PRESENTACIÓN

Anualmente cuando nos reunimos los antiguos alumnos de Corias, bien sea en grupos minoritarios por promociones en diferentes lugares del Principado y alrededores, o de forma general en el encuentro de Corias a finales de cada mes de septiembre, siempre solíamos comentar al sentir la alegría de juntarnos de nuevo que, era una pena el que hubieran pasado tantos años sin comunicarnos y sin saber unos de otros.

Afortunadamente, en estos tiempos eso está subsanado gracias a los medios informáticos disponibles que tenemos a nuestro alcance. Aprovechando la oportunidad que nos brinda BLOGGER para poder crear un espacio cibernético común, en la nube, donde se pueda participar y expresar los recuerdos que cada uno de nosotros guardamos celosamente de aquellos años, es cuando surge el Blog de los antiguos alumnos de Corias.

Esta elemental presentación lo único que pretende y persigue es reavivar la amistad y la armonía que hemos trabado entre todos nosotros durante los años de convivencia en el Instituto Laboral San Juan Bautista de Corias y, que a pesar del tiempo transcurrido, aún perviven frescas en nuestro recuerdo.

Otro de los objetivos del blog es recordar y compartir las peripecias vividas por aquellos jóvenes que coincidimos bajo las mismas enseñanzas, disciplinas, aulas, comedores, dormitorios, juegos, etc., durante varios años en el convento de Corias y que aún las tenemos muy presentes.

La mejor forma que tenemos para rememorarlo es ir contando en este blog todos los pasajes que cada uno de nosotros recuerde, expresados con la forma y estilo propios de cada uno pero, siempre supeditados a los principios del buen gusto, el respeto y a la correcta educación que nos han inculcado los padres dominicos. El temario en principio aún siendo libre, sí debiéramos procurar en general, que tengan preferencia los temas relacionados con el colegio y su entorno, ya que es el vínculo y denominador común entre todos nosotros.

Como es lógico, cada colaborador es el único responsable de sus opiniones vertidas aquí en el blog; las cuales pueden ser expresadas libremente sin condicionantes ni cortapisa alguna por parte de la dirección; tan solo debemos atenernos todos, a las premisas mencionadas anteriormente del respeto y el buen gusto.

Una vez hecha esta breve presentación, se pide la colaboración y aportación de todos los antiguos alumnos pues, seguro que todos tenemos algo ameno e interesante que contar. Unas veces serán relatos agradables y divertidos, y otras no tanto; pero así es la realidad de la vida.

Al blog le dan vida una serie de antiguos alumnos que colaboran de forma fehaciente y entusiasta con Benjamín Galán que es el bloguero administrador. A este galante caballero el cargo de administrador no le fue asignado por méritos propios, más bien por defecto, de forma automática; simplemente, por ser el titular del blog. Pero podría delegar el cargo en cualquier otro colaborador que así lo deseara.

De antemano, muchas gracias a todos los participantes y colaboradores. Tanto a los antiguos alumnos y profesores que deseen intervenir, como a todos nuestros amigos lectores.

¡A colaborar y a disfrutarlo!

(21 de noviembre de 2009)

B. G. G. (BLOGUERO PRIOR)

viernes, 24 de abril de 2015

UNA CURIOSIDAD CASI INFANTIL


 Esta mañana durante el recorrido habitual que hacemos  por el campo mi señora y yo, a pesar de que llevamos juntos más de cuarenta años, la he dejado  gratamente sorprendida, cosa difícil por otro lado,  y fue  por mostrarle algo muy simple que,  a los que nos gusta saber cosas de los árboles, no nos sorprende demasiado porque ya lo hemos presenciado infinidad de veces.

La cosa partió al  ver  en el suelo unas simples semillas de arce, plágano o pládano  y se me ocurrió explicarle   el por qué tenían forma de ala. Pues bien, estas semillas llamadas sámaras van unidas a una especie de paracaídas o ala vegetal muy fina, de configuración muy  parecida a las de algunos insectos y también a las de ciertos  artilugios mecánicos voladores. Este tipo de  semillas las producen  los arces  y también  los fresnos  y los olmos  entre otros. 

Una vez cumplidas y maduras, llegada la hora de tener que desprenderse  de las ramas y caer al suelo para su próxima germinación, no lo hacen en caída vertical simplemente atraídas por la fuerza de la gravedad, sino que gracias a su perfil aerodinámico,  nada más soltarse de la rama  e iniciar la caída  libre comienzan a girar como lo haría el rotor de un helicóptero  y durante el descenso, que puede ser desde  una altura mínima de unos tres-cuatro metros hasta más de diez, según la altura del árbol, cuando  llegan al suelo ya han logrado distanciarse  en horizontal del  tronco del que provienen  varios metros, eso  sin que haya apenas aire; y en el caso de que corra un poco de viento, entonces pueden alejarse bastante más metros.

La naturaleza  hace esto como uno de los muchos sistema de dispersión natural con los que cuenta, para que las semillas no caigan todas en el mismo lugar  y así se alejen  del árbol madre y entre sí también, con el fin de que  cuando germinen  y salgan los nuevos árboles,  no crezcan hacinados y tengan que disputarse la luz solar y  los nutrientes del suelo entre ellos.

Para poder presenciar esto no hace falta ir al monte, simplemente en los parques donde haya de estos árboles, durante el  otoño es muy frecuente el poder presenciar la caída  de forma natural de estas semillas giratorias voladoras. En mi caso, como ya estábamos fuera de época para que esto se produjera, he improvisado una pequeña demostración  y  he cogido una de las sámaras que había en el suelo y  la he lanzado al aire. Mi acompañanta como nunca lo había observado, se quedó medio embelesada   al  ver la semilla descender girando a toda velocidad hasta aterrizar a una distancia de cuatro o cinco metros lejos de mí. Tal fue el éxito de la prueba,  que le tuve que proporcionar  dos o tres sámaras más (las de la foto)  y durante un buen rato no paró de lanzarlas  al aire una y otra vez para verlas bajar dando vueltas, como si de una criatura se tratara.

Está claro que nos volvemos  como niños, pero también es cierto que lo bonito gusta a todos: a pequeños y a  grandes.


B. G. G. bloguero “Prior”

lunes, 20 de abril de 2015

DE VEGA DE RENGOS A MADRID


A propósito  de la agradable entrada última de Ulpiano, en la que nos relata de una forma tan amena y con el depurado y  esmerado estilo que le caracteriza, sobre  las peripecias de su primer viaje a Madrid, me entraron ganas de hacerle un  comentario al respecto, pero me salió un tanto extenso  y aprovechando  que esta temporada no andamos muy sobrantes de género lo hago como una entrada. Pues bien,  diré que mi primer traslado a la capital de España desde Vega de  Rengos, también fue yendo de acompañante de un primo mío que tenía un camión en propiedad con otro socio y que normalmente, hacían al menos dos viajes por semana con carbón procedente de la mina del Patatero, ubicada en  Monasterio de Hermo, con destino a las carbonerías  madrileñas. Finalizado el  quinto curso en Corias, cuando ya contaba con  18 años, de vez en cuando y durante las vacaciones estivales,  mi madre tenía a bien que fuese de acompañante con el primo por esas carreteras de dios, principalmente, para darle conversación durante la noche y así evitar en lo posible  los microsueños en el conductor.

Recuerdo que mi primer viaje lo hice con muchísima ilusión, a pesar de que aquellos viajes eran toda una odisea pues, aunque los camiones Pegaso ya habían mejorado bastante,  en cuanto a potencia y en cuanto a confort,  en verano hacía un calor dentro de las cabinas que achicharraba, a pesar de llevar las ventanillas abiertas  hasta el tope, y si el camión no estaba muy nuevo y el  puerto era prolongado , si  no se hacía al menos una parada durante el ascenso, podías llegar a la coronación como si acabaras de salir de una sauna. Otro problema era el excesivo ruido,   dentro de la cabina para entenderse,  había que hablar a grito pelado.

En aquellos años los camiones transportaban una carga neta aproximada  entre las 12 y las 15 toneladas métricas, y una vez que el camión salía de la tolva en el cargadero de la mina de forma inmediata  se pasaba por la báscula para obtener el peso total del vehículo recién cargado: carga más tara. Y ese tique que se le entregaba allí  era el que tenía que presentar  en destino al cliente al llegar a Madrid. Pero como los carboneros madrileños no se fiaban de lo que le pudiera pasar a la carga durante el trayecto, en cuanto entraba  el camión en los almacenes donde se  acopiaba la antracita, procedían de nuevo a pesar el camión completo y ese tonelaje era el que iba a misa y se tenía en cuenta para a la salida pesar el camión vacío y así poder  destarar y  saber con exactitud el peso neto de carbón entregado.

Se hacía este doble pesaje  porque la mayoría de las veces había diferencias notorias  de kilos, hasta de más de cien,  entre ambas pesadas: la de origen en la mina y la del destino en Madrid. Esta merma se achacaba a la “evaporación”  si era verano,  y si llovía al efecto de lavado del agua. Pero la realidad era otra mucho más pícara y se debía a que, de vez en cuando, por no decir a diario, los propios conductores  descuidaban algún cesto que otro del mineral  transportado para así  poder juntar combustible, cara al invierno, para calentar las cocinas de sus  casas. A veces, para que no les viesen, no les quedaba otro remedio que  dejarlo metido en sacos y escondido entre la vegetación, cerca de la carretera, para al regreso poder recogerlos, sobre todo, si era de noche.

Este pequeño fraude era archiconocido por los carboneros madrileños y se trataba de impedir  de varias formas, pero la más simple,  ocurrente y también vulnerable si llovía durante el trayecto, era la de espolvorear toda la cobertera de la carga con cal  a la salida de la báscula en la mina  y así,  si en el destino la montera del carbón no presentaba las mismas manchas blancas,  uniformemente repartidas por toda la caja, eso  era señal inequívoca de que allí habían andado los ratones. Yo, más de una vez y más de dos, me tuve que quedar escondido en la cama de la cabina, ocultado como si estuviera dormido, a la hora de entrar el camión a pesar.  Lo malo de esto es que ya no me podía mover de aquel  camastro en todo el tiempo que durase la descarga, no me fuesen a ver salir, y a veces la espera superaba las  dos horas pues, solo algunos modelos tenían basculante y normalmente, la descarga la hacían tres o cuatro hombres  manualmente a pala. Bien mirado, con  este ridículo camuflaje que se hacía, al incluir como carbón el peso de una o dos personas, el beneficio era escaso,  pero al menos eran setenta y tantos o ciento y pico  kilos que no había motivo para  tener que achacárselos a la “evaporación”. Como se suele decir: Menos da una piedra. Ahora bien,  esta pueril picardía tampoco se podía hacer en todas las carbonerías, porque  las había que el encargado, era de esos del  “eg que”, ya viejo y más trallado de todo  que el Pupas, que se las sabía todas y  lo primero que hacía nada más  colocar el camión en la plataforma de la báscula era subirse a la cabina y retirar la cortinilla de la cama por si había detrás de ella alguna “liebre” encamada. Nos tiene contado uno de estos veteranos, que en una ocasión  él había descubierto hasta  tres “liebres“  acurrucadas en el nido.


B. G. G. bloguero “Prior”

domingo, 19 de abril de 2015

PEQUEÑOS RECUERDOS


Durante los años tempranos de la vida el futuro es una montaña de sueños con perfiles luminosos y precisos que siempre tenemos ante nosotros, montaña que va decreciendo hasta casi desaparecer con el paso del tiempo. Después, cuando la vida ya se despeña por una turbulenta cascada de años, el pasado es una cordillera creciente e imprecisa, difuminada por la neblina del tiempo, formada por recuerdos, buenos y malos, que solo logramos escrutar al volver la vista atrás. Como en todas las cordilleras que se precien, también en la vida existen picos más altos, sobresaliendo de entre la niebla del tiempo, que aunque más lejanos aparecen siempre más nítidos y visibles. Éstos, sean de nuestro agrado o no, con solo mirar de reojo los tenemos presentes. Son otros los que solo aparecen cuando la casualidad ilumina la zona sombría de esa ya ingente cordillera de olvidos donde estaban depositados.

Esto que es obvio por sabido lo traigo aquí para justificar el porqué, en ocasiones, rememoramos hechos acaecidos hace tiempo que creíamos nimios y perdidos.

Hace días, en plena Semana Santa, mientras todos los barrios de Madrid se encontraban vacíos, a excepción del cogollo central donde se apiñaban turistas y otros visitantes, al pasar ante el cine Conde Duque se iluminaron algunos  recuerdos de mi primera visita a Madrid.

El primer destello en la maltratada memoria fue que en ese cine, entonces recién inaugurado, asistí en aquella ocasión al estreno en Madrid, Domingo de Pascua, de la película dirigida por Richard Brooks  Dulce pájaro de juventud. Estaba catalogada por la censura del Régimen para mayores de 18 años, con muchas erres, en el límite que aquella moralidad estaba dispuesta tolerar. Aunque tenía 16 pude entrar sin problemas, siempre aparenté más edad, algo que entonces me parecía estupendo y bastante menos ahora. En esa película un joven y ambicioso Paul Newman seducía, con la esperanza de que ella le abriera el camino de la fama, a una madura pero aún estupenda Geraldine Page. La película me impactó. El personaje de Chance interpretado por Newman podía resultar un desafío tentador para quienes estábamos en el albor de la vida. Pocos años después pude leer la obra teatral, más dura y descarnada,  de Tennesse Williams sobre la que estaba basada la película. Esa lectura quizá contribuyera,  junto los años transcurridos, al enfriamiento de aquella tentación.

Mi hermana, Gela hacía algún tiempo que se había establecido en Madrid y estaba invitado a pasar unos días en su casa y así conocer la capital. Era Semana Santa de 1963, vacaciones de Pascua en Corias. Unas vacaciones muy necesarias para cargarse de ánimos y afrontar el duro tercer trimestre con los exámenes de final de curso. Sobre todo para quienes habíamos pasado los dos primeros trimestres sesteando, o atraídos por otros intereses, más que estudiando.

El viaje a Madrid, en aquella época, para los chavales de Cangas resultaba asequible. Decenas de camiones partían todas las semanas de Cangas transportando centenares o miles de toneladas de carbón para alimentar las calderas que calentaban Madrid. Bastaba ponerse de acuerdo con un familiar, amigo o conocido que hiciera esos transportes para tener asegurada  ida y vuelta.

Uno de mis cuñados, Paco, hacía dos o tres viajes semanales llevando carbón a Madrid. Camionero desde que tenía uso de razón, antes de tener edad para sacar el carné de conducir ya había recorrido   todas aquellas peligrosas pistas de tierra, sangrantes puñaladas infligidas a las montañas vírgenes de Cangas, bajando carbón desde las bocaminas a los lavaderos al volante de imposibles camiones comprados como chatarra al ejército americano después de la Segunda Guerra Mundial. En uno de aquellos viajes, en medio de un diluvio infernal, la pista se desplomó al paso del camión. Ambos terminaron en lo más profundo del barranco. Salvó la vida después de varias  operaciones y meses de hospitalización. Las secuelas - en alguna ocasión hace referencia a ellas - persisten hasta hoy, ya próximo a cumplir ochenta años. Cuando ocurrió el accidente yo era un niño, y él aún no estaba casado con mi hermana Amelia, pero recuerdo nítidamente al día que se produjo el accidente. Era San Crispín, fiesta que mis abuelos maternos del Palacio de Ardaliz celebraban reuniendo a la familia todos los años en diciembre.
Paco fue el encargado de llevarme a Madrid. No íbamos solos, nos acompañaban, también en su primer viaje a la capital, mi primo José del Palacio y otro familiar nuestro, Luciano, de Regla de Naviego, que iba para quedarse y aprender el oficio de carnicero. Años después Luciano regresó a Cangas para abrir la carnicería situada enfrente del Chicote. En ella trabajó hasta su jubilación hace pocos años.

Era primera hora de la tarde y llovía al salir de Limés. Después de Vallao la lluvia se fue tornando en aguanieve. Cuando sobrepasamos las casas solitarias y cerradas a cal y canto de Leitariegos nevaba copiosamente cubriendo ya con un espeso manto la precaria carretera. Continuamos avanzando, pero el camión, enorme, de tres ejes, con veinte toneladas de carbón en la caja parecía un barco en medio de una galerna de olas blancas. Sin visibilidad  y patinando amenazaba con salirse de lo que se adivinaba como carretera. Ante esta situación, a la altura donde actualmente se encuentran las instalaciones de esquí, Paco decidió poner las cadenas. Costosa y arriesgada operación que solo los camioneros obligados a realizarla conocen. Nosotros, a pesar de su oposición, también salimos de la cabina intentando ayudarle. La ayuda debió de ser nula, más bien estorbo. Al final él consiguió colocar las cadenas. También conseguimos quedar empapados hasta los huesos los cuatro.

Descendimos muy lentamente el puerto por la vertiente leonesa. A mitad de la bajada había cesado de nevar y la carretera estaba casi limpia por lo que detuvo el camión y procedió a quitar las cadenas. Cuando llegamos a Caboalles estaba anocheciendo, con todas las ropas mojadas y, aunque llevábamos abundantes meriendas que nos habían puesto nuestras madres, hambrientos. A Luciano y a José se les ocurrió una luminosa idea. Teníamos unos parientes, con los que ellos mantenían una relación más estrecha, que vivían allí. Propusieron ir a visitarlos pues nos recibirían con los brazos abiertos. Así fue, nos cambiamos de ropa mientras la mojada se secaba ante la lumbre que chisporroteaba en la cocina y nos prepararon una opípara cena. Sobre las once de la noche, con las ropas secas y los cuerpos satisfechos, abandonamos Caboalles.

Al llegar a León, Paco, planteó la conveniencia de parar y dormir un rato. Debía de estar agotado después del accidentado paso por el puerto y tantas horas al volante, (entonces no existían tacógrafos). Con la emoción del viaje nosotros no teníamos pizca de sueño, preferíamos dar una vuelta por la ciudad. Él se acostó en la litera que llevan los camiones en la parte posterior de la cabina pidiéndonos que regresáramos al cabo de unas dos horas para despertarle si aún dormía. Nos dispusimos a callejear y buscar algún lugar abierto. Pero era la una pasada y todo estaba cerrado, no había nadie por las oscuras calles y hacía un frío que traspasaba la ropa que llevábamos puesta. Aguantamos algo más de una hora sin saber muy bien dónde meternos. Poco después de las dos de la madrugada estábamos en el camión intentando sacar a nuestro conductor de su reparador sueño y reemprender  viaje. Aún hoy no logro imaginar el esfuerzo que tuvo que hacer para no arrojarnos el gato a la cabeza.

Continuamos viaje. Durante ese trayecto creo recordar haber quedado ensimismado, ajeno a la conversación de mis compañeros, en distintos periodos. Aunque era noche cerrada, o tal vez por eso, percibía una sensación extraña de estar viajando por el vacío. Acostumbrado a Asturias, donde incluso de noche veía o percibía la proximidad de la ladera de la montaña cerrando el horizonte, allí, en medio de aquellas inabarcables llanuras castellanas, intuidas a través de la oscuridad, sentía  una inquietante y nueva sensación de vacío, sentimiento quizá acentuado por lo desconocido.

 De cuando en cuando en el horizonte lejano surgía una luz y la duda de si se trataba de un nuevo pueblo. En ocasiones, en efecto, se trataba de un pueblo dormido al que llegábamos mucho después de haber avistado sus luces. Luces mortecinas reflejadas en los muros de adobe envolviendo las casas con irreales mantos rojizos y amarillentos. En otras ocasiones, después de largo tiempo de mantener fija la mirada en una luz veíamos que ésta se separaba en dos, eran los haces de los faros de un camión que tiempo después, atronando, se cruzaba con nosotros.

Antes de llegar a Adanero comencé a percibir una línea de claridad en el horizonte. Eran las más tempranas luces del amanecer. Poco después, sobre las montañas que separan Segovia de Madrid, las nubes se transformaron en un deshilachado, bermejo y rosáceo, telón de teatro. Era como si detrás de aquel telón Madrid estuviera siendo devorado por una gigantesca hoguera que nosotros contemplábamos desde la penumbra dormida de los campos segovianos.

Los primeros rayos de sol atravesaron el parabrisas del camión, obligándome a entrecerrar los ojos que poco a poco se terminaron de cerrar al quedar dormido.

Desperté cegado por la luz. Nunca había percibido una luminosidad tan intensa, parecía que un gigante invisible había pulido y sacado brillo a la atmósfera que nos rodeaba. Años  después supe de las características luminosas atribuidas a Madrid cuando la contaminación no consigue echarle su fatídico borrón, características espléndidas y cambiantes muy difíciles de igualar. Dicen los entendidos que solo Velázquez logró captar en su paleta los tonos del cielo madrileño; por eso al cielo de Madrid también se le suele llamar velazqueño.

Bajábamos el Puerto de los Leones. Los túneles del Guadarrama aún no estaban abiertos. Paco continuaba atento al volante, utilizando con tino el freno eléctrico para que la pesada carga no arrastrara al camión pendiente abajo. Echó una ojeada y me dijo: ¡vaya siesta, eh! Los otros compañeros de viaje también estaban adormilados, pero pronto se fueron despejando.

 Comenzamos a sacar las viandas que nos habían puesto en casa y sobre la marcha nos pegamos un desayuno del que se puede decir de todo menos que fuera frugal.

Llegamos al Paseo de la Florida bien avanzada la mañana.

Aquí debiera continuar con el relato de algunos recuerdos de las andanzas de aquellos días por Madrid. Esta era la intención inicial, pero al demorarme tanto con el viaje, y para no aburrir más, tanto a mi mismo como algún posible lector, tendré que dejarlo para otra, si se presenta, mejor ocasión.


ulpiano rodríguez calvo.

domingo, 12 de abril de 2015

NATALIA


Podría contar innumerables equivocaciones que cometí, pero voy a relatar la más imperdonable y que recordaré toda mi vida.
Natalia era una mocina guapa. Sin pasarse. Era agraciada, como tantas otras de su edad. Calculo que tendría entonces diecinueve años. Tenía un novio policía que llamaba “mi churri”. Según me contaba.

Era una chica agradable, delicada, dulce y muy inocente. También era buena estudiante. La naturaleza la había dotado de un don fascinante.

A ver si me comprendéis ¿Habéis observado el cambio que se produce casi siempre en un rostro cuando se abre en una amplia sonrisa? Una sonrisa suele ser el significante de buena acogida, toda sonrisa lleva en sí una carga semántica que equivale a una cálida recepción, un puente tendido hacia lo amigable, una predisposición a ser útil, a un trato cariñoso y cordial. El cambio que una sonrisa provoca en el rostro le transforma por entero.

Natalia, con cara de foto de carnet no era ni más guapa ni menos que otras muchas chicas. Cuando sonreía su cara era una delicia.

Así fue que un chico de su mismo curso pero en aula distinta se enamoró de ella de forma compulsiva. El infeliz fue verla y caer automáticamente en el Síndrome de Stendhal (Es decir quedó arrobado, atónico, hechizado) Se llama así por el novelista francés Stendhal que al visitar la iglesia de Santa Cruz de Florencia quedó enajenado. Los médicos consideran este síndrome como algo que puede llegar a ser muy peligroso.

Lo malo es que tenía aburrida a la pobre chica, y a mí:
-                              -  Pepe ¿Viste alguna vez a una chica tan guapa?
-                              - No, nunca.
Al día siguiente.
-                            -  Pepe ¿Te has fijado como le reluce la cara cuando sonríe?
-                            -  Sí, hombre, claro que me he fijado.
-                           -   Pepe ¿Qué hago? Ni me mira…
-                           - Tú no te desanimes…
Para el colmo el pobre era alto, flaco, cargado de hombros, la cabeza, ligeramente inclinada hacia delante siempre llegaba a todas partes medio segundo antes que el cuerpo. Los ojos pequeños, hundidos y con los párpados caídos. En fin, una llaga.

Los sábados y domingos se iba al barrio de Natalia para verla al salir a por el pan.
La pobre estaba medio histérica.
Otro día:
-                          -   Pepe ¿Qué te parece que haga?
Al fin, harto de aquello tomé la decisión equivocado.
Mira, tú déjate de lloriqueos. Eso no les gusta a las mujeres. Tú déjate aconsejar por mí, que de mujeres sé yo un rato (Mentira, ni las entendía entonces, ni las entendí luego, ni  las entenderé jamás)
-                        -  Tu lo que tienes que hacer es blablablablablablablablablablabla.
-                        -  ¿Tú crees? Me decía perplejo.
-                        -  Sí hombre, mira, blablablablablablablablablablablablablablabla.
-                        - Bueno, no sé si me atreveré, decía.
-                        - Nada, anímate y blablablablablablablablablablabla.
Fui un imprudente. Os juro que no me parecía posible que tomara en serio semejante consejo.
Pero  no lo hizo.

A los pocos días, estaba yo en la clase de la chica. Llaman a la puerta y, sin más entra el jodido rubio enamorado, con una rosa en la mano derecha, avanza tres pasos, hinca la rodilla derecha en el suelo, levanta la rosa y dice “Natalia, te quiero”.

Y salió corriendo.
Lo que siguió fue patético. Nadie se rió y Natalia rompió a llorar de una manera compulsiva, todo el tiempo decía lo mismo “Qué vergüenza, qué vergüenza”. Le hice una seña a otra chica y le digo “Llévatela un rato por ahí”.

Quedé a solas con la clase. No podía seguir dando clase. Me sentí avergonzado de mi mismo. Aquel encanto de chica no  merecía semejante humillación. Fue tan estúpido como un grito blasfemo en medio de una misa, como un rebuzno mientras suena la novena Sinfonía  de Beethoven, como poner una babosa encima de una rosa…

Pedí perdón a todos por la parte de culpa que tenía. Me disculpé explicando que no podía creer que me haría caso ante semejante disparate.

Natalia fue noble. Me perdonó. Es más, años más tarde me invitó a su boda que celebraba en un pueblo de Toledo (La puebla de Montalván). Fue la única boda a la que acudí en casi cuarenta años y me habían invitado a un montón.

Está claro que lo mío será la filosofía, la sociología, la política, la literatura… todas menos la mujer. Sigo sin entenderlas y no estoy muy seguro de que ellas se entiendan a sí mismas.


Pepe Morán. Dominico-ex

jueves, 9 de abril de 2015

LA TRONCA Y YO


Treinta y tres años dando clase supone bastantes cientos de alumnos, miles de horas de clase y no pocos incidentes. Agradables casi siempre y enojosos a veces.

Existen antologías que recogen disparates que alumnos escribieron o dijeron de palabra en los exámenes.

Por mi parte quiero hacer un recuento de anécdotas simpáticas que viví en tan largos años.

1        1.      Un año, en Madrid, tuve un alumno de 1º de FPA que además de muy       atildadito y modosito. Era tartamudo. Yo, un día preguntaba, sucesivamente a cada uno de su clase que qué querían ser el día de mañana. El tal tartaja me contestó muy serio: Lololo locutor de rararadio.

2        2.      Abel No sé cuantos, era un alumno que no daba golpe, pero era muy simpático. Un día interrumpió mi explicación en su clase. “¿Puedo decir una cosa?”. Por supuesto, dije. “Que mi abuela es virgen”.

         3.      Tuve una alumna que tenía un novio en el pueblo de sus padres, otro en Madrid, en su barrio y un tercero en el Colegio. Además se le declaró, al profesor de Educación Física, que estaba muy cachas.

4       4.      Un día se me presentó una madre. Venía nerviosa y muy seria. Me pidió que le aclarara que pretendía yo de su hija. Le rogué que se explicara. La nena volvía con frecuencia a casa tarde y algo alegre. Siempre daba la misma explicación “Estuve por ahí con el profesor de inglés”. Señora, dígale a su  hija que le dé una explicación más creíble.

5       5.      Un día estaba vigilando mientras hacían un examen. Eran todos de un grupo que yo no daba clase. Se examinaban de contabilidad. Yo paseaba entre los pupitres. Me aburría muchísimo. De esa tarea deberían encargarse unos policías municipales. Me dio por pararme al lado de una chica que parecía estar un tanto apurada. Me incliné levemente y le pregunté con voz queda. ¿Qué tal va eso? Contestación: “Pues ya ves, tronco, aquí pilotando”. Solté una carcajada irreprimible. Vi su nombre en el examen y unos días más tarde, pregunté quién era. “Bueno, me informaron, vaya joya. No aprueba ni la Educación Física”.

Hablé con su tutor y le pedí permiso para tomar cartas en aquel caso. Empecé a acosarla un día sí y otro también. Un día no aguantó más y me dijo:
¡Joder, tronco, estás más interesado en mí, que mi padre ¿Por qué no me olvidas?
Tranquila nena, cuando apruebes, tres o cuatro asignaturas, te dejo en paz. Pero si tanto te molesta no vuelvo a ocuparme de ti.

Bueno, vale. Tú sigue. Pero no vas a conseguir nada.

Lo conseguí. Terminó la FP. Al cabo de tres años me la encontré por casualidad en la recepción de la clínica Nuestra Señora del Rosario, en Príncipe de Vergara. Salió del cubículo acristalado donde estaba con  otra señora algo mayor y vino hacia mí.
-                                             -  Hola tronco ¿Qué tal? Exclamó.
-                                              - Muy bien, tronca. Me alegro de verte. ¿Trabajas aquí?
-                                             -  Sí, tronco, muchas horas.
-                                            - ¿Por qué muchas? Pregunté.
-                                            - Porque estoy pagando la hipoteca del piso. Que me voy a casar…
-                                           - Ay, tronca, tronca, siempre me pareció que tu valías mucho…


Pepe Morán. Dominico-ex