Parada-Homenaje a Lord Byron en el Castillo de Chillon
Al vislumbrar el
castillo de Chillón desde el tren, la memoria, como en un teatro con la función
a punto de comenzar, descorrió el telón permitiéndome recordar un nombre
grabado en una columna de los sótanos, antiguos calabozos, de este castillo;
también una película con unos personajes remando en aguas embravecidas, y
muchas cosas más.
El nombre corresponde
a Lord Byron, lo dejó grabado durante su visita a este lugar. Pude verlo hace
años al entrar por vez primera en este castillo, para ser sincero, porque lo señalaron. A él
bien se le puede perdonar este pequeño acto de vandalismo, nada que ver con los
perpetrados por descerebrados en tantos monumentos históricos-artísticos
visitados. Él, de este lugar, se llevó una huella mucho más profunda que la
dejada en la columna, aquella que dio origen al Prisionero de Chillon.
Este
denostado/admirado personaje/autor- posiblemente solo su vida, por intensa, sea
equiparable a su obra literaria- no viajaba solo por Suiza. El asturiano
Gonzalo Suárez narró las peripecias del grupo por las orillas del lago
Leman al dirigir la película “Remando al
viento.” Como es sabido, durante esa estancia suiza, sus acompañantes, brillantes
y ocurrentes, crearon personajes - Mary
Shelley dio vida a Frankenstein y Polidori al Vampiro- que marcaron
nuestra juventud, sobrecogiéndonos incluso de terror a veces. Aún recuerdo
aquellos tenebrosos cuatro kilómetros de carretera negra y solitaria que
separan Cangas de Limés recorridos en bicicleta, azuzado por el miedo, después
de ver una película sobre estos personajes en el cine Toreno.
Byron,
como decía, escribió El Prisionero de Chillon basándose en la historia real de
un personaje del siglo XVI que había permanecido allí preso cuando el castillo
era prisión. Esta obra, como otras suyas, si no se dispone en papel, es fácil
de localizar por Internet, pero no puedo resistir la tentación de reproducir,
al menos, unos capítulos aquí.
I
Hay siete pilares góticos en los viejos y profundos calabozos de Chillon,
siete columnas macizas y grisáceas, entre las cuales se filtra una macilenta
luz, como un rayo de sol perdido que pasando a través de las rendijas y
grietas, hubiera caído allí, palpitando en el húmedo suelo como un fuego fatuo
en las aguas de un pantano. En cada pilar hay una anilla, y en cada anilla una
cadena. Este hierro es algo que roe, pues en mis miembros ha dejado dentelladas
que no se borrarán hasta que la luz de este mundo se apague para mí. Luz nueva
la que ahora hiere mis ojos después de tantos años sin ver la salida del sol.
¿Cuántos años? He perdido la noción de su lento transcurso, desde el momento de
la muerte de mi último hermano, junto a mí, cuando yo quedé vivo a su lado.
VI
Las aguas del lago Leman bañan los muros del Castillo de Chillon. Desde lo
alto de las blancas almenas, la sonda se hunde a mil pies en las profundas
ondas que rodean sus torres. De modo que la doble barrera de piedra y de agua
hacía de nuestro calabozo una tumba en donde estábamos como enterrados vivos.
La sombría mazmorra en donde yacíamos está más baja que el nivel del lago.
Oíamos por encima de nosotros, de día y de noche el murmullo de las aguas
contra las murallas y a veces en invierno, me alcanzó la espuma que, impulsada
por el viento, pasaba por las rejas a través de este libre espacio. La roca
temblaba y yo sentía este temblor sin temor, pues hubiera acogido sonriente la
muerte que me habría libertado.
XIV
Los meses pasaron… o los años… o los días… No lo sé. Me era
indiferente. Había perdido la esperanza de que mis ojos, una vez quitada la
venda de las tinieblas, pudieran volver a ver la luz del día. Al fin unos
hombres vinieron y me pusieron en libertad. No pregunté por qué, ni me preocupé
por saber adonde iba a vivir. Me era igual estar o no, cargado de cadenas.
Había acabado por sentirme indiferente en medio de mi desesperación. De modo
que cuando vinieron a quitarme los grillos, me sentía como un ermitaño entre
estos pesados muros y me pareció que al sacarme de allí, me arrancaban por
segunda vez de mi hogar, de mi verdadera patria. Las arañas eran mis amigas; me
gustaba observar su silencioso trabajo. Había también observado a los ratones
que jugaban bajo los rayos de la luna. ¿Por qué hubiera debido sentir un menor
apego al lugar que estos animales? Éramos todos habitantes de la misma morada,
Y yo, su soberano, podía hacerlos morir. No obstante, cosa extraña, vivíamos en
paz. Incluso mis cadenas acabaron por resultarme familiares. Lo cual demuestra
que la costumbre acaba por hacernos lo que somos.
Fue suspirando como recobré la libertad”.
El autor de
esta pintura, Gustave Courbet, tiene entre sus obras maestras la fascinante y
controvertida “El origen del mundo”, que se puede visitar en el museo d’Orsay
de París.
Ulpiano
Rodríguez Calvo
1 comentario:
Ulpiano, aprovecho esta entrada porque ya hace días que quería comentar sobre lo que dices que cada vez que vienes por aquí, más maravillosa te resulta esta tierra. Tú mismo dices que serán los años y yo, aunque ya sabes que siempre viví aquí por lo que desconozco ese sentimiento, conozco gente que dice lo mismo. Más que los años que pueda uno tener, creo que influyen los que lleva uno viviendo fuera.
Yo conocí a un cangués que se marchó de Cangas con veintitantos años. Su padre había fallecido y vivía con su madre. Era hijo único, su madre se fue con él y no le quedaba aquí casa ni familia allegada. Se marchó de aquí, para Bilbao, nada más terminar la carrera –era médico-. Formó allí su familia y estuvo sin venir a Cangas treinta años. Y de repente un día le entró la nostalgia y en unas vacaciones vino. Estuvo aquí quince días, y a partir de ese momento, venía primero todos los años, y después varias veces al año, hasta el punto de que compró un apartamento aquí. Llegó a pasar varios meses, él solo o con algún amigo. Bueno, tenía en Cangas al menos dos amigos de la juventud, que estaban solteros y tenían casa, por lo que, aunque él venía a un hotel, lo invitaban a sus casas a cenar y recordar los viejos tiempos. Probablemente tú lo conocerías, pues su familia tenía viñas por la zona de Limés. Yo lo recordaba porque tenían la bodega en el bajo de la casa que yo vivía de pequeña, aunque cuando marchó yo tendría cuatro o cinco años. Después lo vi ya cuando yo tendría cerca de cuarenta. Por descontado que no lo conocía, pero fue a saludar a mis padres y estaba yo allí. Le gustaba muchísimo subir al Acebo y al Pando.
También tiene Manolo un hermano que vive en Ciudad Real. Los primeros años venía menos, pero a partir de una cierta edad, viene varias veces al año. Y también siempre sube al Acebo.
Pensaba comentar algo, sobre esta entrada, pero como ya sabes lo que opino y ya no me queda tiempo, sólo decirte que hasta para entresacar los mejores pasajes de un libro tienes clase.
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