miércoles, 7 de abril de 2010
Pedalear a toque de campana
A propósito de la divertida aportación de José Antonio sobre las bicicletas, como medio de transporte que los alumnos externos utilizaban para desplazarse de Cangas a Corias y regreso en aquellos tiempos, yo también tengo una anécdota curiosa al respecto.
A modo de información previa, diré que yo mi primera bicicleta la he estrenado hace pocos años, concretamente cuando cumplí los sesenta años. Hace cuatro.
De niño, como la mayoría, aprendí a montar en ella con la de un primo y después me fui valiendo, bien con las de los familiares, o con las de los amigos, y no tuve el gusto de disfrutar de joven de los múltiples servicios que proporciona una bicicleta. Por eso, ahora de sesentón, he dicho: el tema de la bici es una asignatura que tengo pendiente, ente otras muchas, y le voy a poner remedio cuanto antes, y así fue. Hace cuatro años que la tengo y estoy muy satisfecho de haberla adquirido. También debo de decir que mi médico de la SS, tuvo mucho que ver en esta decisión pues, en cierta ocasión me dijo: o haces ejercicio en serio, o tendrás el colesterol por las nubes. Tú eliges. De verdad, la bicicleta es un vehículo muy bueno para distraerse, y de paso, para ejercitar un poco los músculos que ya se van agarrotando, o mejor dicho “acecinándose”. Lástima que las carreteras sean tan peligrosas para los ciclistas.
Una vez expuestos mis antecedentes en torno a la bicicleta, también diré que siempre fui admirador de estos elementales vehículos, y estando en Corias, tuve la oportunidad de pasearme frecuentemente en una preciosa bici de un compañero externo que, a continuación explicaré el cómo, y el porqué me la dejaba.
Yo en Corias siempre tuve cierta afinidad con los múltiples servicios mecánicos del internado. Y creo que, a algunos, nos los encomendaban simplemente, por ser de pueblo. A los de pueblo se nos suponía (como el valor en la mili), que estábamos familiarizados con la mayoría de las tareas agrícolas y ganaderas. Y realmente así era.
A mí, se me asignaron a lo largo de los siete años de internado, los siguientes empleos: servidor de comedor; concretamente, porteador de macrobandejas, bibliotecario, enfermero; también he participado en las labores de la matanza, de cortar patatas para la siembra (como bachiller agrícola puntualizaré que, la patata cuando enterramos un trozo de ella para reproducirla, no es siembra, sino plantación. La siembra es cuando se hace exclusivamente con la semilla para mejorar la variedad, pero normalmente utilizamos mal los términos).
De todas estas actividades, algunas apenas reportaban satisfacción personal de resaltar, pero tuve otro empleo más bonito y singular que fue el de CAMPANERO. Sí señor, campanero, así como suena. Todos recordaremos la campana que había en el extremo oeste, de uno de los claustros del segundo piso; el que estaba más próximo a la fachada norte, orientado Este-Oeste y perpendicular al río; el claustro era el acceso común a todas las aulas y desde este punto, eran perfectamente audibles los toques para todos.
Esta campana tenía la función de anunciar la terminación y comienzo de cada hora de clase. Yo, al estar acreditado como campanero, cuando faltaba un minuto o dos, mediante una simple insinuación al profesor, salía del aula sin pedir permiso, de forma verbal, y me iba a dar el toque de campana. Este toque era el mejor recibido por todos, pues cuando la clase resultaba difícil y con profesor duro, este aviso sonaba a gloria pura, ya que anunciaba el final de uno de los pequeños suplicios diarios.
En la zona de clausura, también en el segundo piso, existía otra campana exactamente igual a la de los alumnos, pero ésta, la tañía unos cinco minutos antes de comenzar la clase, con el fin de que los profesores que estaban en sus celdas, bien descansando o preparando los temas de su asignatura, supieran que la entrada a clase era inminente.
Algunas veces los amigos más cercanos, cuando yo estaba en el recreo pendiente del reloj para que no se me pasase la hora, me querían acompañar con el fin de que les dejase tocar la campana. A unos les decía que sí y a otros que no. Supongo que dependería del grado de amistad que mantuviera con cada uno. La verdad es que, para hacer el toque de campana tenía muchísimos ayudantes como aspirantes a campaneros.
Un día me llegó el amigo Ricardo Bayón Blanco, que era alumno externo y de promociones muy posteriores a la mía, y me dijo: me gustaría que me dejaras un día tocar la campana cuando vayas a dar la entrada a clase. Si me dejas hacerlo, a cambio te permito andar en mi bicicleta. No lo dudé un instante pues, este mozo tenía una preciosa Orbea de mujer, color granate, con portabultos, estribos (entonces decíamos “rastrales”) en los pedales, de todo. La bici era preciosa y a todos nos apetecía montar en ella. Por mi parte acepté el trato al momento y, durante bastante tiempo el amigo Bayón me acompañaba a las horas pactadas al segundo piso, para que disfrutara de lo lindo sacudiéndole al badajo. Los toques tenían que ser un tanto armoniosos y no de cualquier manera, pero con una breve enseñanza previa, enseguida se lograba el carné de campanero.
A partir de entonces la bicicleta de Bayón parecía que tenía dos dueños, pues yo, aparte de dar paseos en ella por el patio, también la utilizaba para ir a Retuertas a avisar a un hombre que hacía de capataz agrícola, cuando era necesario que viniese por algún imprevisto.
Casualidades de la vida. El amigo Ricardo Bayón Blanco, también es “leonés consorte”, como un servidor, y vive en León capital. De vez en cuando, tenemos la alegría compartida de vernos y recordar aquellos momentos tan agradables del colegio.
Diré que este mozo de niño, era muy sonriente y ahora, que es más mozo todavía, lo sigue siendo igual, o más. La próxima vez que nos veamos le anunciaré la existencia del blog.
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