Recordando ciertas pillerías que se practicaban por parte de algunos alumnos en el colegio, me viene a la memoria una que afectaba únicamente a los internos, principalmente a los mayores, y que se hacía entre compañeros y amigos. La cosa consistía en que había que ingeniárselas para poder poner a buen recaudo los “lambeos“, que nos solían traer nuestras familias cuando nos visitaban. El buen apetito reinante entre nosotros también iba acompañado de la existencia de cierta rapiña que solía actuar en el entorno, nada más saber que fulano o mengano, habían tenido visita de alguien de su casa. Esta costumbre estaba bastante extendida entre los alumnos mayores de los últimos cursos, cuando ya estábamos en el dormitorio de las camarillas, el que denominábamos de la Diputación; al menos en mi promoción, así fue.
Las camarillas dormitorio, como sabéis, disponían de un armario individual con cerradura, pero ésta, era fácilmente vulnerable, sobre todo, para los expertos sabuesos que olisqueaban los recintos cerrados del dormitorio, nada más que se iban las visitas.
A casi todos nos pasó alguna vez y después de sufrir desengaños y decepciones, por haber guardado los manjares caseros en el armario de la camarilla-dormitorio, hemos tenido que espabilar para evitar estas desagradables situaciones, y para ello fue necesario ponérselo más difícil a los saqueadores, por eso se implantó la moda del maletín de madera con cierre de candado. En estas cajas con cerradura, tamaño cabás, inicialmente hechas a prueba de roedores, solíamos tener productos caseros muy golosos como: dulces, chorizo, salchichón, jamón…, etc.
A la hora de tomar el bocadillo, es decir a media mañana, con el bollo que cogíamos en el desayuno, íbamos al dormitorio y cada cual sacaba su maletín y se preparaba un suculento bocata. Por circunstancias diversas, no todos disponían de esta pequeña despensa, lo que las hacía aún más valiosas y codiciadas. En un principio, el sistema parecía que funcionaba y los rateros no podían con las nuevas medidas de seguridad, pero al cabo de poco tiempo, fueron progresando de tal forma que, ya no se les resistía ni el más hermético arcón. Tal que, si te abrían el tuyo, la única solución era hacer lo mismo con el del vecino que te resultaba sospechoso. Al poco tiempo de imponerse esta costumbre, los misteriosos eran siempre los mismos.
No hace mucho, el amigo Alfredo Balsera me reclamaba a mí la desaparición, en aquellos años, de un preciado obsequio que había recibido de su casa y que consistía en un “tuco” de jamón muy bueno que apenas pudo probar. En otra ocasión yo recibí un paquete con truchas, recién pescadas y fritas, que estaban exquisitas, y solamente pude degustar una. Como vemos, la risa andaba por barrios. No obstante, a pesar de ser paños prestados, yo he reconocido mi participación en el delito y le di las disculpas y explicaciones oportunas, mediante un artículo que, a continuación, reproduzco.
Como desagravio hacia el sableado Alfredito y tantos otros, voy a tratar de aclarar un poco más el porqué y el origen de las fechorías que se practicaban en el colegio, en cuanto a hurto de goloseos o lambeos. Me consta que era costumbre bastante común y extendida entre los alumnos más pícaros de todos los internados, incluidos también los de las féminas. No obstante, me ha dejado muy preocupado la acusación que ha hecho el de La Borra (apenas he probado el tinto por el impacto emocional) y quiero aliviar un poco mi culpa, si la hubiere, aportando explicaciones sobre esta deshonrosa y condenable conducta.
En el colegio de Corias me parece que se daban ciertas condiciones especiales que facilitaban aún más, si cabe, la práctica del "choriceo" pues, en la mayoría de los casos, era llevada a cabo sin rubor, como si fuera un juego o entretenimiento. Una característica que propiciaba esta viciosa práctica, era la diferencia de edad entre el alumnado. En nuestro primer curso había chavales desde diez, hasta quince o más años. Hoy día, apenas hay un año de diferencia de edad entre los alumnos de un mismo curso.
Esta heterogeneidad de edad facilitaba que se produjeran grupos de pícaros avispados que utilizaban a los pardillos más pequeños como víctimas. Algunos ya éramos un poco más gandules, simplemente, por edad. Yo tenía 13 años al comenzar primero. Acordaros de Higinio Álvarez Fernández, de Trúebano (Tineo), que tenía por lo menos, dieciséis o diecisiete años cuando llegó a Corias; este mozo estaba más en condiciones de alistarse al Tercio, que de ir a cursar primero de bachiller. Como caso singular y opuesto; creo que único, estaba el sobrino del padre Basilio, “Beto”, que el lugar adecuado para su edad debiera ser la guardería y no el colegio, pues casi necesitaba que le dieran el biberón.
Otro atenuante muy importante que le restaba importancia al deplorable acto en sí, de hurtar, era la procedencia rural de la mayoría de nosotros y no olvidemos que, en nuestros pueblos, una de las diversiones o juegos más comunes de la chavalería, era el ir a coger fruta ajena, de forma clandestina.
Entre los mozalbetes pueblerinos se tenía a gala la práctica de esta vergonzosa acción llegando a suponer cierta presunción u orgullo personal ante los más mayores, como demostración de astucia y de que ya eran también mayores. Si a esto le añadimos que, en el colegio, los productos delicatessen, eran más bien escasos, pues, para que más.
Yo, reconozco que no era de los más lanzados pero, tampoco era de los más retraídos. No digamos nada del amigo Miyares. A mí lo que más me admiraba de él, era la pasividad y tranquilidad con que afrontaba las posibles consecuencias que nos podían caer encima, si nos cogían cometiendo cualquier acto poco lícito. Daba la impresión de que, a este mozo, le importaba un comino todo, y también era becario. Todos sabemos muy bien que, nuestro mayor miedo y espada de Damocles era el perder la beca; pues a este ovetense, un tanto montaraz, ni eso le intimidaba. A veces, después de ser amenazados con fuertes castigos, el impasible Miyares estaba tan pancho; al menos, eso aparentaba. Yo, me preguntaba a mi mismo, si a éste no le preocupa nada, ¿por qué yo estaré tan asustado?
Recuerdo que llegó un tiempo en que, los armarios de marras de la foto de Samuel, eran totalmente vulnerables. Para abrirlos no hacía falta ni hacer palanca sobre la puerta pues, había llaves, de los mismos armarios, que habrían varias cerraduras y allí, ya no se podía guardar nada que fuera comestible y que quisieras conservar para momentos de "gusa o zapera". No obstante, siempre había algún despistado que no se enteraba mucho del tema, hoy día diríamos que no estaba al loro, y seguía depositando buenas y codiciables piezas en el falso armario.
Pero según fue avanzando la técnica de los predadores para abrir las despensas, también fue mejorando la protección por parte de los timados, que al final, éramos todos, y algunos tomaron cartas en el asunto y pusieron nuevas y eficaces dificultades a los rateros hambrientos. Recordaréis que se impusieron unos maletines de madera para conservar los "maquelos" traídos de casa, de forma segura. Era como un cabás de madera pero de mayor tamaño y provisto de candado. El mío me lo hicieron en la carpintería Lin de Cangas, sita entonces en la calle de Correos y del Club.
La próxima vez que vaya a Posada le haré una foto al mío pues, aún se conserva en perfectas condiciones después de sufrir furibundos ataques por parte de alimañas hambrientas, pero gracias a su robustez y buena cerradura se mantuvo inviolable hasta finalizar la campaña. Una vez concluido el período de Corias, esta maleta fue dedicada a un uso más noble sin necesidad de candado, como caja de limpiabotas, y allí guardábamos todos los utensilios para la limpieza del calzado.
Esta seudo caja fuerte, a veces, era de uso multipropiedad. En el mío, sé, que guardábamos "la mandanga", Juanma y yo. Francos, también tenía otro baúl similar, pero de uso individual. Estas arcas hacían las veces de hórreo sin pegollos, ante la invasión de los roedores bípedos. El difunto Julio Martínez Legazpi, también se había protegido con otro mini arcón de estos. Del resto de vosotros, no recuerdo si lo teníais, o no.
Sin duda alguna, el gran atenuante que debe indultar por completo, este tipo de delito, en aquellas circunstancias, era el buen apetito del que disfrutábamos o padecíamos, según se mire. Por eso, no desperdiciábamos la mínima ocasión en la que se nos brindara la posibilidad de llevarnos algo extra y apetitoso a la boca. Recordaréis que haciendo de servidores del comedor, cuando comíamos nosotros solos al finalizar de recoger platos y cubiertos, también solíamos dar un repaso general a todo el comedor buscando el Tulipán y los botes de leche condensada, La Lechera. Por entonces, esta marca de leche condensada comenzaba a venir envasada, como gran novedad, en tubos como la pasta dentífrica.
Los más pequeños guardaban estas cosas delante de su asiento, bajo la mesa, en una especie de repisa junto con la servilleta de cada uno. Esta novedosa modalidad de envase de la leche condensada en tubo, fue un gran avance para los chupones libadores nocturnos pues el bote resultaba muy incómodo. En cambio el tubo era facilísimo de succionar. Metías el pitorro en la boca y apretabas por la parte trasera hasta que no daba más de sí. ¡Qué rica estaba!
Las tabletas aquellas del Tulipán, envueltas en papel de color verde y cenefa plateada, también sabían muy bien. Yo alguna vez, simplemente por comprobación, he vuelto a probar el Tulipán y no le encontré atractivo alguno, ni punto de comparación con aquel de Corias. Sería la abundancia de apetito de entonces, o la calidad del producto. No lo sé. Pero me parece, sin duda alguna que, la diferencia está en el deterioro del paladar del catador.
CONCLUSIÓN. Espero que después de esta exhaustiva y concienzuda exposición sobre las desviaciones cleptómano-alimenticias de juventud y, afortunadamente superadas hoy día, haya sido suficientemente concluyente y el señor Alfredito se le quite de la cabeza, de una puñetera vez, el dichoso tuco de jamón. ¡Ah!, se me olvidaba, el tocino lo dejamos porque estaba rancio.
Ojalá esta publicación no reverdezca de nuevo los sentimientos del amigo Balsera, y vuelva a recriminarme lo del tuco. Aunque él sabe muy bien que: “deuda publicada, deuda saldada.
1 comentario:
Me da la impresión que hay delitos que no prescriben y más si tenemos en cuenta que el choriceo, al que haces mención, podía dejar sin bocata extra a la víctima.
No es suficiente con el arrepentimiento expontáneo y público, hace falta la reparación del daño y la penitencia correspondiente. Espero que el amigo Balsera se manifieste al respecto y dicte la sentencia pertinente.
También sería interesante que, todos aquellos que vieron mermadas sus despensas en aquella época, puedan formular acusación y tendrás que demostrar si tuviste, o no, algo que ver en el resto de las demandas que se presenten.
Me parece que lo vas a tener un poco complicado. Saludos.
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