miércoles, 22 de marzo de 2017
“ EL BLANCO “
Leyendo “Cangas del Narcea, guía completa”, obra de María del
Roxo, me detuve (¡cómo no!) con especial interés en las páginas 248-249,
dedicadas a La Venta/Ventanueva. No es mi intención, ni tengo para ello
autoridad ni conocimientos, corregir a la autora sino comentar algunos aspectos
que ella nos ofrece sobre mi pueblo.
Menciona la autora el castro prerromano que existió en un altozano
de la primera curva de la carretera que, saliendo de Ventanueva, nos conduce a
Vega de Rengos. Ese castro hace más de dos siglos que prácticamente no existe
pues, según me dijo mi padre, sus piedras fueron empleadas en una de las
innumerables reformas que sufrió el Palacio de La Muriella, situado en un prado,
precioso y llano, pocos metros más adelante, a la izquierda de esa misma
carretera. De la citada curva sale un camino hacia la derecha donde siempre
hubo una casa y un hórreo, a los que conocimos como “El castro”, situados al
pie de la pequeña colina pedregosa y cubierta de maleza entre la que, en otro
tiempo, crecían dos cerezales bravas que hacían las delicias de la chiquillería
de La Venta. Ignoro como puede saberse de cuantos muros y fosos constaba el
castro puesto que sus escasas ruinas, expoliadas y maltrechas, nunca fueron
excavadas.
Bajando el Rañadoiro, antes de llegar a Larón, a la izquierda de
una amplia y pronunciada curva, también mi padre me señaló el perfil de otro
castro sobre una colina, que nadie lograría distinguir entre la espesura que
cubre la zona y dudo que yo misma fuera hoy capaz de reconocer el lugar exacto.
La autora de La Guía cita a
Álvarez Peña y su obra “Ayalgues: Lliendes de tesoros n’Ásturies”, donde se
transcribe la conversación que el autor mantuvo (no se cita lugar ni fecha) con
Secundino Blanco, que copio literalmente: “El castro de Ventanueva dicían que
lu fixeran lus moros (…) Pa la parte d’arriba, que llamaban La Curona,
anduvieran cavando lus minerus buscando un tesoro. Alcontrou miou padre un
furacu cuadrau con una baldosa encima ya polvu dientru, debía ser oru, pero
tiróulu pur nun lu saber y atoupamos una piedra de lus morus, désas de moler,
redonda, en piedra de granu.”
Nunca conocí a ningún Secundino Blanco pero el hecho de que
mencione una piedra de moler trae a mi recuerdo a los molineros de La Venta,
padre e hijo, Constante y Secundino Riesco, residentes en Posada y vecinos de
nuestro Prior, cuyo molino, que no fragua, aparece fotografiado al pie de la
página 248 de La Guía, al lado de la que fue la tienda de mis padres.
Constante Riesco “el Blanco” ( éste era su apodo, que por algo era
molinero) era un personaje genial, digno de una novela de Dikens. Pasaba más
tiempo en nuestra tienda que en su molino y lo recuerdo con absoluta claridad:
enjuto, encorvado, con madreñas de punta y clavos; embutido invierno y verano
en un traje de pana con chaleco de incierto color pardo desvaído por el uso y
el polvo blanco de la harina; con una boina diminuta a modo de solideo molinero
que nunca supimos como se sostenía sobre su calvo cráneo; la nariz, aguileña y
muy prominente y unos ojillos en los que brillaba toda la malicia de este
mundo… Mi padre y él se adoraban…aunque costara trabajo creerlo. ”El Blanco”
entraba cada día en la tienda al grito de “¡Saturno, comedor, zampapatacas!” Y
mi padre le respondía “¡Molinero, macuto, ladrón!” Y así un día y otro día; y
un año y otro año. En aquellos tiempos en que no había TV y, al menos en
Ventanueva, la radio se oía con gran dificultad; en que no llegaban los
periódicos ni se les echaba de menos porque debían ser desconocidos, estas
diatribas de vecinos eran un espectáculo con el que los parroquianos se
entretenían como si fueran una novedad.
“El Blanco” sentía auténtica debilidad por mi hermano, que era de
la piel del diablo y buscaba refugio en el molino cuando armaba una de las
suyas, un día sí y otro también, y mi padre salía de la tienda en su
persecución. “El Blanco”, más viejo pero mucho más ágil, en dos zancadas subía
la cuesta y se plantaba en medio del puente dando voces, blandiendo una guiada
y dispuesto a tirar al río a cualquiera que osara amenazar al “sou neno”.
Ni Constante ni su hijo Secundino hablaron nunca como transcribe
el Sr. Álvarez Peña (a quien vuelvo a pedir disculpas por si se refiere a otro
“Blanco”). Hablaban como de Posada y de La Venta, sencillamente. En mi casa
trabajó toda la vida un hombre de Lartosa, José, (a quien nuestro Prior sin
duda recuerda perfectamente), que era como de la familia y hablaba tan
“cerrado” como de Lartosa (hoy L’Artosa o La Artosa) que era, una de las aldeas
más aisladas e inaccesibles del Concejo. Pues bien, ni siquiera José hablaba
como dice el Sr. Álvarez Peña y conste que de él aprendí palabras como cedo, enguano,
ainda, ia, renaz, esquilo, rapiega, curuxa… y otras muchas que creí
irremediablemente olvidadas y volví a escuchar mucho tiempo después (¡con qué
alegría!) en boca de amigos portugueses.
También en La Guía se habla de La Venta de Puente Fondera y fue mi
abuelo quien, dejando su Moncó natal para trabajar como dinamitero en las obras
de la carretera, alquiló, y compró después, aquel negocio cuya ampliación debió
ser una necesidad porque tuvo 8 hijos. Creo que a él se debió también el
definitivo cambio de nombre del lugar, aunque no puedo asegurarlo, y a su
privilegiada situación el hecho de que allí se fueran estableciendo la oficina
de Correos, el estanco, la parada de autobuses cuando se organizaron las líneas
regulares, la consulta del médico, la farmacia, la sucursal bancaria…Yo,
naturalmente, conocí todo eso en pleno auge, en el apogeo de las explotaciones carboníferas
y madereras, cuando Ventanueva y
alrededores eran un hervidero de gente y actividad.
Hoy… hoy todo ha cambiado mucho. El bosque vuelve a invadir
huertas y prados y las casas, desaparecidos o emigrados sus habitantes, una
tras otra van cayendo en el abandono. Ventanueva me parece hoy más pequeña, más
sombría, más solitaria, más encerrada en sí misma… Me parece que camina en
dirección al pasado, a aquella confluencia deshabitada de ríos y caminos que marcó su destino. Al sentimiento que ésto me produce le pone palabras Miguel Ángel Asturias
(guatemalteco, Nobel de Literatura 1967): “En la vida de los pueblos, como en
la de los hombres, hay momentos mágicos. No pueden repetirse”.
MGM. MARZO
2017
martes, 7 de marzo de 2017
UN FRAILE MUY PECULIAR
Se llamaba Rafael Sánchez Guerra, y si
Miguel Ángel estuviera aún entre nosotros, sería otro de sus frailes misteriosos. Desconocido era al menos para mí hasta acceder en fechas recientes a
parte de su biografía.
Un hecho casual, la lectura de la fecha del
fallecimiento de un fraile dominico en el Colegio Apostólico de Villava, me llamó la atención. Se había producido tres meses antes de que nos
acogieran generosamente en ese centro navarro con motivo del viaje de fin de
curso a los sanfermines de 1964.
Recuerdos de aquel viaje ocuparon parte de
mi primera aparición en el blog. Aunque solo la inconsciencia de la juventud puede
explicar que algunos prefiriésemos el duro suelo de la Plaza del
Castillo para pasar la noche, y ser los primeros en el encierro, a las más cómodas literas puestas a nuestra disposición por los frailes dominicos, sí pudimos
disfrutar de su hospitalidad. Es por esa gratitud por la que, más de cincuenta años después, cualquier
hecho acaecido entre aquellos muros continúe suscitando
mi interés.
Es muy probable que algunos profesores de
Corias ya conocieran a este hombre, que incluso hubieran mantenido relación con él y nos pudieran aportar
matices valiosos de su personalidad. Pero poco podíamos saber
nosotros entonces de la reciente muerte, menos de su azarosa trayectoria vital.
Dudo que alguien hiciera algún comentario sobre el difunto, y, si lo
hizo, pasaría inadvertido, al menos para mí, con todo
el interés centrado en explorar los nuevos y fascinantes horizontes
vislumbrados entre el jolgorio de la etílica fiesta.
Sin embargo no cabe duda, Rafael Sánchez Guerra fue una personalidad y un fraile singular. Mucho
antes de profesar como dominico había estudiado en el elitista colegio del
Pilar. Después, ya licenciado en Derecho, sus sólidas
convicciones y compromiso social le llevaron a destinos diversos: oficial del
ejército durante la guerra de África, político republicano, concejal del Ayuntamiento de Madrid que enarboló la bandera tricolor para proclamar la República en la Puerta del Sol, presidente del Real Madrid, prisionero
político en las cárceles de Franco, ministro del Gobierno
republicano en el exilio presidido por José Giral,
periodista en el Paris recién liberado de la ocupación nazi y autor de varios libros.
Indagar sobre su vida puede resultar
interesante, incluso apasionante, para desvelar una etapa desdichada y poco
conocida de nuestra historia. Católico y republicano tenía poco más de treinta años al
proclamarse la República. Nombrado secretario general de Presidencia por Alcalá Zamora desempeñó un papel determinante en el
planeamiento urbano del Madrid actual.
Cuando el Ministerio de Obras Públicas, dirigido por el asturiano Indalecio Prieto, planeó el desarrollo de Madrid a partir de la actual Plaza de San Juan de
la Cruz con la construcción de los Nuevos Ministerios, había previsto que la salida de la ciudad, y continuación de la Castellana, fuera un eje diagonal que siguiendo las
proximidades del actual Paseo de la Habana desembocara por Chamartín de la Rosa en la carretera de Burgos. Pero esa nueva avenida
presentaba un problema: su trazado atravesaba los campos de Chamartín donde el Real Madrid ya tenía su estadio
y años después se levantaría el actual
Santiago Bernabeu. Sánchez Guerra, seguidor madridista,
intercedió para que se cambiase ese proyecto, consiguiendo que la prolongación de la Castellana continuase recta hasta más allá
de Plaza de Castilla. Así se impidió el desmembramiento de los terrenos de fútbol al
tiempo de perpetuar hasta hoy una anomalía en la
salida desde el centro de Madrid por la Castellana a la N-I. Después de un recorrido recto hasta la altura del hospital La Paz es
preciso efectuar un pronunciado desvío hacia la derecha para tomar esa autovía.
Los planes urbanísticos pueden
condicionar etapas de nuestra vida, y esto pudo ocurrir en mi caso. Al
finalizar la guerra, sobre los terrenos que debía haber
ocupado el enlace de la descartada gran avenida diagonal con la carretera de
Burgos, se edificaron las naves y oficinas de la Fábrica
Electrotécnica Chamartín. Favorecida por el desarrollismo autárquico y dedicada a la fabricación de
transformadores, condensadores, reactancias, luminarias y otros componentes
industriales llegó
a dar ocupación a unos dos
mil trabajadores. En ella, meses después de
abandonar Corias, comencé yo mi andadura laboral a lo largo de
unos seis años. También, en un solar lindante con esta empresa,
Samuel Bronston, sobrino o familiar cercano de León Trotski,
montó los estudios cinematográficos donde se rodaron buena parte de las
superproducciones de la época: El Cid, 55 días en Pekín, La caída del
Imperio Romano, El fabuloso mundo del circo…y por
esos estudios desfilaron las estrellas más rutilantes
del cine de aquellos tiempos, Sofía Loren, Ava Gardner, Claudia Cardinale,
Rita Hayworth, David Niven, Charlton
Heston, John Wayne…y una interminable relación. A
mediados de los sesenta, cuando entré a trabajar en la fábrica, los estudios continuaban en plena actividad, se rodaban películas y programas para TVE. Las ventanas del departamento al que
fui destinado daban sobre los estudios y desde ellas veíamos el trajín del montaje y desmontaje de decorados,
los avatares de los rodajes y las idas y venidas de los actores y las actrices
más famosos del momento. No creo que esa circunstancia favoreciera
nuestra dedicación al trabajo y elevara la productividad, pero hacía más amena la jornada laboral.
Después de este
circunloquio regreso al personaje central de esta historia. En agradecimiento a
sus decisivas gestiones para salvar del desmembramiento el campo deportivo,
y reconociendo su acendrado amor al club, la afición merengue le eligió como presidente en 1935. Desde esa
presidencia impulsó
la popular campaña “Fútbol a peseta” con el objetivo de convertir ese deporte en un fenómeno de masas, con la incorporación de Lecue,
Kellemen, Alberty y otros, formó un potente equipo que ganó la última Copa de la República en la final disputada al Barça.
Cuando se produjo el golpe de Estado contra
la República era concejal de Madrid, cargo que ejerció durante los años de asedio a la capital. Al finalizar
la guerra, con la entrada de las tropas llamadas “nacionales” en Madrid, su sentido del deber y bonhomía le
llevaron a pensar que no tenía nada que temer. Confiado en el
cumplimento de la “paz honrosa”, negociada por el coronel Casado y
Franco, rehusó
los medios puestos a su alcance para abandonar España y permaneció junto a otros dirigentes republicanos en
la sede de un ministerio. Pero ningún propósito
albergaba Franco y su Régimen de ser clemente con los vencidos y,
al igual que miles de madrileños, fue detenido y encarcelado. Condenado
a treinta años de prisión estuvo confinado inicialmente en la cárcel de Porlier, una de las veintiuna cárceles que
existieron en Madrid, dieciséis de hombres y cinco de mujeres, durante
el periodo 1939-1945. Este imponente edificio, situado en el barrio de
Salamanca (Padilla esquina a Porlier), existe todavía
reconvertido en colegio de los Calasancios.
Por
esta cárcel, entre otros miles de republicanos represaliados, pasaron
además de Sánchez Guerra, reconocidos personajes como Miguel Hernández, Antonio Buero Vallejo o Marcos Ana. Un elevado número de presos fueron sacados de allí para ser
fusilados en las tapias del cementerio del Este. Juana Doña, por aquellas fechas presa en la cárcel de
mujeres de Ventas, donde se hacinaban unas cuatro mil mujeres, narra en su
libro autobiográfico “Desde la noche y la niebla” los trágicos
amaneceres sacudidos por las descargas de los fusilamientos cuyo sonido,
sobrevolando el antiguo arroyo del Abroñigal y
actual curso de la M-30, llegaba con nitidez hasta la prisión. También el de los espaciados tiros de gracia
con los que las presas hacían recuento de los fusilados cada
madrugada. Tampoco las mujeres se libraban del macabro ritual diario perpetrado
en aquellas tapias. Recordadas son las
llamadas Trece rosas. Trece jóvenes, de edades comprendidas entre los
dieciocho y veintinueve años, fusiladas en aquel lugar meses después de terminada la guerra bajo la acusación de formar
parte de la JSU. “Que mi nombre no se borre en la historia” escribió Julia Conesa, una de aquellas jóvenes, en la última carta dirigida a su madre antes de
ser fusilada. Rememorando ese trágico episodio autores como Carlos
Fonseca, Jesús Ferrero y otros han escrito libros para recuperar pasajes de su
vida, detención y muerte. Incluso se realizó una película, con dudoso acierto, en años
recientes. Todos los años, el 5 de agosto, fecha de la ejecución, se celebra un emotivo homenaje ante la tapia donde fueron
segadas sus vidas.
El
mismo destino, en el mismo lugar, tuvo Eugenio Mesón, joven
dirigente de la JSU y marido de la autora del libro antes citado, Juana Doña.
Los presos de Porlier recordados aquí por su nombre sufrieron distintas suertes. Resulta conocido que
Miguel Hernández murió en la cárcel de
Alicante en 1942. Buero Vallejo permaneció en
distintas prisiones durante siete años y Marcos Ana, fallecido
recientemente, sufrió presidio durante veintitrés. Entró en la cárcel a la
edad de diecinueve años y salió cumplidos
los cuarenta y dos gracias a una amplia campaña
internacional por su excarcelación. En su libro “Decidme cómo es un árbol” refleja con descarnado verismo
aquellos terribles tiempos. También Rafael Sánchez Guerra
escribió un libro titulado “Mis prisiones, memorias de un preso de
Franco” sobre aquella dolorosa etapa de su vida. Aunque él tuvo más suerte. Gracias a los buenos oficios de
su primo el general Antonio Barroso, que sería ministro
de Franco, consiguió
salir en libertad después de más de dos años en prisión.
Posteriormente pudo salir clandestinamente de España para
establecerse en el Paris recién liberado de la ocupación nazi y formar parte del Gobierno republicano en el exilio. En
Francia ejerció
de periodista y creó una agencia
de noticias.
Cuando a finales de los años cincuenta su mujer, Rosario, estaba a punto de fallecer, él, ferviente católico, le hizo la promesa de ingresar en
un convento. Ayudado de nuevo por su primo el general Barroso consiguió permiso para regresar a España con el
compromiso de ingresar en la Orden de los Dominicos con sede en Villava. Allí tomó
los hábitos y permaneció hasta su muerte el 2 de abril de 1964, tres meses antes de que
alumnos de Corias fuéramos acogidos en aquel lugar durante
nuestro periplo festivo. Tenía 66 años.
ulpiano rodríguez calvo
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