Al comienzo del relato de Salamanca escribía algo así, “el regreso a
un lugar aviva los recuerdos que residen en él, y cuánto más largo es el tiempo transcurrido mayor suele ser la necesidad de
indagar en ellos”. Y quizá debía haber añadido: el reencuentro, después de una
eternidad, con quienes se comparten esos recuerdos solo puede ser obra de un
milagro. No de un milagro divino, del milagro realizado por la constancia,
generosidad y entrega de las personas que se buscan y se quieren
reencontrar.
Pero también se pueden
reencontrar y recibir con gozo objetos, escritos… que desde
hace mucho se creían perdidos para siempre. Aunque su valor material sea dudoso
permiten recuperar una parte del pasado ya olvidado.
Hace unos días abrí un pequeño maletín que
llevaba muchos años cerrado. Entre los escasos papeles que conservo, unos pocos
relacionados con empresas por las que transcurrió mi vida
laboral, apareció
un cuaderno de desgastadas tapas marrones. De su
existencia no guardaba ningún recuerdo. Al abrirlo descubrí que aún tenía páginas en blanco, otras estaban ocupadas por apuntes técnicos de algún primerizo curso de trabajo y las dos o
tres primeras estaban ocupadas por una redacción de
aquellas que nos encomendaba el P. Jesús Martín, cuando él era Rector en Corias. Él fue quién alentó en mí la importancia de escribir, incluso escribió una carta a mis padres para que hicieran todo lo posible y pudiera
cursar una carrera de letras. Después mi vida, como resulta evidente, tomó unos derroteros alejados de las letras, al menos de la escritura.
La primera vez, cincuenta años después de abandonar Corias, que asistí a un Encuentro de Ex-alumnos también asistió él. Durante el saludo le recordé los
consejos que me había dado sobre la escritura, me preguntó si los había seguido y tuve que responder que no. Pero no le expliqué los motivos, no era el momento ni el lugar. Por eso, aunque él no lo vaya a leer, me tomo la licencia de contarle aquí algunos de los motivos por los que no seguí sus consejos y me alejé de la escritura.
Es
cierto que durante unos años, últimos de
Corias y primeros en Madrid, de forma errática y
discontinua escribí
algo en prosa, también verso.
Pero al carecer de formación adecuada (el intento de acercamiento a
una carrera de letras pronto quedó abortado por dificultades con el latín y la dedicación a otras actividades que me resultaban más atractivas) tengo serias dudas que alguno de aquellos escritos
tuviera la mínima calidad para ser conservado. Además, influido
por mi militancia política, los textos fueron derivando de la
temática bucólica de Corias a la de protesta contra el
Régimen de entonces. Los nuevos escritos iban a parar, junto a
variadas publicaciones clandestinas, a una caja de cartón que guardaba bajo la cama. En esa caja también estaban unas pocas de las más antiguas
redacciones hechas en Corias que había salvado de la quema de Limés.
Libros, cuadernos y demás material utilizado en el instituto lo dejé en el desván de la casa antigua de mis padres.
Cuando años después vendieron la casa para mudarse a otra
mi madre me preguntó
que hacía con todo aquello que ya estaba en
estado calamitoso por la voracidad de polillas y ratones. Le dije que lo
utilizara para encender la chariega, ella se negaba, le parecía un sacrilegio, pero ante mi insistencia ese fue su destino. Por
eso pensaba que, salvo una o dos fotografías, también están en el blog, no guardaba nada material de los tiempos de
estudiante en Corias. Hasta que apareció este
cuaderno de tapas marrones.
Su aparición me llevó a recordar tiempos de Corias, también los hechos
que motivaron mi ruptura con la literatura, no con su lectura, sí con cualquier veleidad de elaboración literaria.
Hechos que tienen su origen a principios de
enero de 1971 cuando una noche varios policías de la Político-Social se presentaron en el domicilio donde vivía. Después de registrar la habitación que ocupaba me llevaron
detenido a la DGS, a Sol. También llevaron la caja en la que guardaba
esos escritos, publicaciones y otras pertenencias personales. Allí me informaron que estaba detenido por “ser, en mi
calidad de secretario del Jurado de Empresa, instigador y participante en
huelgas y otras movilizaciones que se venían llevando
a cabo en la empresa donde trabajaba, que, aunque tratábamos de darles carácter de reivindicación social, tenían fines subversivos; además dijeron disponer de una denuncia anónima acusándome de ser miembro activo del ilegal PCE” Y que, al estar suspendido el artículo 18 del
entonces llamado “Fuero de los españoles”, permanecería allí incomunicado y detenido indefinidamente hasta que les dijera los
nombres de las personas que formaban parte de la organización y les informara de las
acciones “subversivas” que estábamos
planeando. Al final fueron doce interminables días, aislado,
inquieto por desconocer la suerte de otros compañeros. Las
noches, normalmente de doce a cinco de la madrugada, estaban dedicadas a los
interrogatorios, en ellos alternaban las preguntas persuasivas, amables, con
inesperados puñetazos en el estómago o patadas en los riñones. Cuando se cansaban de interrogar revolvían en la caja que contenía mis cosas,
sacaban un papel y leían entre risas parte de lo que tenía escrito. Se divertían mofándose, sobre
todo, de mis poesías. Recuerdo esto sin ningún tipo de
odio, tampoco afán de revancha, si lo he recordado en alguna ocasión es para que situaciones
como esas jamás se vuelvan a repetir en España, y lo hago
hoy por tener relación directa con mi renuncia a cualquier
veleidad con la escritura.
Al ser trasladado a la cárcel de Carabanchel (no fui de los peor parados, otros compañeros con más responsabilidades en la organización soportaron esa situación durante más de 30 días) respiré tranquilo.
Más que camino de una cárcel me parecía ir camino
de la libertad. Además allí podría reencontrarme con compañeros
detenidos igual que yo y de los que nada sabía. Sin
embargo, cuando me trasladaban en el furgón, ya tomé una determinación, nunca volvería a escribir
nada, ni en prosa ni en verso. No servía para nada,
solo para hacer reír a la policía.
Aunque esto fuera un contrasentido, uno más de los que suelen jalonar la vida. Tiempo después alguien me preguntó cómo podíamos soportar esas situaciones sin derrumbarnos, sin delatar a los
compañeros Le respondí, por sentirlo así, que, al menos en mi caso, no había sido yo
quién había resistido, habían sido unos versos de Miguel Hernández los me habían ayudado, obligado, a resistir, versos
recitados mentalmente, mil veces, durante aquellos días.
Si me
muero, que me muera
con
la cabeza muy alta.
Muerto
y veinte veces muerto,
la
boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y
decidida la barba.
Sé que hoy, a estas alturas de la vida,
todo esto suena melodramático. Esto no impide, aunque me alejara
de ella durante cuarenta años, mi eterno agradecimiento a la
literatura, también a la primera persona que me habló de su
importancia, el P. Jesús Martín.
Pocos meses después salí de Carabanchel, sobreseído por no encontrar la policía ni el juez de Orden Público
pruebas suficientes que me incriminaran. La caja con mis cosas nunca más apareció, supongo que los papeles más comprometidos terminaron adjuntados a mi ficha policial y el
resto en un contenedor de basura. La decisión de no
volver a escribir permaneció firme hasta convertirse en hábito.
Perdonad tanta divagación y rodeo a cuenta de un viejo cuaderno, solo pretendía explicar, explicarme, algunos de los motivos por los que durante
cuarenta años me mantuve alejado de la escritura. Si bien, por fortuna, no
tanto de la lectura, aunque fuera con escasa asiduidad.
Solo recomencé a escribir
algo cuando Samuel, después de localizarme, insistió para que escribiera en este blog. Algo que llevo haciendo, de
forma discontinua y a salto de mata, desde hace cinco años. A él tengo que agradecer, además de otras, el haber recuperado, al menos en parte, aquella afición escolar de escribir.
Consciente de la extensión inusual de esta entrada retorno al viejo cuaderno. Que hoy
exista solo se puede justificar por haberlo traído de
Asturias al estar casi sin usar y permanecer en un cajón de la mesa en el trabajo y no en la caja que se llevó la policía.
Inicialmente pensé que no era
mío, pero en la tapa tiene mi nombre. No reconocía la letra, en la actualidad, por circunstancias, la tengo muy
diferente. Tampoco me reconocía en lo que está escrito. La
redacción, además de su aire ingenuo (naïf dicen ahora) tiene un cierto halo religioso que ahora me resulta
extraño. Toda creencia religiosa me abandonó hace muchos
años para emprender un viaje sin retorno. Incluso creía que ese abandono se había producido
antes de la edad que tenía, unos catorce años, cuando escribí esta redacción. Pero,
adentrándome en el desván de la memoria, no me queda duda que es
una de las redacciones de tema libre que nos encomendaban en Corias. Por algún motivo no la entregué, no la pedirían, y
permaneció en el cuaderno.
En recuerdo de nuestro antiguo Rector,
supongo que sería él quién la encargó, la copio tal cual, título incluido, solo entrecomillando las palabras que el corrector
de texto señala como falta ortográfica.
Ahí va una
redacción sobre un Acebo que tal vez ya no existe.
Un despertar en Asturias
El subconsciente percibe la llegada del día, los párpados se abren lentamente, se agitan
unos instantes, bajo ellos se libra dura batalla entre la luz y las tinieblas.
Liberada al fin, la mirada lanza rauda su saeta visual que “despues” de
atravesar el cristal de la ventana se
estrella contra la ladera de enfrente.
El sol ya tiñe de rojo las “nuves" y dora la cresta de la montaña, también dora el monte de castaños donde ya amarillean sus erizos preparándose para liberar pronto sus frutos, las dulces castañas.
Mientras, por los “praos" del valle, corren las últimas sombras. Huyen del sol y
buscan refugio en un lugar
ignorado.
Pronto un extraño hormigueo de felicidad recorre las venas del chaval recién despertado al recordar que hoy es la festividad de Nuestra Señora del Acebo, la mejor romería de toda la
comarca.
Los últimos
vestigios de sueño desaparecen como por encanto, la mente
se lúcida, despejada. Frena el intento de saltar de la cama y se recrea
imaginando el feliz día que le aguarda. El mismo que recuerda
desde que tiene uso de razón. En unos escasos minutos desfilan ante
sus ojos las “imagenes" de todo un día.
Los grupos de mozas y mozos, las familias
enteras, desde el abuelo ayudándose con sus muletas hasta el “pequenin" en hombros, forman interminables hileras por todos
los escarpados caminos que ascienden hasta el santuario. Suben los jóvenes a paso rápido, con las botas de vino colgando. De
cuando en cuando se paran, las elevan sobre sus cabezas y les dan un tiento.
Los de edad madura suben más lentamente, hablando de leyendas del
santuario y de otras mil cosas. Pero todos, igual jóvenes que ancianos, tienen una cosa en común, el brillo de la alegría en sus
ojos.
Después de mucho
subir, al llegar a un cerro llamado “Penablanca” desde el que se divisa la majestuosa silueta de piedra gris del santuario
recortada sobre el cielo azul celeste, los devotos se detienen y rezan una
oración. Es una costumbre tan antigua como el vetusto santuario que,
generación tras generación, conservan quienes habitan en la zona.
Después reanudan la marcha y la gente que va llegando se sienta
alrededor a una cruz de piedra que se alza sobre un montículo. Desde “alli” se divisa
todo el campo del santuario. Recuperados de la fatiga de la costosa subida se
dirigen a la iglesia para cumplir sus promesas, asistir a misa y a la procesión alrededor de la iglesia.
Más tarde las
familias se reúnen formando círculos “entorno” a los
manteles “estendidos" sobre el
mullido campo. De las rebosantes cestas van saliendo tortillas,
empanadas, “choscos", lacones, perniles y un sin fin de ricas cosas. El
vino corre a raudales, nadie, desde el más “pequeno" al más anciano se
queda sin beber. Los corros se van juntando hasta ocupar por entero el campo y
los trozos de carne, tortilla o empanada, igual que la bota de vino va de unos
corros a otros. Comen entre risas ,con
gritos de alegría, de amistad y paz, respirando el aroma
de las mil flores distintas que visten el campo de colores.
Luego suena la música, la gaita o el “acordeon",
los jóvenes se levantan y en los corros solo quedan los más viejos hablando de sus cosas. La
mocedad baila y se divierte hasta que el anochecer se aproxima, entonces todos
se dirigen al santuario a despedirse de la Virgen. Ella queda en su trono,
resplandeciente de ver como confían en Ella
quienes habitan estas vastas montañas.
Poco a poco comienzan a tomar el camino
de bajada, más lentamente que cuando subieron. El día ha concluido y las risas
no se oyen. En el campo solo quedan algunos papeles que “envolvian" las meriendas mecidos por una suave brisa Esperan
el golpe de viento que les lleve lejos para dejar el campo limpio como cuando
amanecía.
Durante la bajada algunas mujeres se
meten entre el “toxio" y la “folguera" a coger arándanos para
meter en aguardiente o flores de manzanilla. Los “nenos" cogen clariones en la cantera que “esta” a la orilla del camino para escribir en
la pizarra de la escuela que pronto va a empezar.
Las sombras ya invaden el valle, en la
cumbre el sol, como si quisiera prolongar el día, aún dora las paredes del cada vez más pequeño y lejano santuario del Acebo.
Al fin el chaval se levanta, está radiante, lleno de ilusión por el día que tiene por delante.
ulpiano rodríguez calvo