miércoles, 30 de noviembre de 2011
Miss Harrington
Todos los sábados Luis y yo íbamos por la mañana a Leicester Square donde existía una lavandería pública. La lavadora costaba dos chelines, y la secadora seis peniques. Plancha no había. Un sábado de tantos nos abordó una viejecita, una muy dulce y encantadora viejecita, carita redonda, ojos azules y sonrientes y vestida con exquisito buen gusto. Quedaba descartado que fuera una mendiga callejera. Y va, y nos dice: “Excuse me, young men, perhaps you have seen my boyfriend somewhere around. (Perdonen jóvenes, ¿habrán visto por casualidad a mi novio por ahí?)”. Yo quedé descolocado. ¿Qué hacer? Me volví a Luis y le pregunté: “Did you see this lady’s boyfriend?” “No, madam, we are sorry. We haven´t seen him long ago. But… Perhaps you have a photograph of the boy to help our memory. Just in case…” Echó mano de una carterita y extrajo una foto poco mayor que nuestras fotos de carnet. En ella aparecía un joven rubio como de veintipico años, peinado hacia atrás y aplastado el pelo a lo “Valentino”, con bigotito. La foto denotaba una edad notable por su color sepia: 1915? Por ahí, día arriba día abajo. Miré la foto y luego se la pasé a Luis. Fíjate bien en esta foto, por si ves al novio de esta señora por ahí.
¿Quién iba a suponer que aquel atípico y absurdo encuentro era el comienzo de una amistad entrañable en mi vida? Enseguida me percaté de que se trataba de un caso extraño. Ella tenía una absoluta coherencia en su conversación, era culta, tenía modales,… Todo denotaba a una persona refinada… si dejamos al margen el tema del novio. Charlamos un rato y nos despedimos, no sin antes quedar para el sábado siguiente en Leicester Square, a donde acudía ella a diario pues vivía en una calle cercana. Al sábado siguiente, iniciamos una larga temporada de encuentros sabatinos a lo largo de los cuales nos fuimos conociendo. La primera sorpresa fue el segundo sábado en el que nos invitó a continuar la conversación en español. Hablaba un español perfecto. Notó nuestra cara de asombro y, con una sonrisilla picaruela, nos espetó que si no teníamos inconveniente podíamos seguir la conversación en francés, y luego en italiano. Era asombroso. Y más asombroso el alarde de cultura e información puntual de cuanto sucedía en el mundo de aquellos años sesenta. Desde el problema del racismo en Sudáfrica hasta las teorías del existencialismo de Sartre. Era asombroso. Solo en lo relativo al novio se le iba la cabeza. Con el paso de los sábados fuimos cogiendo confianza. Yo no tuve reserva alguna y le expliqué mi condición de dominico –blackfriar- dicen ellos. Discutimos de política, de literatura, de religión, de historia. Era cultísima.
Por fin, llegó lo inevitable. Llegados a tal grado de confianza, hasta un inglés se humaniza. Y, aunque dicen que para hacer amistad con un inglés hay que comer previamente con él una tonelada de sal, la viejecita (tendría 84 años) nos invitó a tomar el té un día en su casa. Vivía sola. Bueno, con un ama de llaves y una doncella. Vivían al lado de Leicester Square, en una casa señorial. Poco a poco nos fue contando cosas de su vida. Su padre había sido embajador del Reino Unido en Argentina, Sudáfrica y Noruega. Era soltera. No tenía más familiar que un sobrino, que era su valedor para todo. Así pues, el sábado convenido, nos presentamos en su casa, con puntualidad británica, a las cinco de la tarde. Nos abrió el ama de llaves y de forma correctísima nos explicó que la señora estaba indispuesta y que pospusiéramos la visita para el sábado siguiente. Yo me percaté enseguida que era una excusa. Su sobrino no habría visto lógico que recibiera a dos extranjeros que conocía de la plaza. Volvimos al sábado siguiente. Allí estaba su sobrino y tomamos todos el té con pastas al estilo y con los modales de ingleses de pura cepa. Fue muy agradable. Luego, el sobrino, nos acompañó al irnos y, ya en la calle, nos explicó lo del novio (un joven ingeniero inglés que había muerto hacía sesenta años en la construcción de un ferrocarril en Nigeria). Que su tía era una señora en perfectas condiciones, con tan solo el fallo en lo del novio y que nos agradecía que tuviésemos con ella la amistad que denotábamos.
Luis se vino para España. Yo volví para Corias pasados unos dos meses. Durante varios años (3 o 4) intercalábamos una felicitación por Navidad. Un año, ya no me contestó.
Hay regalos que uno nunca espera en la vida y, para mí, uno de esos regalos fue conocer a Miss Harrington.
José Morán Fernández.
P.D.: Publicado en La Nueva España en el año 73.
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