y yo sin enterarme!” y luego “¿Oye y como te
llamas? “, pregunté “Rosa”, dijo y yo “Mi prima Rosita, que alegría verte”. Al
preguntarle cuánto era, miró para ambos lados y luego, con un gesto de
complicidad “Dexáil, tu aquí….no pagas”. Yo entendí en el acto. Sobre todo
cuando la vi poner la mano en horizontal al suelo y sacudirla a derecha e
izquierda. Nueve meses desayunando allí y no pagué ni un penique. Al principio
me remordía la conciencia, luego pensé que no tenía culpa alguna. Era ella
quien me invitaba.
Próximamente os contaré
más pormenores de aquella época de vida de delincuente de segunda categoría.
Pepe Morán. Dominico-ex
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
3 comentarios:
Referente a las pillerías que nos relata Pepe Morán , vividas durante sus andanzas londinenses en compañía de otros buenos “colegas”, más o menos como él, todos tenemos alguna que otra anécdota de ese mismo tipo. Lo que voy a decir no estoy seguro del todo, pero creo que ya lo he referido aquí en el blog en otra ocasión, pero es igual, la vuelvo a contar. Durante mi estancia en León como estudiante, tuve un compañero de patrona que era tan hábil o más que los “colegas” de Morán. Mi amigo a su vez tenía un compañero que estudiaba magisterio, lo mismo que él, pero el compañero era de casa menos pudiente y los fines de semana, en vez de andar de “vareta” por ahí suelto como hacíamos los demás, éste trabajaba en un bar de camarero para ganarse unas perrillas y así poder colaborar en su casa con los gastos que suponía la pensión de este mozo en la capital, ya que era de un pueblo cercano. Mi amigo y yo solíamos ir todos los sábados a verle al bar y pedíamos unos vinos acompañados de unas ricas tapas. El camarero ocasional y mi amigo, que eran los dos del mismo pueblo, ya habían convenido de antemano cómo teníamos que hacer a la hora de pagar. Por norma, siempre que fuésemos al bar y estuviera presente el jefe, debíamos poner dinero sobre el mostrador para cobrar y que lo viera el jefe pues éste era muy suspicaz y suponía que el camarero de fin de semana podía tener la tentación de querer convidar a las visitas que recibía de vez en cuando por parte de sus amigos y por lo tanto no le perdía ojo. Así pues, nosotros una vez que habíamos charlado un rato y consumido lo que habíamos solicitado, poníamos bien a la vista sobre el mostrador, una moneda o un billete para cobrar, a poder ser siempre de cuantía muy superior al importe de lo consumido. El camarero cuando le parecía oportuno cogía el billete, por ejemplo de veinticinco pesetas, e iba con él bien visible hacia la caja a por las vueltas y nos entregaba en mano junto con el tique la vuelta, pero no de veinticinco pesetas sino de cincuenta. El jefe estaba al lado y como había visto dinero sobre la mesa no sospechaba ni lo más mínimo del timo que se le estaba dando en su propia cara. Nosotros una vez guardada la inflada vuelta nos despedíamos de forma cordial y sonora del camarero y también del jefe para que éste ya nos considerara clientes asiduos e importantes. Como nos había salido la ronda gratis y encima teníamos dinero fresco de gañote, nada más salir del bar nos íbamos a una confitería próxima a por dos “Bombas de nata” y seguido al cine. La cosa había salido perfecta una vez más y mi amigo solía decir: Cada día tiene su pena, la de hoy está resuelta; la del próximo sábado, Dios proveerá.
Claro,con estos maestros, Bárcenas lo tuvo fácil,pecata minuta....El Lazarillo sigue vivo.....
Pepe Morán no intentó al menos llevarlos por el buen camino?
Muy ameno e interesante este relato de Pepe Morán. Ya se le echaba de menos en el blog.
Publicar un comentario