domingo, 3 de enero de 2010
EXCURSIONES DE CORIAS AL ACEBO
LOS " WEEKEND" DE CORIAS
Viendo la foto que encabeza este artículo –el padre Eduardo y Galán a la altura de Veiga la Piedra, camino del Acebo- me vienen a la memoria los fines de semana del Colegio que; qué cortos se nos hacían. Aquello era lo mínimo que podíamos disfrutar después de una semana entera de trabajo: solamente teníamos de asueto desde el sábado a medio día hasta la tarde del domingo. Bueno, más que fin de semana, era una interrupción de la rutina diaria, para poder volver el lunes de nuevo, a enfrentarse con los estudios y las clases, con el ánimo algo renovado.
La diversión principal de los domingos en el internado de Corias, consistía en el descanso de no tener clases y, como actos extraordinarios: salir de paseo a Cangas, ir al cine, o practicar deportes. Estas actividades completaban toda la oferta lúdica que se nos ofrecía; sobre todo, durante los primeros cursos de bachiller. Después, en los cursos superiores, ya disfrutábamos de alguna que otra diversión más, que contaba con el agrado de la dirección: como eran las excursiones a pie, al monte y, principalmente al Acebo. El ir al Acebo implicaba el pernoctar fuera del colegio lo que nos limitaba a poder hacerlo solamente algún fin de semana.
Como he dicho, los fines de semana que subíamos al Acebo, para nosotros eran más bien cortos pues, salíamos del colegio el sábado a medio día y regresábamos el domingo a última hora de la tarde. En contadas ocasiones pudimos salir del colegio el viernes a última hora para llegar a dormir al Acebo.
Allí en el santuario, aparte de la iglesia estaba la casa del cura donde podíamos pernoctar y vivir sin tener que llevar las tiendas de campaña, ya que, el edificio, disponía de una planta de vivienda perfectamente habitable, con cocina de carbón y dormitorios. Los bajos estaban dedicados a cuadras y bodegas.
Al lado de la casa rectoral, había otra edificación contigua que no recuerdo con exactitud qué uso se le daba. Me suena que tenía una gran sala con mesas largas y asientos corridos para las reuniones parroquiales y que también albergaba el archivo del santuario y de la parroquia.
Normalmente, durante el mes de septiembre se oficiaban misas en el santuario del Acebo, todos los domingos del mes, aparte del día de la fiesta principal, ocho de septiembre. Fuera del periodo veraniego de los festejos, no se solían decir misas de forma regular todos los domingos en el santuario. Como mucho, cada quince días; salvo cuando se hacía de forma extraordinaria por la visita de los frailes de Corias que, venían de excursión con algunos alumnos. En estos casos, se anunciaba la celebración de la misa, para los vecinos de los pueblos de alrededor, mediante un toque de campanas que se daba el domingo por la mañana, como una hora antes de la celebración, y que por costumbre o tradición solía ser, entre las doce y la una de la tarde.
El titular de la parroquia, Don Herminio, el cura del Acebo, tenía a bien que los alumnos de Corias subiéramos los fines de semana y ocupáramos sus instalaciones, siempre y cuando las usásemos con el debido respeto y cuidado.
Esta gentileza por su parte hacia nosotros, no era correspondida del todo como debiera por los visitantes que, a veces, se encargaban de husmear donde no les correspondía y de rebajar el stock de refrescos y de cohetes, durante su estancia en la casa. Este comportamiento no estaba ni autorizado, ni bien visto por su administrador pero, todos sabemos que la carne es débil. Y Don Herminio, lo comprendía y lo toleraba, sin hacer grandes protestas a nuestros superiores.
Durante el curso escolar y, sobre todo, no estando en vísperas de exámenes varios de nosotros, normalmente en grupo de cuatro o cinco, y casi siempre acompañados de un dominico, algunos fines de semana nos desplazábamos a pie desde el colegio hasta El Acebo. Emprendíamos la marcha el sábado por la tarde pertrechados de bastón y con nuestras mochilas al hombro cargadas con la comida necesaria para el grupo durante la corta estancia campera. La carga que transportábamos, como iba repartida entre varios, la verdad, no resultaba excesiva pero, aún así, la cuesta de Veiga la Piedra se hacía interminable hasta llegar al santuario. Sobre todo cuando había nieve y, en esta parte final del trayecto, era frecuente su presencia durante los meses de invierno.
La distancia desde Corias hasta el Acebo por Curriellos, con parada incluida en el pórtico de la capilla de San Antonio, debía de rondar los siete u ocho kilómetros. No era excesivo el recorrido pero, yendo cargado y como casi todo el camino era en pendiente ascendente, los siete kilómetros se hacían larguísimos. Al final del trayecto, cuando nos faltaban uno o dos kilómetros para llegar, estos últimos, se nos hacían interminables y nos daba la sensación de que el kilómetro tenía la misma longitud que la legua, 5.572 m .
Para el tema alimentario solíamos llevar del colegio principalmente conservas; también patatas, huevos cocidos, salchichón y, como complemento energético, frutos secos y pan de higo. Algo de vino también, pero éste había que adquirirlo al llegar en Bornazal, si no lo comprábamos en Corias en casa de Galdina, antes de partir.
Una vez llegados al Acebo lo primero que hacíamos era preparar la iluminación con velas, prender la cocina con leña y extender los colchones sobre los cuales descansábamos. Hecho esto, nos disponíamos a preparar la cena. Los menos cocineros pelábamos las patatas y el padre Carmelo se encargaba de hacer la tortilla o de preparar los huevos con patatas fritas. Como íbamos con frecuencia ya teníamos algo de infraestructura culinaria, a modo de despensa en la cocina con lo más básico como: aceite, sal, ajos, azúcar…, etc. Los sobrantes se quedaban allí para los siguientes que llegasen. Aunque la mayoría de las veces, éramos los mismos los que nos gustaba subir. De vez en cuando, se incorporaba alguno nuevo al grupo, pero no era muy frecuente.
En una de nuestras visitas a la bodega de la casa principal, en busca de maderas viejas para prender la cocina, descubrimos bajo un montón de tablas y cartones, aparentemente con aspecto de leña, o de una acumulación de trastos viejos, apiladas y bien camufladas, varias cajas de Coca Cola que habrían sobrado de las fiestas del verano y, aunque debieran ser respetadas, pues estaban reservadas para la próxima celebración o festejo, nosotros íbamos dando buena cuenta de ellas en cada visita que hacíamos a la bodega.
Ante el éxito obtenido en las sesiones de investigación realizadas por toda la propiedad, como la mencionada anteriormente, en otra ocasión también olisqueando por los diferentes rincones de la casa, el amigo Luís Sánchez Miyares, localizó varios envoltorios de papel de estraza que guardaban celosamente docenas de voladores, los cuales sin demora alguna, su descubridor hizo que se elevaran, aún con la pólvora húmeda, a gran número de ellos de forma estrepitosa y atronadora, causando perplejidad e incertidumbre entre los pobladores de los pueblos próximos, por no ser época de celebraciones, ni haber tenido noticia de que se iba a festejar algún acontecimiento en el Templo.
A veces, cuando llegábamos de día al Acebo, igual nos acercábamos hasta Bornazal a comprar vino en una casa particular que servía bebidas y café, a modo de bar, pero sin serlo. Las consumiciones las tomábamos sentados en la misma mesa familiar de la cocina. En alguna ocasión que disponíamos de más días de estancia, solíamos acercarnos a esta casa el domingo después de comer para pasar la tarde y, hasta se improvisaba un pequeño baile en una sala amplia donde cosían las chicas de la casa y alguna vecina amiga. La música la proporcionaba un chico hermano de las mozas que tocaba muy bien el acordeón. Yo mantengo un gran recuerdo de aquellos ratos y de aquella gente. Eran muy amables con nosotros.
Mientras los jóvenes estudiantes bailábamos con las mozas en la sala, el padre Carmelo jugaba a la brisca en la cocina con los hombres del pueblo, que allí se juntaban para pasar la tarde.
Cuando había nieve en el alto, los domingos por la mañana, también practicábamos una especie de esquí colectivo en las inmediaciones del santuario, que consistía en montar cuatro o cinco sobre el costeiro de un carro que habíamos rescatado de las cuadras de la casa y deslizarnos sobre la nieve ladera abajo. La tabla por su forma comba, más que un patinete familiar, parecía un piragua plana por la curvatura hacia arriba de ambos extremos, pero el improvisado trineo, cumplía el objetivo de deslizarse por la pendiente a la perfección; aún cuando estaba atiborrado de personal.
Lo peor de todo, eran los medios de remonte que resultaban deficitarios pues, una vez agotado el recorrido, había que subir la tabla hasta cabecera de pista en brazos y a pinrel; pero luego estaba la recompensa de bajar a toda mecha sobre el costeiro. La mayoría de la veces gran parte de los ocupantes no agotaban el recorrido pues eran apeados de forma involuntaria a medio trayecto. Los descabalgados, aún perdiendo parte del placer que suponía la bajada, tenían la ventaja de que no tenían que remontar el artilugio desde el fondo hasta arriba. Con frecuencia el descenso iba acompañado de vuelco completo con buenos revolcones entre la nieve.
Afortunadamente, nunca tuvimos consecuencias adversas con este rudimentario y atractivo entretenimiento. Aún conservo en mi recuerdo de forma nítida aquellos episodios de las excursiones al Acebo. La pena es que, apenas hay fotos de aquellos momentos.
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1 comentario:
A mi nunca me tocó alguna de estas salidas, tampoco puse mucho interés en conseguirlas. Yo era de los del cine a Cangas. También recuerdo que una tarde de domingo estábamos, Villamil y un servidor, tan aburridos que decidimos subir al Acebo desde Cangas. Estuvimos allí muy poco tiempo, pues hacía frío pero el suficiente para grabar nuestras iniciales en una piedra y que según me comentó Eduardo, no hace mucho tiempo, allí sigue nuestro sello. Espero ir y hacerle una visita para comprobarlo, ya que hace muchos años que no piso aquella zona.
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