miércoles, 7 de noviembre de 2012
CRÓNICA DE UN VIAJE POR FRANCIA. ETAPAS 7 Y 8 (final de la serie)
7ª ETAPA.-
DE RUÁN A CHARTRES (PASANDO POR GIVERNY)
Desde Ruán, camino al sur, es casi inevitable pasar por París.
Pero, aunque sea para revisitar, la capital francesa merece por sí sola una
estancia de días. Ahora no es el momento, y se impone sortearla a toda costa. Pero,
sin acercarse peligrosamente, dando un ligero rodeo sobre el itinerario
previsto, sale al paso la ineludible Giverny,
y pocos kilómetros antes Vernon, con su larga avenida de entrada
flanqueada por elevados setos formados
por las copas de cientos de tilos convenientemente podadas. Aquí el Sena
discurre mostrando su mejor cara, dejando que las ramas de la orilla acaricien
sus aguas mientras mece con sosiego las barcas multicolores ancladas ante
sugestivas casas.
Giverny es un diminuto pueblo de casas de piedra cubiertas
de enredaderas donde Monet se hizo
construir la casa y el famoso jardín. Viendo la larga cola para adquirir
entrada, a primera hora un día laborable de principios de septiembre, no
extraña la información que afirma que recibe más de 400.000 visitas anuales.
La explosión de color
percibida al penetrar en el jardín esta radiante mañana está en todos los
manuales de pintura y fotografía. Un paraíso del experto en captar formas y
colores, también del inexperto. Las composiciones multicolores asaltan las
cámaras fotográficas grabándose en ellas con todo esplendor, independientemente
de la intención o pericia de su porteador. Imagino como se lo pasarían aquí
Francos, Galán y demás artistas de la fotografía. Cruzando un subterráneo, al
otro lado de la carretera, se encuentra el Jardín
d’Eau con los estanques de nenúfares tantas veces inmortalizados por el
pintor. Aquí, junto a las delicadas pinceladas de las glicinias, predomina el verde,
sombreado por altas y tupidas matas de bambú, y el murmullo silencioso, a pesar
de los visitantes, del cristalino y caudaloso arroyo que alimenta los estanques tapizados por las plantas de
nenúfares.
Todo cuidado con
delicadeza. Aseguran que las plantas van rotando según la época para lograr que
de abril a noviembre todo el jardín esté rebosante de flores.
La casa-mansión es fiel reflejo del buen vivir de la
burguesía a finales del XIX y principios del XX. Estancias amplias y luminosas,
amuebladas y decoradas con extremo gusto: nada extraño tratándose de quién era
el inquilino. Llama la atención un minúsculo cuarto en la planta superior con
amplio ventanal sobre el jardín y máquina de coser. Es el cuarto de costura. Afortunada
la costurera que realizaba el trabajo con semejante luz y vistas.
Cerca, en un edificio moderno, se encuentra el museo de los
impresionistas, también cafés y restaurantes con muy agradables terrazas, pero
aplicando el buen criterio de no comer en lugares masificados por turistas se
impone regresar para ese menester a Vernon, donde en El Bistro se come mejor a precio contenido. Una de sus
especialidades es un embutido de callos
(andouille) a la brasa acompañado de patatas fritas; reclama tinto con
cuerpo y está bueno.
Retomando el camino, pronto se abandona Normandía. La
sensación es de haber visitado una tierra acogedora que con tesón supo revivir
y conservar sus raíces tras los desastres de la guerra. Por ninguna parte
apareció esa maledicencia, fruto de la generalización, que atribuye a los
normandos, como en España a los catalanes, fama de “agarraos” y que da origen a
una leyenda, según la cual, cuando un niño nace es tirado hacia lo alto y si
queda agarrado a la viga del techo es prueba inequívoca de su condición de normando.
Muchos kilómetros
antes de llegar, atravesando la inmensa llanura, ya se recorta en el horizonte
la silueta imponente de la catedral de Chartres.
Cualquier guía o Internet hablará de su magnificencia. Solo resaltar aquí
la pequeñez propia experimentada al situarnos en la base de una de las esbeltas
columnas que se pierde en las alturas buscando el abovedado techo, las
prodigiosas vidrieras o la
Portada Real , entre tanta maravilla. Una buena ocasión
para sentarse y demorarse contemplando el interior, si no fuese por el
atronador órgano que nos ensordece. En esta catedral, dicen, está enterrado,
solo el corazón, de Ricardo Corazón de
León.
Chartres es una ciudad relativamente pequeña, de unos 50.000
habitantes, con apariencia de cómoda para vivir. Además de la catedral, la zona
del viejo Chartres, con calles descendentes hasta el río, antiguas casas de
entramado de madera e historiadas iglesias conforman un conjunto agradable y
evocador. Como curiosidad señalar una placa fijada a un antiguo edificio de la Plaza de St. Pierre situado frente a la
iglesia de igual nombre. Dicha placa señala que allí estuvo ubicado un
hospedaje cuya enseña era “El Burro Tonsurado,” lo que da idea de las
“amigables” relaciones entre el posadero y sus vecinos
frailes.
Durante todo el
verano, hasta el 15 de septiembre, desde el anochecer a la una de la madrugada,
se celebra la Fiesta de la Luz. Resulta espectacular ver los juegos de luces transformar la
fachada de la catedral y demás edificios históricos reproduciendo vidrieras,
figuras o episodios del pasado y hasta junglas de altas palmeras o
representaciones de Pop-Art.
Chartres es un importante destino turístico que atrae gentes
de lejanas tierras. Por la mañana, la sala del desayuno en el hotel aparece invadida
de chicas japonesas muy jóvenes cumpliendo ese ritual tan japonés de hacer un
largo viaje por el mundo antes de emprender la dura vida del curre. Y se come
bien en esta ciudad. Uno de sus platos estrella es el Paté de Chartres, recubierto de hojaldre. Muy bueno lo preparan en
el restaurante del Hotel Grand Monarque.
8ª ETAPA.- DE
CHARTRES A BOURG-EN-BRESSE
Manteniendo el empeño de evitar París, se toma dirección
Sureste camino de Orleans. Antes de llegar a esta ciudad, una autopista que
cruza lleva a la llamada del Sol, paso casi obligado entre París y Marsella.
Este recorrido tiene trampa para confiados con el repostaje de gasolina. En
unos 100 Km .
no aparece ninguna estación.
Al abandonar esa autopista pronto se alcanza Bourg-en-Bresse, importante centro
agrícola y de comunicaciones del este de Francia. Del carácter agrícola del
entorno da buena cuenta el muy amable responsable del hotel que se encuentra
vendimiando la parra que cubre la entrada, antiguo patio de caballerizas. No en
vano este antiguo y perfectamente restaurado edificio fue posada, con distintos
nombres, durante siglos. Se asegura que Voltaire
se alojó allí en sus viajes entre Ferney y París. Actualmente su interior
alberga un moderno y cómodo hotel, Le
Griffon d’Or.
El principal patrimonio artístico de esta ciudad es la Iglesia de Brou, mandada construir por Margarita de Austria, cuya vida, según
relata la historia, es un cúmulo de tragedias. Era hija del emperador
Maximiliano, tía del emperador Carlos V y por tanto hermana de Felipe el
Hermoso. Estuvo casada con Filiberto de Saboya, también Hermoso, pero a pesar
de la hermosura que la rodeaba no fue feliz; ningún marido sobrevivió más allá
de unos meses al casamiento. Sí legó esta iglesia, auténtico conjunto de arte.
Lástima que, otra vez las obras, actualmente no se puedan visitar los tesoros
artísticos más renombrados, como los sepulcros de su marido el Hermoso, de ella misma y
otras partes del templo.
La ciudad es muy agradable, con edificios medievales de
entramado de madera y calles antiguas donde abundan buenos restaurantes. El
pollo (poulet de Bresse) goza de
fama en toda Francia y también fuera de ella en ambientes gastronómicos. La
textura y sabor de la carne es similar al gallo de corral, “pitu de caleya” en
Asturias, sin embargo el plumaje es blanco, las patas azul oscuro y suelen ser
más pequeños. Un lugar recomendable para comer o cenar, por relación calidad
–precio, es Mets et Vins, además
resulta muy familiar. El problema para los no amantes de las cremas es que por
esta zona la costumbre es hacer los pollos asados y recubiertos de ella. Igual
ocurre con casi todos los platos,
Y después de más de 2000 Km . por carreteras francesas, cerca de 200 litros de gasolina y
2 ruedas, está a tiro de piedra el destino, temporal, de este viaje. La, ahora
solo en parte, calvinista Ginebra.
Ulpiano Rodríguez Calvo
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1 comentario:
Ulpiano, al fin pude leer con tranquilidad y detenimiento, como se merecen, todas las etapas de tu viaje por Francia.
Ya dije en un comentario que puse a una entrada de “Jesusin”, que, como estaba fuera de casa, las había leído pero no como a mí me gustaba, viendo el recorrido en el mapa y “empapándome” de todo lo que vas tan magníficamente relatando.
Tendría muchas y buenas cosas para decirte, pero no es cuestión de repetirse. Cuando hice el comentario de las etapas 1ª y 2ª, decía que tenían menos parte poética que la entrada de “Otoño en Ginebra”, y ahora te digo que la recuperaste etapa a etapa hasta llegar a las dos últimas que tienen, a mi modo de ver, todo lo que se puede tener. Tampoco quiero olvidarme de la 4ª. Resumiendo: que le dan a uno ganas de organizar para las vacaciones del verano, un viaje por esas rutas.
Yo siempre fui muy viajera, lo que pasa que antes de casarme no podía ir a ninguna parte, bueno tenía 22 años cuando me casé, así que tiempo me quedó todavía. Luego en las décadas de los 80 y 90 viajé bastante. A partir del año 2000 ya comenté aquí en el Blog que no volví a subir en avión y no pienso volver a hacerlo. Pero en coche, autobús y tren no tengo problema. Incluso en el verano de 2011 hicimos un crucero, que salía desde Málaga, a Madeira, Canarias y Marruecos. En principio me daba un poco de ¿miedo? Pero era el regalo de Reyes de nuestra hija y no podía decir que no. En los años 90 habíamos hecho otros dos. Por cierto los tres con la compañía que fue tristemente famosa el invierno pasado.
Cuando leí, todavía en Benidorm, Calvados, se me vino a la cabeza un libro que había leído de joven y me había gustado mucho, en el que el protagonista bebía calvados y que en aquel momento, como no había Internet, había que mirar el Diccionario Enciclopédico Espasa, que había en casi todas las casas, qué tipo de bebida era, pues aunque se sacara por el contexto que era una bebida fuerte, a mi siempre me gustó enterarme bien de lo que leía. Entonces quise acordarme del título y autor del libro y me costó más de medio día acordarme. Era “Tiempo de Amar, Tiempo de Morir” de Erich María Remarque. No le encuentro explicación a ese recuerdo. Se ve que el libro me impactó más de lo que en su momento pensé. Entre “Jesusín” y tú me sacáis del “almacén” cosas que tengo guardadas y hace muchos años que no me acordaba de ellas.
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