lunes, 19 de noviembre de 2012
PIN EL RAITÁN
Los que ya estáis en la edad de la nostalgia, esa que suele
empezar al borde de los 60 años, quizás compartáis conmigo el sentimiento de
que hubo unos antepasados fenomenales que pasaron por la vida con escasísimas
alegrías, con mucho penar, mucho sufrir, trabajo agotador y ningún
reconocimiento a su estoica aceptación de unas condiciones de vida lamentables.
Esto va referido tanto a hombres como a mujeres. La penuria, las estrecheces,
la miseria a veces, alcanzan a todos sin distinción. No había más que el
consuelo, pobre, pero consuelo de que todos vivían en las mismas condiciones.
Poco cabía envidiar del vecino o del convecino. Será un triste consuelo pero,
consuelo al fin. Ningún vecino podía restregarte en la cara lo bien que lo
había pasado ese verano en Croacia o en Cancún.
El pobre Raitán y su mujer – hijos no tenían – vivían al
día, y los días de pobre se hacen terriblemente largos y agotadores. Su mujer
atendía a las pitas, al gochu, a la huerta, la ropa... en fin, lo del hogar.
El pobre Raitán se levantaba del mísero jergón de hojas de
maíz a las 5 de la mañana. Recalentaba unas sopas de la noche anterior y
desayunaba. De inmediato cogía la cesta de mimbres en la que su mujer le había
metido la comida de mediodía y carretera. O sendero rural. Dependía de que el
trayecto que separaba su casa de la mina Solvay, 12 kilómetros, fuera por
carretera o por camino de tierra. Escasamente abrigado con unos pantalones y
una chaqueta de “drill” caminaba invierno y verano, casi siempre de noche,
alumbrado por un candil de carburo, la distancia duplicada cada día para poder
cobrar a fin de mes su humilde sueldo. Eran tiempos durísimos aquellos de
principios de los 30, recién instaurada la República. Pin era
hombre alegre por naturaleza y no se sentía especialmente desdichado con su
dura vida. Lo único que añoraba, y con ello soñaba, era tener un buen colchón
de lana. Eso le parecía el colmo del bienestar. Dos veces había dormido en un
colchón de esos y lo recordaría para toda su vida.
La vida tiene, a veces, giros inesperados, incluso cuando es tan pobre y rutinaria como la del Raitán.
Aunque siempre estamos más expuestos a un disgusto que
próximos a un alegrón, ocurre que, de súbito, nos alcanza un giro positivo e
inesperado. Así es la vida, y Pin se lo merecía por buena persona y por su
extrema pobreza.
Y así ocurrió. Un buen día la empresa belga Solvay quiso tener
un detalle con sus obreros de Siero y adquirió una bicicleta con intención de
rifarla entre los trabajadores por Santa Bárbara, 4 de diciembre. Al cabo
alguien tuvo el buen juicio de cambiar tal sistema de adjudicación que podía,
por aleatorio, poner la bicicleta en manos de un obrero que viviera a medio
kilómetro de la mina. Les pareció más justo adjudicarla directamente al obrero
que más kilómetros tuviera que andar de la mina a su casa. Fue una lotería en
la que Pin llevaba casi todas las de ganar. Mira tú por donde, aquellos doce
malditos kilómetros que tanto odiaba fueron los que le salvaron. Nadie vivía
tan lejos como él y nadie tenía que andar tanto. Nadie lo podía discutir y pasó
a ser dueño de una bicicleta, una Orbea ligera, solo pesaba 8 kilos, con
guardabarros delantero y trasero y con luz que producía un elemental generador
al ir adosado a la rueda delantera y así encender una bombilla que permitía ver
a tres metros de distancia. Todo un lujo.
Como primera providencia le esperaba aprender a montar en
bici. Al ser ágil y menudo como un bastón, pronto se soltó a manejarla. Varios
veteranos del artilugio se ofrecieron a enseñarle y no tardó mucho en ir solo
hasta su casa. El cambio le procuró un ostensible aumento de calidad de vida.
De las 2 horas que tardaba caminando pasó a la escasa media hora de viaje. Eso
que ganaba en descanso y más horas en el pobre jergón de hoja. Hombre, no todo
eran mieles. El mantenimiento del vehículo, por ejemplo, salía por promedio a
seis pinchazos de rueda por semana. Cada pinchazo requería una larga
manipulación al tener que desmontar la rueda, sacar la cámara, inflarla de
nuevo y sumergirla en agua hasta que las burbujas delataran el sitio exacto del
pinchazo. Parche correspondiente, y a seguir. El buen Pin, tenía un problema
colateral al ser tan enteco. Con poquísima masa corporal, no podía beber gran
cosa sin sufrir serios trastornos. Con el primer vaso se ponía ya eufórico. Con
el segundo ya perdía algo de la estabilidad. Si había un tercero, el problema
era mantener el mínimo equilibrio mental y corporal. Nunca fue un borracho
pero, para su desgracia, lo parecía. Su natural buen humor y su gracejo
aumentaban en proporción a lo ingerido y todos le invitaban para disfrutar
luego con sus humoradas. No les importaba que el largo pedaleo que le esperaba
se convirtiera en una trampa peligrosa por carreteras llenas de baches y de
curvas.
Tenía que ocurrir. Un día que había bebido tres vasos, al
regresar a casa, en la curva de Vegachena derrapó y fue a dar a la cuneta. La costalada
fue tremenda pues dio contra el paredón. Allí yacía medio inerte y lamentándose
de tantos dolores que no sabía a cual atender. En fin, una llaga.
Una paisanina que vivía allí cerca oyó los lamentos de pin y
acudió a ver qué pasaba. Enseguida se percató de lo ocurrido al ver al Raitán
tirado en el suelo y a su bici allí cerca.
-“¡Ay! Prubitín. ¿Cayisti, ho?”
-“¡Ay, ay” Si, todo frayau” contestó Pin.
-“Estos cacharros modernos… ¿Y ye la primera vez que
cayiste?”
-“Si, señora si. En esta curva ye la primera vez”.
Pepe
Morán. Dominico ex.
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2 comentarios:
Yo creo que todos conocemos personas como Pin El Raitán y su señora, que pasaron toda una vida perra y repleta de calamidades para poder simplemente, subsistir. ¡Y pensar que aquellas sufridas personas, apenas se les oía quejarse de su infortunio y desdicha! Un monumento, como el castillete de la mina de alto, se merecían todos esos hombres y mujeres como reconocimiento a su valentía y sumiso amoldamiento.
En la cuenca del Narcea, concretamente en las minas de Rengos, hasta los años sesenta y tantos que se impuso el transporte de los mineros en autocar, desde su lugar de origen hasta la misma bocamina, hubo muchos casos dignos de reseñar por el esfuerzo realizado simplemente, para poder llegar al punto de trabajo. Recuerdo uno en concreto, de un hombre llamado, pongamos “José”, que desde su casa hasta la mina tenía que caminar diariamente por partida doble una distancia de unos siete kilómetros largos, pero este trayecto discurría todo siguiendo una empinada cuesta a lo largo de una estrecha senda, ni siquiera apta para el ganado, en la cual las zarzas y la maleza habían invadido de tal forma el espacio libre, que apenas dejaban hueco para el paso de una persona que lo hiciera a pie.
El amigo “José” se levantaba todos los días sobre las cinco de la mañana para dejar cebado y arreglado el ganado antes de estar en el tajo a la hora requerida. En principio esto no parece nada anormal, pero sí lo es, si digo que este hombre dormía toda la noche en el pesebre de las vacas, simplemente mullido por algo de yerba y tapado con una andrajosa manta toda hecha jirones. El motivo de tener que utilizar esta especie de suite, era por recomendación de la tuna de su señora, la cual bajo la disculpa de que ella roncaba mucho y no le dejaba descansar al pobre hombre, pues él tenía que estar descansado y fresco para poder rendir en el trabajo, no era conveniente que durmieran juntos. Esta aparente convincente recomendación no era más que una excusa para poder ella encamarse parte de la noche con otro hombre que había en la misma casa pero que no estaba sometido ni a horarios ni a trabajos tan duros como el marido. En este caso, sí se cumplía con recochineo el dicho de: “Encima de cornudo, apaleado”. Apaleado, lo que se dice apaleado, no lo sé; pero medio tullido de dormir sobre tabla en el pesebre toda la noche sí. Y por si esto fuera poco, no digamos nada del cachondeo y mofa que luego le esperaba a este bendito astado en el trabajo, por parte de algunos “compañeros”, al referirse al mal dormir que tenía la señora.
La historia de Pin el Raitán relatada, con la maestría de siempre, por Morán, es tan real como la vida misma. Trae el recuerdo de muchos Raitanes. Algunos, además de llevar esa perra vida y tomarse los tres vinos, le echaron coraje enfrentándose al empresario y al sistema de entonces para lograr mejores condiciones de vida. Ellos resultaron doblemente apaleados, y nosotros ya disfrutamos, en parte, de sus logros.
Aunque ahora, aprovechando la crisis, los que mandaban y aún mandan, quieran de alguna forma resucitar al Pin del relato.
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